La señora Moss adivinó la insinuación y rogó al muchacho que la siguiera y llevara consigo todas sus cosas.

–No tengo nada que llevar. Unos hombres me robaron mi atado de ropa. Por eso me encuentro en este estado. Lo único que guardo es esto. Lamento que Sancho le tomara; yo lo habría devuelto de buena gana si supiese de quién es -y mientras hablaba sacó del fondo del coche la nueva cesta de las niñas.

–Eso tiene arreglo: es mía. Me alegro de que fueran para ti los restos de comida que consiguió tú perro. Y ahora vamos, debo cerrar -la señora Moss hizo sonar significativamente el manojo de llaves.

Ben salió renqueando y apoyándose en el mango de una azada rota, pues sus miembros estaban entumecidos de vivir en la humedad y su cuerpecito rendido por la fatiga de tantos días de vagar por esos caminos bajo el sol y la lluvia. Sancho mostraba gran alegría, pues adivinaba que tanto las penas como las fatigas tocaban a su fin, y brincaba alrededor de su amo ladrando de contento o bien se restregaba contra los tobillos de su benefactora quien gritaba: "¡Fuera! ¡Fuera!" y se sacudía la falda como lo hacía para espantar al gato o las gallinas.

Un hermoso fuego brillaba en la cocina bajo la escudilla de saldo y la pava con agua, y Betty, cuya mejilla mostraba una gran mancha de tizne, agregaba más leños, mientras Bab cortaba gruesas tajadas de pan con tal entusiasmo que ponía en peligro sus deditos. Antes de que Ben advirtiera dónde estaba, se hallaba ya sentado en la vieja silla de hamaca devorando los trozos de pan con manteca como sólo puede hacerlo un muchacho muerto de hambre.

Y Sancho, a sus pies, roía un hueso como si fuera un lobo con piel de cordero.

Mientras los recién llegados se dedicaban a tan grata tarea, la señora Moss hizo salir a las niñas de la cocina y les lió las siguientes órdenes:

–Bab, corre hasta la casa de la señora Barton y pídele alguna ropa vieja de Billy que él ya no use. Tú Betty, irás a casa de los Cutters y les dirás a la señorita Clarindy que te dé un par de camisas de esas que cosimos los otros días. Un par de zapatos, sombrero, medias, cualquier cosa le vendrá bien a este pobrecito que no tiene más que hilachas sobre el cuerpo.

Partieron las niñas ansiosas por poder vestir a su recogido, y tan bien abogaron por él entre los buenos vecinos que Ben apenas se reconoció cuando hora y media más tarde salió del dormitorio vestido con un descolorido traje de franela de Billy Barton, una camisa de algodón que regalaran los Dorcas y calzado con un par de zapatos viejos de Milly Cutters.

También Sancho estaba más presentable, pues luego que su amo se hubo dado un baño caliente, se dedicó a lavar a su perro mientras la señora Moss daba algunas puntadas a la nueva ropa vieja. Y cuando Sancho reapareció, se parecía más que antes al perrito que estaba sobre la chimenea. El pelo bien cepillado era blanco como la nieve, y el animal movía orgullosamente el gracioso pompón de la cola.

Sintiéndose respetables y presentables, los dos vagabundos aparecieron y fueron recibidos con sonrisas de aprobación por parte de las niñas en tanto que la señora, con maternal sonrisa, los acomodaba junto a la estufa, pues ambos estaban aún húmedos después de la prolija limpieza.

–Confieso que no los habría reconocido -exclamó la buena mujer observando satisfecha al muchacho; pues aunque el niño estaba muy delgado y pálido, tenía un aspecto agradable y el traje, no obstante ser holgado, le sentaba bien. Los alegres ojos negros lo miraban todo, la voz tenía un acento sincero y la tostada carita parecía más infantil al desaparecer la expresión de desconsuelo que la ensombrecía.

–Son ustedes muy buenas, y Sancho y yo les estamos muy agradecidos, señora -murmuró Ben, turbado y ruborizándose bajo la mirada cariñosa de los tres pares de ojos que estaban fijos en él.

Bab y Betty limpiaban la vajilla del té con desusada presteza, pues querían estar libres para poder atender al huésped, y en el momento en que Ben hablaba Bab dejó caer una taza. Para gran sorpresa suya no golpeó contra el suelo, pues el muchacho, inclinándose rápidamente, la recogió en el aire, y se la ofreció sobre, la palma de la mano haciéndole una ligera reverencia.

–¡Cielos!… ¿Cómo lo hiciste? – preguntó Bah, a quien aquello le pareció cosa de magia.

–¡Bah!… ¡Eso no es nada!… ¡Mira! – Y Ben tomó dos platos y los arrojó hacia arriba recogiéndolos en seguida para volverlos a arrojar, con tal velocidad que Bab y Betty quedaron boquiabiertas como si fueran a tragarse los platos si llegaban a caerse, mientras la señora Moss, con el repasador aún entre las manos, contemplaba los saltos que daba su loza, con la ansiedad propia de una ama de casa.

–¡Esto va a terminar mal!… -fue lo único que alcanzó a decir, mientras Ben, deseando demostrar su gratitud en la única forma que sabía hacerlo, sacó de un canasto que había por allí varios ganchos de la ropa, tiró los platos al aire, los tomó con los broches y colocando éstos sobre el mentón, la nariz, la frente, caminó luciendo aquella especie de hongos que le habían salido en la cara.

Las niñas se divertían enormemente, y la señora Moss estaba tan entretenida que hasta habría sido capaz de prestarle la sopera de porcelana si el muchacho se la hubiese pedido. Pero Ben se hallaba cansado para demostrar todas sus 'habilidades esa misma noche, de modo que se detuvo casi arrepentido de haber iniciado aquella maravillosa exhibición.

