No estaba en la escuela de equitación y allí me dijeron que se había ido al Oeste a comprar potros salvajes para un señor que quería una tropilla. Entonces me encontré desorientado sin saber a dónde ir ya que ignoraba el paradero de mi padre y no quería regresar al circo donde volverían a maltratarme. Procuré ingresar a la escuela de equitación, mas allí no querían niños. Tuve, pues, que continuar mi peregrinación en busca de trabajo y si no hubiera sido por Sancho me habría muerto de hambre. Al huir lo había dejado atado, pues no quería que dijeran, si me lo llevaba conmigo, que lo había robado. Es un perro de mucho valor, ¿sabe usted, señora? Es el mejor perro amaestrado que he visto en mi vida, y sin duda desearán más su regreso que el mío. Era de papá, y a mí me dolía tener que dejarlo; no obstante, así lo hice. Una noche oscura lo dejé atado y nunca pensé que volvería a verlo. A la mañana siguiente, estaba tomando el desayuno a varias millas de distancia del circo cuando lo vi aparecer mojado y cubierto de barro, arrastrando un trozo de soga. Había mordido hasta romperlo el cordel que lo sujetaba y siguió mis pasos sin perder mi rastro en ningún momento. Ya no volveré a abandonarlo, ¿no es así, viejo camarada?

Sancho había escuchado esta parte del relato con gran interés, y cuando Ben se dirigió a él, se levantó, puso sus patas delanteras sobre los hombros del muchacho, lamió la cara de éste y emitió un suave aullido que podía traducirse tan claramente como si hubiera dicho con palabras:

–Quédate tranquilo, mi pequeño amo. Los padres pueden desaparecer y los amigos morir, pero yo nunca te abandonaré.

Ben apretó contra sí y por encima de la blanca cabeza lanuda sonrió a las niñas, quienes batieron palmas de alegría al observar aquel cuadro encantador, y se acercaron a acariciar al buen animal para asegurarle que le habían perdonado definitivamente el robo de la torta y la cesta. Movido por estas ternezas y por unas indicaciones que por lo bajo le dio su amo, Sancho se aprestó a realizar sus mejores pruebas con extraordinaria gracia y destreza.

Baby Betty bailaban por la habitación locas de entusiasmo, mientras la señora Moss declaraba que le daba miedo tener en su casa un animal tan maravilloso. Las alabanzas que dirigían a 'su perro complacieron a Ben más de lo que leí hubieran satisfecho las dirigidas a él, y cuando el entusiasmo se calmó un poco, el muchacho entretuvo a su auditorio con un colorido relato sobre la inteligencia de Sancho, su fidelidad y las numerosas aventuras en las que aquél había' desempeñado su parte con gran nobleza.

Mientras el niño hablaba la señora Moss deliberaba acerca de lo que haría con él, y cuando Ben concluyó de enumerar las perfecciones del perro, dijo ella gravemente:

–¿Te quedarías aquí si yo te encontrara alguna ocupación?

–¡Sí, señora! ¡Me agradaría mucho quedarme!… -respondió Ben entusiasmado. Él veía un hogar en aquella casa, y la señora Moss le parecía casi tan buena y maternal como la señora Smithers.

–Bien… Mañana iré a visitar al alcalde para consultar su parecer. No sería extraño que te tomara para que cuidaras su establo, si eres tan listo como aseguras. Durante el verano emplea siempre un peón, y aún no he visto ninguno por allí. ¿Podrías cuidar vacas?

–¡Ya lo creo!… -y Ben se encogió de hombros como si considerase ridículo que le hiciesen esa pregunta a él que había conducido a cuatro "ponnies" que arrastraban una carroza dorada.

–No será un trabajo tan interesante como el de montar elefantes o jugar con osos, pero será una tarea honrada y te resultará más agradable azotar a Brindle y a Butter que recibir tú los azotes -declaró la señora Moss acercando al niño su rostro sonriente.

–¡Oh, sí!… -murmuró Ben con súbita humildad al recordar los malos tratos de que fuera víctima y que le obligaran a huir.

Poco después le enviaron a dormir a una pequeña pieza, y a Sancho junto con él para que lo cuidara. A ambos les resultó difícil conciliar el sueño debido al ruido que hacían las niñas en el piso superior. Bab insistía en que era un oso y que iba a devorar a la pobre Betty a despecho de los lamentos de ésta. Pero la madre pronto puso fin al alboroto amenazando enviar lejos a Ben y a su perro si no se quedan quietas como dos gatitos.

Ellas prometieron obedecer y casi en seguida estaban soñando con carrozas doradas y grandes carruajes, con muchachos fugitivos, cestas que desaparecían, perros danzarines y tazas voladoras.

