Luego empezó a tirar de él, con afán infantil, hacía la puerta; y él, nada disgustado por ello, la acompañaba.

Una voz terrible gritó en el vestíbulo: «¡Bajad el baúl de master Scrooge!». Y apareció el maestro de escuela, que miró ferozmente a Scrooge, con mirada de condescendencia, y le atontó a1 sacudirle por las manos. Luego los llevó a él y a su hermana a una escalofriante habitación que parecía un pozo. donde los mapas colgados de la pared y los globos celestes y terrestres, colocados en las ventanas, parecían cubiertos de cera, a causa del frío. Una vez allí, sacó una garrafa de vino que brillaba extrañamente y un trozo de macizó pastel y repartió estas golosinas entre los pequeños, al mismo tiempo que enviaba a un flaco criado a ofrecer un vaso de «algo» al postillón, quien le respondió que se lo agradecía al caballero, pero que sí era del mismo barril que había bebido antes, prefería no beberlo. Como el baúl de master Scrooge estaba ya colocado en la parte más alta del coche, los niños se despidieron amablemente del maestro y, subiendo al coche, atravesaron alegremente el jardín: las ágiles ruedas despedían la escarcha y la nieve que llenaban las obscuras hojas de las siemprevivas.

—Siempre fue una criatura delicada, a quien el simple aliento puede marchitar —dijo el Espectro—; pero tenía un gran corazón.

—Sí que lo tenía —gritó Scrooge—. Tenéis razón. No se puede negar, Espíritu. ¡Dios me libre!

—Murió siendo mujer —dijo el Espectro— y creo que tuvo hijos.

—Un niño —replicó Scrooge.

—Cierto —dijo el Espectro—. ¡Vuestro sobrino!

Scrooge parecía intranquilo, y contestó brevemente:

—Sí. Aunque en aquel momento acababan de dejar la escuela tras sí. hallábanse entonces en las concurridas calles de una ciudad, donde fantásticos transeúntes iban y venían, donde fantásticos carros y coches pasaban por el camino y donde había todo el movimiento y todo el tumulto de una ciudad verdadera. Se comprendía perfectamente, por el aspecto de las tiendas, que otra vez era la época de Navidad:. pero era de noche y las calles estaban alumbradas.

El Espectro se detuvo a la puerta de Cierto almacén y preguntó a Scrooge si lo conocía. —¡Conocerlo! —contestó el aludido—. Aquí fui aprendiz.

Entraron. A la vista de un anciano con una peluca de las usadas en el país de Gales. sentado tras un pupitre tan alto que si el caballero hubiera tenido dos pulgadas más de estatura habría tropezado con la cabeza en el techo. Scrooge gritó excitadísimo:

—¡Si es el anciano Fezziwig! ¡Bendito sea Dios! ¡Es Fezziwig, vuelto a la vida!

El anciano Fezziwig dejó la pluma y miró el reloj, que marcaba las siete. Se frotó las manos, se ajustó el amplio chaleco, echóse a reír francamente, recorriéndole la risa todo el cuerpo, y gritó con una voz agradable, suave, y jovial:

—¡Ebenezer! ¡Dick!

La imagen de Scrooge, que ya era un hombre joven; entró alegremente acompañada por la de otro aprendiz.

—¡Dick Wilkins, no hay duda! —dijo Scrooge al Espectro—. Sí, es él. Me tenía verdadero afecto. ¡Pobre Díck! ¡Cuánto le quería yo!

—¡Vamos, muchachos! —dijo Fezziwig—. No se trabaja más esta noche. Es Nochebuena, Dick. Es Nochebuena. Ebenezer. Cerremos la tienda —gritó el anciano, dando una palmada.

No podéis imaginar cómo lo hicieron aquellos dos muchachos. Salieron a la calle cargados con las puertas —una, dos tres—, las colocaron en su sitio —cuatro, cinco, seis—, pusieron las barras y las sujetaron —siete, ocho, nueve— y volvieron antes de que pudierais contar hasta doce, jadeantes, como caballos de carreras.

—¡A ver! —gritó el anciano, saltando del elevado pupitre, con admirable agilidad—. ¡A retirar todo, muchachos, para dejar libre la habitación! ¡Vamos, Dick! ¡Vamos, Ebenezer!

¡Retirar todo! Nada había que no quisieran retirar, ni nada que no pudiesen, bajo la mirada del anciano.