–Se me ocurre que has trabajado con algún malabarista -insinuó la señora Moss, quien observó de inmediato que la cara del muchacho reflejaba aquella misma expresión que tomara cuando dijera su nombre, Ben Brown; la expresión de quien no dice toda la verdad…

–Sí, señora… Solía ayudar al señor Pedro, el Rey de los Magos, y aprendí algunos de sus juegos de mano -tartamudeó Ben con gesto inocente.

–Óyeme, muchacho, es mejor que cuentes tu historia completa, sin ocultar nada, de lo contrario tendré que enviarte a casa del juez Morris. No me gustara hacer eso, porque el señor Morris es un hombre un poco duro. Si tú no has hecho nada malo no tienes por qué temer que conozcan tu historia. Yo haré cuanto pueda por ti -aseguró la señora con seriedad al mismo tiempo que se sentaba en el sillón de hamaca como un juez que se dispone a escuchar una declaración.

–¡Yo no he hecho nada malo! ¡No tengo miedo, sólo que no deseo regresar, y si digo de dónde vengo, usted es capaz de hacerles saber que estoy aquí!… -murmuró Ben, atribulado por su deseo de confiarse a su nueva amiga y el temor de tener que volver junto a sus viejos enemigos.

–Si ellos te maltrataron yo nunca les haré saber dónde estás. Cuéntame la verdad que yo te protegeré. ¡Niñas!, vayan ustedes a buscar la leche.

–¡Oh, mamá!, ¡deja que nos quedemos aquí!… ¡Nosotras no contaremos ni una sola palabra!… ¡Lo prometemos! ¡Lo prometemos!… -gritaron Bab y Betty consternadas ante la idea de tener que alejarse precisamente en el instante en que iban a poder conocer un importante secreto.

–Por mí pueden quedarse -manifestó Ben, gentilmente.

–Muy bien. Quedaos entonces, quietas y calladas. Y ahora, muchacho, dime: ¿¿de dónde vienes? – preguntó la señora Moss mientras las pequeñas se ubicaban con toda rapidez frente a su madre, en el banco que era propiedad de ellas, llenas de curiosidad y satisfechas de poder enterarse de algo interesante.

CAPÍTULO 4

–Me escapé de un circo -comenzó Ben, pero no pudo continuar, porque las niñas, dando un salto gritaron a un mismo tiempo llenas de entusiasmo.

–¡Nosotras estuvimos en uno cierta vez!… ¡Qué hermosos son los circos!…

–No pensarían así si los conocieran tan bien como yo -exclamó Ben frunciendo el ceño y encogiéndose corno si aún sintiera sobre sus espaldas los golpes recibidos.

–Nosotros no los consideramos hermosos, ¿verdad, Sancho? – agregó produciendo un ruido extraño que hizo que el perro comenzara a gemir y a golpear el suelo con la cola mientras se pegaba a los pies de su amo como si quisiese hacerse amigo de los nuevos zapatos de éste.

–¿Cómo fuiste a parar allí? – preguntó la señora Moss asombrada e inquieta.

–Mi padre era "el feroz jinete de los llanos". ¿Nunca oyeron hablar de él? – inquirió Ben extrañado de que no lo conocieran.

–¡Dios mío, hijito!… Hace diez años que no voy a un circo y te aseguro que ya no recuerdo lo que viera entonces -replicó la señora Moss divertida y también enternecida por la evidente admiración que demostraba el hijo por su padre.

–¿Ustedes tampoco lo conocen? – interrogó volviéndose hacia las niñas.

–Nosotras vimos varios indios, acróbatas, a los saltimbanquis de Borneo; vimos un payaso, monos y un asno enano de ojos azules. ¿Era tu padre alguno de ésos? – dijo Betty inocentemente.

–¡Uf!… Mi padre no alternó nunca con esa clase de gente. Guiaba dos, cuatro, seis, ocho caballos a la vez y mientras fui pequeño yo le acompañaba. Era el primer domador de caballos -explicó Ben con tanto orgullo corno si su padre hubiese sido el mismísimo presidente de la república.

–¿Murió tu papá? – indagó la señora Moss.

–Lo ignoro y eso es lo que quiero saber. – Y el pobre Ben carraspeó para disimular un sollozo que estaba a punto de sofocarlo.

–Cuéntanos qué pasó, querido, y quizás entre todos podamos descubrir el paradero de tu papá -dijo la señora Moss inclinándose para acariciar la negra cabecita doblada sobre la del perro.

–Así lo haré, señora…- Haciendo un esfuerzo compuso la voz y prosiguió la historia.

–Papá fue siempre muy bueno conmigo y a mí me gusto ir a vivir con el después que abuelita murió. Estuve con ella hasta que cumplí siete años; luego papá me llevó consigo y me enseñó a montar. Hubieran tenido que verme entonces todo vestido de blanco, con un cinturón dorado, subido sobre las hombros de papá o colgado de la cola del viejo General que galopaba veloz mente o bien, siempre conmigo sobre los hombros papá conducía dos o tres caballas mientras yo agitaba unas banderas y la gente aplaudía delirante de entusiasmo.

–¡Oh!… ¿No te morías de miedo? – preguntó Betty temblando de sólo pensar en aquello.

–¡Qué esperanza!… ¡A mí me gustaba hacerlo!

–También a mí me hubiera gustado… -exclamó Bab entusiasmada.

–Luego aprendí a conducir los cuatro "ponnies" que tiraban de una pequeña carroza cuando desfilábamos -continuó Ben -o me sentaba sobre el gran globo que llevaba en el techo el gran carro arrastrado por Hannibal y Nero.