CAPÍTULO 5

AL despuntar el día siguiente, Ben miro a su alrededor medio desorientado. No vio ni la carpa de lona, ni descubrió encima de su cabeza el techo de un granero o el azul del cielo, sino que diviso un blanco cielo raso donde se posaban un grupo de moscas muy sociables. Del exterior llegaban a sus oídos el cacareo de las gallinas y el sonido de dos vocecitas que repetían a coro la tabla de multiplicar en lugar de aquellos otros ruidos que estaba acostumbrado a escuchar: coces de caballos, piar de pájaros, el rugido de los animales salvajes.

Sancho, sentado frente a la ventana abierta observaba como la vieja gata se lavaba la cara y trataba de imitarla, mas con tal torpeza, que Ben se echó a reír y Sancho, para ocultar su confusión saltó de la silla a la cama y comenzó a lamer el rostro de su amo tan enérgicamente que el muchacho se escondió bajo las sábanas para escapar a su cariñosa lengua.

Un ruido que provenía del piso de abajo obligó a ambos a salir de un brinco de la cama, y diez minutos después un muchacho de rostro sonriente y un perro juguetón descendieron corriendo la escalera. El primero saludo con un:

–¡Buen día, señora!…-Y el segundo agitó alegremente la cola al olor del jamón que se freía en la hornalla y por el cual era particularmente afecto.

–¿Dormiste bien? – preguntó la señora Moss, dándole la bienvenida tenedor en mano.

–¡Ya lo creo!… Jamás dormí en una cama mejor. Estaba acostumbrado a dormir sobre un colchón de heno y a cubrirme con la manta de los caballos, y últimamente, ni siquiera eso tenía: el cielo era mi único techo y la tierra mi mullida cama -bromeó Ben riéndose de las penurias pasadas y agradecido de las comodidades que le brindaban.

–El heno no es lecho malo para los huesos jóvenes, aunque a éstos los cubra tan poca carne como a los tuyos -comentó la señora Moss dándole un cariñoso golpecito en la cabeza al pasar a su lado.

–En nuestra profesión no se tolera la gordura. Cuanto más delgado más ágil para bailar sobre la cuerda floja o saltar en los trapecios. Músculo es lo que se necesita, y ahí lo tiene usted…

Ben estiró su bracito delgado como un alambre, el puño cerrado con la actitud de un joven Hércules dispuesto a jugar a la pelota con la cocina si le daban permiso para ello. Contenta de verlo de tan buen humor la señora señaló el pozo que estaba afuera y dijo amablemente:

–Bien, prueba tus músculos trayendo agua fresca.

Ben buscó el balde y corrió decidido a ser útil: y mientras aguardaba que el balde se llenara miró a su alrededor y se sintió complacido por todo lo que viera: la pequeña casita rojiza con un penacho de humo que salía por la chimenea, las dos hermanitas sentadas al sol, las verdes colinas, por aquí y por allá, campos recién sembrados, un arroyuelo que atravesaba saltando la huerta, pájaros que cantaban en la avenida de los olmos y toda la tierra cubierta de ese hermoso color verde que sólo se ve a principios del verano.

–¿No te parece esto muy bonito? – preguntó Bab cuando la mirada del niño, después de su prolongado recorrido en que pareció querer abarcarlo todo se detuvo sobre ella.

–¡Jamás he visto sitio más hermoso! Sólo se necesitaría un caballo que anduviera dando vueltas por aquí para que el cuadro fuese completo -contestó Ben al mismo tiempo que tiraba de la larga soga que subía el balde lleno de agua.

–El juez tiene tres, pero los cuida tanto que ni siquiera nos deja acercarnos a ellos y arrancarles tres pelos de la cola para hacer anillos -se quejó Betty cerrando su libro de aritmética.

–Cuando el juez no está en casa y Mike los lleva al bebedero, me deja a menudo montar el caballo blanco. ¡Es tan divertido pasearse sentada sobre su lomo, bajar hasta el valle y luego regresar!… ¡Yo adoro a los caballos!… -exclamó Bab saltando en el banco tratando de imitar los movimientos de Jenny, la yegua blanca.

–Me parece que eres una niña muy valiente.– Y Ben dirigió a Bab una mirada de aprobación al pasar a su lado sin olvidarse por eso de salpicar con agua a la señora Puss que arqueó el lomo y mostró las uñas al ver a Sancho.

–¡Al tomar el desayuno!… -llamó la señora Moss; y por espacio de veinte minutos poco se dijo, pero en cambio el cereal y la leche desaparecieron con tal rapidez que hasta Jack el gigante, de la bolsa de cuero, se habría asombrado de ello.

–Ahora, niñas, a volar a hacer vuestros quehaceres. Tú, Ben, ve y corta un poco de leña; yo arreglaré la casa.