Los nuevos dioses que se vislumbran con la aurora que anuncia el «gran mediodía» serán los herederos directos del Dios del voluntarismo y del contingentismo moral concebido por los últimos filósofos medievales. Son dioses que hacen las cosas buenas o malas al quererlas o al rechazarlas, más allá de toda «razón necesaria» que les trascienda. Un nominalismo consecuente ha de rechazar también la idea de un Dios universal; ha de hablar de dioses y no de Dios. De este modo, no hay nada bueno o malo en sí, que trascienda a la voluntad de poder del individuo singular. Paralelamente, la idea de una moral de castigos pierde su justificación ante la inexistencia de leyes universales y ante la denuncia del resentimiento de los débiles que esgrimen la «razón social» del rebaño para segar el florecimiento de los individuos excepcionales.

Estas son, a mi juicio, las ideas rectoras que articulan la unidad temática contenida en la crítica nietzscheana a la moral dispersa en los aforismos de Aurora. Nietzsche ha iniciado una campaña contra la moral que proseguirá en obras ulteriores como Más allá del bien y del mal, La genealogía de la moral, El ocaso de los ídolos y El Anticristo. Nuestro pensador es consciente de que el problema del origen de los valores morales dista mucho de ser una cuestión meramente especulativa; que representa un problema de primer orden en la medida en que determina el futuro de la humanidad. Y es que, como señala Nietzsche comentando Aurora, la verdad es «que la humanidad ha estado hasta ahora en las peores manos, que ha estado gobernada por los fracasados, por los vengativos más astutos, los que se llaman “santos”, y calumnian el mundo y denigran al hombre».

Ciertamente, el pensamiento nietzscheano —como en buena medida también el de Marx y el de Freud— no ha dejado indiferente al hombre contemporáneo. La clara luz mediterránea que se proyecta en sus escritos y el aire puro y gélido de las montañas alpinas que orea su pensamiento, cuartea los presuntos cobijos y los dogmas pretendidamente incuestionables. Puede que Nietzsche, Marx y Freud sean los responsables de que el hombre contemporáneo resulte suspicaz y receloso en extremo. Pero indudablemente ellos han sentado las bases de esa probidad, de esa honradez y de esa sinceridad intelectual, personal y moral, que hoy representan tal vez las virtudes más valoradas y buscadas de nuestro tiempo.

Enrique López Castellón

¡Hay tantas auroras que aún no han

despuntado!

Rig Veda

PRÓLOGO

1. Este libro es obra de un hombre subterráneo, de un hombre que taladra, que socava y que roe. Quien tenga los ojos acostumbrados a estas actividades subterráneas podrá ver con qué delicada inflexibilidad va avanzando lentamente el autor, sin que parezca afectarle el inconveniente que supone estar largo tiempo privado de aire y de luz. Hasta se podría pensar que le satisface este oscuro trabajo suyo. Cualquiera diría que le guía una determinada fe, que un cierto consuelo le compensa de su dura labor. Pero ¿no será que quiere rodearse de una densa oscuridad que sea suya y nada más que suya, que trata de adueñarse de cosas incomprensibles, ocultas y enigmáticas, con la conciencia de que de ello surgirá su mañana, su propia redención, su propia aurora?

Por supuesto que volverá a la superficie; no le preguntéis qué es lo que busca allá abajo; él mismo os lo dirá cuando vuelva a ser hombre ese Trofonio, ese sujeto de aspecto subterráneo. Y es que quienes, como él, han vivido a solas mucho tiempo llevando una existencia de topo, no pueden permanecer en silencio.

2. En efecto, mis pacientes amigos, lo que hubiese deseado contaros cuando estaba allá abajo, en mis profundidades de topo, quiero decíroslo ahora en este prólogo tardío, que muy bien hubiera podido ser una nota necrológica. Pero no creáis que voy a induciros a que corráis esta arriesgada empresa mía, ni a vivir en una soledad semejante; la singularidad de tales caminos hace que quien se aventura por ellos no encuentre a nadie a su paso. Nadie acude en su auxilio; tiene que superar él solo todos los peligros, todos los azares, todas las asechanzas y todos los temporales que le sobrevengan. El sigue un camino que es suyo, y ello implica, como es lógico, que tenga que tragarse su amargura y a veces su despecho. Entre las cosas que motivan esa amargura y ese despecho hay que incluir, por ejemplo, el que sus amigos no puedan adivinar dónde se encuentra, hacia qué lugar se dirige; por ello se preguntan a veces: «¿Está realmente avanzando? ¿Dispone ciertamente de un camino?»

En suma, la obra que yo emprendí no es apta para todos. Descendí a lo profundo, y una vez allí me puse a horadar el suelo, y empecé a examinar y a socavar una vieja fe sobre la que, durante milenios, nuestros filósofos han tratado de edificar una y otra vez como si se tratara del más sólido de los terrenos, pese a que sus edificios se han ido viniendo abajo inexorablemente. Me puse a socavar, ¿comprendéis?, nuestra fe en la moral.

3. Nunca se han cuestionado a fondo hasta el momento los conceptos de bien y de mal; en realidad, el tema era muy peligroso. La conciencia, la reputación, el infierno y hasta la policía no permitían —ni permiten— que se sea imparcial en este punto. Ante la moral, como ante cualquier autoridad, no está permitido reflexionar, y mucho menos hablar. No hay más que obedecer. Desde que el mundo es mundo, ninguna autoridad ha consentido ser objeto de crítica. ¿Acaso no se ha considerado que es inmoral criticar la moral, cuestionarla, ver en ella un problema?

Más que de medios de disuasión y de coacción frente a las críticas, la moral dispone de un determinado poder de seducción que domina perfectamente: me refiero a que es capaz de entusiasmar.