De este modo, amar será durante mucho tiempo y a lo largo de la vida, soledad, recogimiento prolongado y profundo para aquel que ama. Amar, sobre todo, no es nada que signifique evadirse de sí mismo, darse y unirse a otro, porque ¿qué sería la unión de unos seres aún turbios, incompletos, confusos? Amar es una sublime oportunidad para que el individuo madure, para llegar a ser algo en sí mismo. Convertirse en un mundo, transformarse en un mundo para sí por amor a otro, es una pretensión grande y modesta a la vez, algo que elige y que da vocación y amplitud. Sólo en este sentido, como tarea para trabajar en uno mismo («escuchar y martillear noche y día») les está permitido usar a los jóvenes el amor que les ha sido dado. Exteriorizarse, crear cualquier tipo de comunidad, no es para ellos (que aún han de ahorrar y reunir durante mucho, mucho tiempo), es lo último, lo definitivo. Para conseguirlo, apenas hay bastante con toda una vida humana.

Por esto, los jóvenes suelen equivocarse tan desdichadamente. La impaciencia (que es parte constitutiva de su naturaleza) hace que se arrojen en brazos de otro cuando viene la crecida del amor, que se prodiguen tal como son con toda su turbulencia, desorden y confusión ¿Qué puede, pues, ocurrir? ¿Qué puede hacer la vida con esa tropa de semifrustrados que ellos llaman su comunidad, que lo querrían llamar su felicidad y, si pudieran, su futuro? Y así cada uno se pierde a sí mismo por amor del otro y pierde al otro y a otros muchos que querrían venir. Y pierde la amplitud, el horizonte y el futuro, cambia imperceptiblemente la ida y la vuelta, situaciones henchidas de presentimientos por una perplejidad estéril de la que ya no puede salir nada bueno, nada que no sea náusea, decepción, mediocridad y caída en una de las infinitas convenciones que, como refugios colectivos, se disponen abundantemente en este camino tan peligroso. No hay ámbito de la experiencia humana tan bien surtido de convenciones como éste, donde aparecen multiplicadas en forma de chalecos salvavidas, lanchas y flotadores. La opinión colectiva ha sabido crear refugios de todo tipo, porque, inclinada a tomar la vida amorosa como un placer, tenía que convertirla en algo fácil, barato, sin riesgos, seguro, como las diversiones públicas.

Ciertamente, muchos jóvenes que aman falsamente, es decir, faltos de soledad, entregándose sin discernimiento, extrovertidamente —el término medio se queda siempre en este punto—, sienten algo semejante a la opresión de una falta y quieren transformar el estado en que han caído convirtiéndolo, por sus propios medios, en algo fértil y vivo; pues su naturaleza les dice que las preguntas del amor, menos que otras, también esenciales, no pueden ser resueltas públicamente ni de acuerdo con ningún convencionalismo; que son preguntas, preguntas inmediatas de persona a persona, que requieren en cada caso respuestas nuevas, únicas, exclusivamente personales. Pero los que se han arrojado juntos, que ya no se delimitan ni se diferencian, que ya no poseen nada propio, ¿cómo podrán encontrar una salida que les surja de dentro, desde la hondura de su derruida soledad?

Provienen de un común desamparo y cuando con la mejor voluntad pretenden evitar la convención que les escandaliza (como el matrimonio), van a dar en los tentáculos de una solución menos pública, pero igualmente rutinaria y mortal; en su entorno y en un círculo muy amplio, todo se ha convertido en convención, porque cualquier acto que tiene su origen en una amalgama confusa, prematuramente trenzada, se vuelve convencional. Cualquier relación turbia posee una convención propia por insólita que sea (es decir, por inmoral en el sentido corriente de la palabra). Incluso la separación sería aquí un paso convencional, una fortuita decisión impersonal sin fuerza ni fruto.

