Me lo describió como un muchacho tranquilo, serio, muy capaz. Le gustaba mantenerse aparte, soportaba con paciencia la presión de la vida en el internado y al terminar el cuarto año se trasladó con los demás compañeros a la Escuela Militar Superior que se encontraba en Märisch Weisskirchen. Allí comprobó con toda certeza que su constitución no era lo bastante fuerte, por lo que sus padres lo sacaron de la escuela y lo llevaron a su casa de Praga para allí proseguir los estudios. Pero Horacek ya no tenía más datos acerca del desarrollo de su vida posterior.

Es fácil comprender que, después de aquella conversación, en esa misma hora, yo me decidiera a enviar mis tanteos poéticos a Rainer Maria Rilke y a pedirle su opinión al respecto.

No había cumplido aún los veinte años, estaba en el umbral de una profesión que sentía contraria a mis inclinaciones. Esperaba que si en alguien había de hallar comprensión, ese alguien había de ser precisamente el autor del libro Para celebrarme. Y casi sin querer escribí una carta de presentación para mis versos en la que me abría a una segunda persona con tanta sinceridad como nunca había hecho antes y como jamás volvería a hacerlo.

Pasaron muchas semanas hasta que llegó la respuesta. La carta certificada era de color azul, llevaba matasellos de París, pesaba y la letra del sobre mostraba los mismos trazos claros, armoniosos y seguros con los que estaba escrito el texto desde la primera hasta la última línea. Y así comenzó mi correspondencia regular con R. M. R., que se prolongó hasta finales de 1908. Después, se extinguió poco a poco porque la vida me condujo a dominios de los cuales, precisamente, me había querido preservar la solicitud cálida, delicada y entrañable del poeta.

Pero eso no tiene ninguna importancia. Importantes son sólo las diez cartas que ahora siguen. Importantes para el conocimiento del mundo en el que R. M. R. vivió y creó; también lo son para muchos de hoy y de mañana que crecen y se van haciendo. Pero donde habla aquel que es grande y único, los pequeños tienen que guardar silencio.

FRANZ XAVER KAPPUS

Berlín, junio de 1929

Carta Número 1

París, 17 de febrero 1903

Apreciado señor:

Su carta me llegó hace pocos días. Quiero darle las gracias por su confianza, grande y afectuosa. No está en mi mano hacer mucho más. No puedo entrar en detalles sobre la forma de sus versos, puesto que me siento muy lejos de cualquier intención crítica. No hay nada menos apropiado para aproximarse a una obra de arte que las palabras de la crítica: de ellas se derivan siempre malentendidos más o menos desafortunados. Las cosas no son tan comprensibles ni tan formulables como se nos quiere hacer creer casi siempre; la mayor parte de los acontecimientos son indecibles, se desarrollan en un ámbito donde nunca ha penetrado ninguna palabra. Y lo máximamente indecible son las obras de arte, existencias llenas de misterio cuya vida, en contraste con la nuestra, tan efímera, perdura.

Anticipándole esta observación, sólo puedo decirle que sus versos no tienen forma propia. Poseen, sí, silenciosos y escondidos puntos de partida hacia lo personal. Donde más claro lo siento es en el último poema Mi alma. En él, algo propio quiere traducirse en palabra y melodía. Y en la hermosa composición A Leopardi se alza quizás un cierto parentesco espiritual con ese gran poeta solitario. Sin embargo, a pesar de esto, los poemas no son nada por sí mismos ni son independientes; ni siquiera el último o el dedicado a Leopardi. La amable carta con que los acompañaba no yerra al explicarme algunos defectos que ya percibí al leer sus versos, sin poder, al mismo tiempo, nombrarlos.

Pregunta si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí.