Pero no moriría tumbado; encontraría algún risco y allí, los ojos fijos en la tormenta, tratando hasta el fin de atravesar la oscuridad, moriría de pie. No llegaría nunca a R.
Se inmovilizó por completo junto al jarrón de piedra, del que se desbordaban los geranios. ¿Después de todo, cuántos nombres entre mil millones, se preguntó, llegan a Z? Sin duda el abanderado de una melancólica esperanza puede preguntárselo y responder, sin traicionar por ello a la expedición que lo sigue, «Uno, quizás». Uno en una generación. ¿Se le puede culpar por no ser ese uno, con tal de que se haya esforzado honestamente, de que haya dado todo lo que estaba en su poder, hasta no quedarle nada por ofrecer? ¿Y cuánto dura su fama? Incluso a un héroe moribundo le está permitido pensar, antes de extinguirse, en lo que dirán de él las generaciones futuras. Quizá su fama dure dos mil años. ¿Y qué son dos mil años? (preguntó el señor Ramsay irónicamente, contemplando el seto). ¿Qué, efectivamente, si se divisa desde la cima de una montaña el gran desierto de las edades? La piedra misma a la que se da una patada durará más que Shakespeare. Su propia lucecita brillaría, modestamente, durante uno o dos años, para luego fundirse con una luz mayor y después con otra más grande. (Contempló la oscuridad, el laberinto de los tallos de hierba). ¿Quién podrá reprochar al jefe de la expedición sin esperanza que, después de ascender lo suficiente para ver el desierto de los años y la destrucción de las estrellas, pero antes de que la muerte prive a sus miembros de toda capacidad de movimiento, alce, con cierta deliberación, los dedos entumecidos hasta la frente y saque el pecho, de manera que cuando llegue la expedición de rescate lo encuentre muerto en su puesto, imagen perfecta del soldado que ha cumplido con su deber? El señor Ramsay sacó el pecho y permaneció muy erguido junto al jarrón de piedra.
¿Quién podrá reprocharle que, inmóvil por unos momentos, piense en la fama, en expediciones de rescate, en hitos alzados sobre sus huesos por seguidores agradecidos? Finalmente, ¿quién reprochará al jefe de la expedición condenada al fracaso, que, después de haberse arriesgado al máximo y de haber gastado hasta la última onza de energía y de haberse dormido sin que le preocupe apenas volver a despertar, advierta ahora, por cierto cosquilleo en los dedos de los pies, que aún vive y que, en conjunto, no tiene objeciones contra la vida, sino que necesita comprensión y whisky y alguien a quien contar de inmediato la historia de sus sufrimientos? ¿Quién se lo reprochará? ¿Quién no se alegrará en secreto de que el héroe se despoje de su armadura, se detenga junto a la ventana y mire en dirección a su esposa y su hijo, quienes, muy distantes en un primer momento, se acercarán de manera gradual, hasta que labios y libro y cabeza aparezcan con claridad ante sus ojos, si bien todavía seductores y extraños debido a la intensidad de su aislamiento y al desierto de las edades y la destrucción de las estrellas y, finalmente, guardándose la pipa en el bolsillo e inclinando la magnífica cabeza ante ella…, quién le reprochará que rinda homenaje a la belleza del mundo?
7
Pero su hijo lo odiaba. Lo odiaba por acercarse a ellos, por detenerse y mirarlos desde arriba; lo odiaba por interrumpirlos; lo odiaba por la exaltación y sublimidad de sus gestos, por la magnificencia de su cabeza, por su severidad y egoísmo (porque allí estaba, ordenándoles que lo atendieran); pero, sobre todo, odiaba el eco de las emociones de su padre que, vibrando a su alrededor, perturbaban la perfecta sencillez y equilibrio de las relaciones con su madre. Esperaba, mirando con fijeza la página que tenía delante, obligarlo a seguir su paseo; esperaba, señalando una palabra con el dedo, recuperar la atención de su madre, que, lo sabía muy bien y le exasperaba, vacilaba en el momento mismo en que su padre se detenía. Pero no. Nada lograría que el señor Ramsay siguiera su camino. Allí estaba, pidiendo afecto.
La señora Ramsay, que había adoptado hasta entonces una postura descansada, con un brazo alrededor de James, tensó el cuerpo y, volviéndose a medias, pareció erguirse con esfuerzo y, al mismo tiempo, lanzar al aire una lluvia vertical de energía, una columna de espuma, creando, simultáneamente, una impresión de animación y viveza, como si todas sus energías se estuvieran transformando en fuerza capaz de quemarse e iluminar (aunque seguía sentada tranquilamente, recogiendo una vez más su media), por lo que sobre aquella deliciosa fecundidad, sobre aquella fuente y manantial de vida, se abalanzó la fatal esterilidad del macho, como un espolón de bronce, desnudo y yermo. Quería compasión. Era un fracasado, dijo. La señora Ramsay esgrimió sus agujas. El señor Ramsay repitió, sin apartar por un instante los ojos del rostro de su esposa, que era un fracasado. Ella le devolvió las palabras en un soplo. «Charles Tansley…», dijo. Pero él necesitaba más que aquello. Quería compasión, tener, en primer lugar, la seguridad de su genio y, después, que se le introdujera en el círculo de la vida, que se le calentara y tranquilizara, que se le devolvieran los sentidos, recobrar la fecundidad y que todas las habitaciones de la casa se llenaran de vida: la sala de estar y, detrás de la sala de estar, la cocina; encima de la cocina, los dormitorios; y, más allá, las habitaciones de los niños; había que amueblarlos, había que llenarlos de vida.
Charles Tansley lo consideraba el metafísico más importante de la época, dijo su mujer. Pero él necesitaba más que aquello. Tenía que conseguir compasión. Lograr la seguridad de que también él ocupaba el corazón de la vida; de que se le necesitaba; no sólo allí, sino en todo el mundo. Entrecruzando las agujas, segura de sí, erguida, la señora Ramsay creó la sala de estar y la cocina, las hizo resplandecer y le rogó que se instalara a sus anchas, que entrara y que saliera, que se divirtiera. Rio e hizo punto. Inmóvil entre sus rodillas, completamente rígido, James sintió llamear toda la energía de su madre para ser bebida y calmar así la sed del espolón de bronce, la árida cimitarra del varón, que golpeaba sin piedad, una y otra vez, reclamando compasión.
Era un fracasado, repitió el señor Ramsay.
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