Quien observe con seriedad encontrará que, como para la muerte, que es difícil, tampoco para el difícil amor se ha encontrado ninguna aclaración, ninguna solución, indicación o camino. Y para estas dos tareas que de manera velada llevamos en nosotros y transmitimos sin descubrirlas, no se ha podido encontrar ninguna regla basada en un acuerdo colectivo. No obstante, a medida que como individuos empecemos a vivir, estas grandes cosas nos acogerán con mayor cercanía a nosotros, los solitarios. Las exigencias que el difícil trabajo de amor impone a nuestro desarrollo sobrepasan a la vida; y nosotros, como principiantes, no estamos a su altura. Sin embargo, si soportamos y hacemos nuestro ese amor como carga y tiempo de aprendizaje, en vez de perdernos en el juego fácil y frívolo tras el que la humanidad se ha escondido de lo más tremendamente serio de su existir, lograremos un pequeño avance y un alivio, quizá perceptible para los que vendrán mucho después de nosotros. Esto ya sería mucho…

Llegamos precisamente al punto en que por primera vez contemplamos la relación de una soledad con otra, sin prejuicios y objetivamente; y nuestros intentos de vivir dicha relación no tienen ningún modelo previo. Pero en el curso del tiempo parece que se muestra algo que quiere ayudar a nuestra vacilante condición de principiantes.

La muchacha y la mujer, en su nuevo y peculiar desarrollo, serán sólo pasajeramente repetidoras de los vicios y virtudes del varón e imitadoras de profesiones masculinas. Después de la inseguridad de este tránsito, se mostrará que las mujeres habrán pasado por esos numerosos y variados (a menudo ridículos) disfraces sólo para purificar su propio ser de las influencias deformantes del otro sexo. Las mujeres, en las que la vida permanece y habita más directa, fértil y confiadamente, tienen que haber llegado a ser en profundidad seres más maduros, más humanos, que el liviano varón, que no se siente atraído más allá de la superficie de la vida por el peso de ningún fruto corporal y que, presuntuoso y apresurado, subestima lo que cree amar.

Esta humanidad de la mujer, vivida en el dolor y en la humillación, verá la luz cuando se haya despojado de las convenciones de lo únicamente femenino en las transformaciones de su estado y condición; y los hombres, que aún no lo sienten venir, se sentirán sorprendidos y derrotados. Un día, (en los países nórdicos ya hay signos fiables que hablan de ello y lo indican), un día, la muchacha y la mujer serán. Su nombre no significará ya una mera oposición a lo masculino, sino algo por sí mismo, algo que no sugerirá ya complemento o límite y sí, en cambio, vida y existencia, la persona femenina.

Este progreso transformará la vida amorosa, que ahora está llena de errores, la transformará desde la raíz (muy en contra de la voluntad de los varones anticuados), la reconstruirá en una relación de persona a persona y ya no de hombre a mujer. Y este amor humano (que se desarrollará con delicadeza infinita y discreta, que se hará bueno y claro tanto al ligarse como al desligarse) se parecerá a aquel que preparamos con trabajo y esfuerzo, aquel amor que consiste en que dos soledades se protejan, delimiten y respeten mutuamente.

Una palabra más. No crea usted que aquel gran amor que de niño le fue entregado, se haya perdido. ¿Puede decir si en aquel tiempo no maduraron en usted grandes y buenos deseos y determinaciones de las que todavía hoy vive? Yo creo que aquel amor permanece fuerte y poderoso en su recuerdo, porque fue su primera y profunda soledad y el primer trabajo interior que usted realizó en su vida.

Mis mejores deseos para usted, querido señor Kappus.

Rainer Maria Rilke

Soneto

A través de mi vida tiembla sin sollozo,

sin lamento, un profundo dolor.

La sangrante nieve pura de mis sueños

alimento es de mis días más callados.

Pero a menudo la gran pregunta cruza

mi camino. Me haré pequeño y frío

y pasaré como por sobre un mar,

cuya marea no me atrevo a medir.

Después, desciende de mi una pena tan turbia

como el gris sin brillo de las noches de verano

que una estrella centelleante atraviesa —alguna vez—.

Mis manos buscan el amor

que no puede hallar mi ardiente boca,

y quisiera en voz bien alta rezar.

Carta Número 8

Borgeby gard, Flädie, Suecia

12 de agosto de 1904

Quiero hablarle de nuevo un rato, querido señor Kappus, aunque no pueda decir casi nada que le sirva de ayuda o le sea provechoso. Usted ha sufrido muchas y grandes tristezas que ya pasaron. Y dice que la experiencia fue para usted difícil e incómoda. Pero, se lo ruego, reflexione usted si esas grandes tristezas no le atravesaron más bien en su mismo centro.