Ya no me ha dejado. A él, pues, estas páginas. A él y a quien conmigo lo ha amado, hasta ir a Ronda, el año de su centenario (quizá la única celebración en nuestra tierra, la que Rilke hubiera deseado), para abrazarse, alegre y feliz, con su estatua de bronce que sigue mirando hacia aquellos montes lejanos de la serranía rondeña en el jardín del hotel Reina Victoria y que ahora es madre de mis hijos, hermana y esposa. No estará de más que estos tres niños, nuestros hijos —la segunda nació el día que concluía una traducción de la carta octava; el pequeño empezó a dar señales de su venida justo después de acabar un seminario oral sobre el poeta— sepan que Rilke fue algo así como su abuelo y que un día, cuando sin padre ni madre anden hacia si mismos, lo sientan hermano en la arriesgada aventura del vivir. Sé que no les puedo desear una herencia mejor, a ellos y a quienes ahora son niños y que un día lejano, estoy seguro, seguirán leyendo las cartas de Rilke en alguna imposible traducción, quizá en ésta, que ahora prologo y en la que he colaborado con gozo y provecho. En ellas podrán encontrar inocencia, esperanza y aliento, descubrir caminos y atajos. En ellas se les abrirá aquella filosofía perenne que es el agua oculta de la historia, la eterna sabiduría, siempre nueva y variada, siempre idéntica a sí misma, de nuestra alma a la vez niña y anciana, ya antigua y aún por venir.

ANTONI PASCUAL

Flaçà, 3 de junio de 1984

Sant Celoni, 30 de julio de 1995

INTRODUCCIÓN

Sucedió a finales de otoño de 1902. Yo me encontraba sentado en el parque de la Academia Militar de Wiener-Neustadt, bajo unos castaños seculares, y leía un libro. Estaba tan absorto en la lectura que casi no me di cuenta de que se me acercaba el único profesor no militar de nuestra academia, el erudito y bondadoso sacerdote Horacek. Tomó el libro de mis manos, observó la cubierta y meneó la cabeza: «¿Poesías de Rainer Maria Rilke?», preguntó pensativo. Después hojeó el libro, leyó por encima algunos versos; miró, meditabundo, a lo lejos y, finalmente, hizo un gesto afirmativo con la cabeza: «Vaya, con que el interno Rene Rilke ha llegado a ser poeta…».

Y así supe de aquel muchacho delgado y pálido, a quien sus padres, hacía más de quince años, habían internado en la escuela militar de Sankt-Pölten para que, con el tiempo, llegara a ser oficial. Por aquel entonces, Horacek era el capellán de la escuela y ahora recordaba al antiguo interno con precisión. Me lo describió como un muchacho tranquilo, serio, muy capaz. Le gustaba mantenerse aparte, soportaba con paciencia la presión de la vida en el internado y al terminar el cuarto año se trasladó con los demás compañeros a la Escuela Militar Superior que se encontraba en Märisch Weisskirchen. Allí comprobó con toda certeza que su constitución no era lo bastante fuerte, por lo que sus padres lo sacaron de la escuela y lo llevaron a su casa de Praga para allí proseguir los estudios. Pero Horacek ya no tenía más datos acerca del desarrollo de su vida posterior.

Es fácil comprender que, después de aquella conversación, en esa misma hora, yo me decidiera a enviar mis tanteos poéticos a Rainer Maria Rilke y a pedirle su opinión al respecto.

No había cumplido aún los veinte años, estaba en el umbral de una profesión que sentía contraria a mis inclinaciones. Esperaba que si en alguien había de hallar comprensión, ese alguien había de ser precisamente el autor del libro Para celebrarme. Y casi sin querer escribí una carta de presentación para mis versos en la que me abría a una segunda persona con tanta sinceridad como nunca había hecho antes y como jamás volvería a hacerlo.

Pasaron muchas semanas hasta que llegó la respuesta. La carta certificada era de color azul, llevaba matasellos de París, pesaba y la letra del sobre mostraba los mismos trazos claros, armoniosos y seguros con los que estaba escrito el texto desde la primera hasta la última línea. Y así comenzó mi correspondencia regular con R. M. R., que se prolongó hasta finales de 1908. Después, se extinguió poco a poco porque la vida me condujo a dominios de los cuales, precisamente, me había querido preservar la solicitud cálida, delicada y entrañable del poeta.

Pero eso no tiene ninguna importancia. Importantes son sólo las diez cartas que ahora siguen. Importantes para el conocimiento del mundo en el que R. M. R. vivió y creó; también lo son para muchos de hoy y de mañana que crecen y se van haciendo. Pero donde habla aquel que es grande y único, los pequeños tienen que guardar silencio.

FRANZ XAVER KAPPUS

Berlín, junio de 1929

Carta Número 1

París, 17 de febrero 1903

Apreciado señor:

Su carta me llegó hace pocos días. Quiero darle las gracias por su confianza, grande y afectuosa.