Se oponía con total vehemencia a que me convirtiera en un señorito ocioso, condición que parecía mi destino más probable. Pedí algún tiempo para reflexionar, pues por lo poco que había oído y pensado sobre el asunto, tenía escrúpulos para confesar que creía en todos los dogmas de la Iglesia de Inglaterra; aunque, por lo demás, me agradaba la idea de ser un clérigo rural. En consecuencia, leí atentamente la obra de Pearson On the Creed [Sobre el credo] y unos pocos libros más de teología; y como entonces no abrigaba la menor duda sobre la verdad estricta y literal de cada palabra de la Biblia, no tardé en convencerme de que nuestro credo debía ser aceptado plenamente. Nunca se me ocurrió pensar lo ilógico que era decir que creía en algo que no podía entender y que, de hecho, es ininteligible. Podría haber dicho con total verdad que no tenía deseos de discutir ningún dogma; pero nunca fui tan necio como para sentir y decir: Credo, quia incredibile [creo porque es increíble].
Habida cuenta de la ferocidad con que he sido atacado por los ortodoxos, parece ridículo que en cierto momento tuviera la intención de hacerme clérigo. Por lo demás, esa intención y el deseo de mi padre no fueron abandonados nunca formalmente, sino que fallecieron de muerte natural cuando dejé Cambridge y me embarqué en el Beagle como naturalista. Si se puede confiar en los frenólogos, yo era idóneo en cierto sentido para ser clérigo. Hace unos años, los secretarios de una sociedad psicológica alemana me pidieron con toda seriedad por carta una fotografía; y algún tiempo después recibí las actas de una de sus reuniones en la cual se había debatido, al parecer, públicamente sobre la forma de mi cabeza, y uno de los ponentes había declarado que tenía la protuberancia de la reverencia suficientemente desarrollada como para diez sacerdotes.
Puesto que se había decidido que debía ser clérigo, era necesario que me matriculara en una de las universidades inglesas y obtuviera una licenciatura; pero como, tras dejar el colegio, no había abierto un libro sobre el mundo clásico, descubrí para mi consternación que en los dos años transcurridos desde entonces había olvidado, en realidad, casi todo lo aprendido, por más increíble que pueda parecer, excepto unas pocas letras del alfabeto griego. Por tanto, no me presenté en Cambridge en la fecha habitual de octubre, sino que trabajé con un profesor particular en Shrewsbury y marché allí tras las vacaciones de Navidad, a comienzos de 1828. Pronto recuperé mi nivel de conocimientos del colegio y pude traducir con relativa facilidad libros griegos sencillos, como las obras de Homero y el Nuevo Testamento.
Durante los tres años que pasé en Cambridge, perdí el tiempo, en lo que respecta a los estudios académicos, tan completamente como en Edimburgo y en el colegio. Probé con las matemáticas, y durante el verano de 1828 fui a Barmouth a recibir clases de un profesor particular (un hombre muy aburrido), pero progresé con mucha lentitud. El trabajo me resultaba repugnante, sobre todo porque no era capaz de descubrir ningún sentido en las primeras fases del álgebra. Aquella impaciencia constituía una gran necedad, y en años posteriores he lamentado profundamente no haber ido lo bastante lejos como para entender, al menos, algo de los grandes principios rectores de las matemáticas, pues las personas que poseen ese talento parecen estar dotadas de un sentido adicional. Sin embargo, no creo que pudiese haber ido más allá de un nivel muy bajo. En cuanto a los clásicos, lo único que hice fue asistir a unas pocas clases obligatorias en la universidad, asistencia que fue casi meramente nominal. En el segundo curso, tuve que trabajar un mes o dos para aprobar el Little Go [título a mitad de la carrera], cosa que logré con facilidad. En mi último año volví a trabajar con cierta seriedad para mi examen final de licenciatura y repasé los clásicos, además de un poco de álgebra y del sistema de Euclides, que me proporcionó un gran placer, como me había ocurrido en el colegio. Para aprobar el examen de licenciatura era también necesario conocer las obras de Paley Evidences of Christianity [Las pruebas del cristianismo] y Moral Philosophy [Filosofía moral]. Lo hice con meticulosidad, y estoy convencido de que podía haber puesto por escrito la totalidad de las Evidences con absoluta corrección, aunque no, por supuesto, con el claro lenguaje de su autor. La lógica de este libro y también, quizá, la de la Natural Theology del mismo Paley me causaron tanto placer como Euclides. El estudio cuidadoso de esas obras, sin intentar memorizar ninguna de sus partes, fue el único elemento de la carrera académica que me sirvió mínimamente para educar mi pensamiento, según me pareció entonces y sigo creyendo todavía. Por aquel entonces no me preocupaban las premisas de Paley; y como las aceptaba sin crítica, su línea argumental me encantó y me convenció. Como respondí bien a las preguntas del examen sobre Paley, formulé correctamente la teoría euclidiana y no fallé miserablemente en los clásicos, obtuve un buen puesto entre hoi polloí, la multitud de las personas que no optan a matrícula. Curiosamente, no puedo recordar en qué posición me situé, y mi memoria fluctúa entre el quinto, el décimo o el duodécimo nombre de la lista.[10]
En la universidad se impartían clases públicas sobre varias materias y la asistencia era voluntaria, pero me sentía tan asqueado por las de Edimburgo que no asistí ni siquiera a las clases elocuentes e interesantes de Sedgwick. De haberlo hecho, habría llegado a ser un geólogo antes de lo que tardé en serlo. No obstante, asistí a las de Henslow sobre botánica y me gustaron mucho por su extraordinaria claridad y sus admirables ejemplos; pero no estudié botánica. Henslow solía llevar a sus alumnos, incluidos algunos de los miembros más antiguos de la universidad, a excursiones de campo, a pie o en coches de caballos, hasta lugares distantes, o a bordo de gabarras río abajo, y daba clases sobre plantas o animales raros observados durante las salidas. Aquellas excursiones eran una delicia.
Aunque, según veremos ahora, hubo algunos aspectos satisfactorios en mi vida en Cambridge, los cursos que pasé allí fueron un tiempo lamentablemente perdido, y más que perdido. Debido a mi pasión por la caza con armas y perros, y, cuando me faltaba ésta, por recorrer el campo a caballo, formé parte de un grupo de deportistas entre los que había algunos jóvenes vulgares y disipados. Solíamos cenar juntos, aunque en aquellas cenas participaban a menudo hombres de calidad superior, y a veces bebíamos demasiado en medio de alegres canciones y partidas de cartas que organizábamos a continuación.
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