En consecuencia, propuse a los niños que entrasen y se portaran bien, y yo les iría contando el cuento de la Caperucita Roja mientras me arreglaba; así lo hicieron, y estuvieron callados como moscas, incluido Peepy, que se despertó oportunamente justo antes de que apareciera el lobo.

Cuando bajamos la escalera, vimos un tazón con la inscripción de «Regalo de Tunbridge Wells», que servía para iluminar la ventana de la escalera, pues en él flotaba una palomita encendida; también había una joven con la cara inflamada vendada con un trozo de franela, que soplaba en la chimenea del salón (ahora conectado por una puerta abierta con el aposento de la señora Jellyby) y se atragantaba constantemente. En resumen, había tanto humo que estuvimos todas sofocadas y llorosas con las ventanas abiertas durante media hora, durante cuyo rato la señora Jellyby, con su buen talante de siempre, siguió dictando cartas acerca de África. He de decir que el que estuviera ocupada en aquello fue un gran alivio para mí, pues Richard nos dijo que él se había lavado las manos en una bandeja para pasteles, y que al final habían encontrado la tetera en su cómoda, y tanto hizo reír a Ada que entre los dos me hicieron reír a mí de la manera más absurda.

Poco después de las siete bajamos a cenar; con cuidado, según nos aconsejó la señora Jellyby, pues, además de que a la alfombra de la escalera le faltaban muchos raíles, estaba tan rota que parecía un recorrido de obstáculos. Cenamos un bacalao excelente, un trozo de rosbif, un plato de chuletas y un pudin, cena magnífica si hubiera estado algo cocinada, pero todo estaba casi crudo. La joven de la venda de franela servía y lo tiraba todo en la mesa, a donde cayera, y no lo volvía a quitar de allí hasta que lo ponía en la escalera. La persona a la que yo había visto en zuecos (que supongo debía de ser la cocinera) venía a menudo y se peleaba con ella ante la puerta, y parecía que entre ellas había mala voluntad.

Durante toda la cena —que fue larga, debido a accidentes tales como que el plato de patatas se hallara por equivocación en la carbonera y que el mango del sacacorchos saltara por accidente y golpeara a la muchacha en la barbilla—, la señora Jellyby mantuvo su buen humor. Nos contó muchas cosas interesantes acerca de Borriobula-Gha y sus indígenas, y recibió tantas cartas que Richard, que estaba sentado a su lado, vio cuatro sobres caídos al mismo tiempo en la salsera. Algunas de las cartas contenían las actas de comités de damas, o resoluciones de reuniones de damas, y nos las leyó, mientras que otras eran consultas de personas interesadas por diversos motivos en las posibilidades de cultivar el café y atraídas también por los indígenas; otras pedían respuestas, y tres o cuatro veces la señora hizo levantar a su hija mayor de la mesa para que las escribiese. Estaba ocupadísima, y no cabía duda de que, como nos había dicho, se consagraba totalmente a la causa.

Yo sentía una cierta curiosidad por saber quién era un caballero calvo y de modales amables, con gafas, que se dejó caer en una silla vacía (no había cabecera en especial de la mesa) después de que se llevaran el pescado, y que parecía someterse pasivamente a Borriobula-Gha, pero sin tomar un interés activo en su colonización. Como no decía ni una palabra, era posible que se tratara de un indígena, de no haber sido por el color de su piel. Hasta que nos levantamos de la mesa y se quedó a solas con Richard no se me pasó por la cabeza la idea de que fuera el señor Jellyby. Pero era el señor Jellyby, y un joven locuaz llamado señor Quale, que tenía unas sienes protuberantes y brillantes, y con el pelo planchado hacia atrás, que llegó más tarde y le dijo a Ada que era filántropo, también la informó de que él calificaba la alianza matrimonial entre la señora Jellyby y el señor Jellyby de la unión entre el espíritu, y la materia.

Aquel joven, además de tener mucho que decir acerca de sí mismo y de África, y de tener un proyecto para enseñar a los colonizadores del café a fabricar patas de piano y establecer un comercio de exportación, se deleitaba en alentar a la señora Jellyby con frases como: «Creo, señora Jellyby, que ha llegado usted a recibir nada menos que de ciento cincuenta a doscientas cartas al día para preguntarle por África, ¿no?», o: «Si la memoria no me engaña, señora Jellyby, hace tiempo mencionó usted que una vez envió cinco mil circulares por correo de golpe, ¿no?», y siempre nos repetía la respuesta de la señora Jellyby, como si fuera un intérprete. Durante toda la velada, el señor Jellyby se quedó sentado en su rincón, con la cabeza apoyada en la pared, como si estuviera bajo de ánimo. Según parece, varias veces había abierto la boca cuando se quedó a solas con Richard, después de la cena, como si se le hubiera ocurrido algo, pero siempre la había vuelto a cerrar sin decir nada, para gran confusión de Richard.

La señora Jellyby, sentada en medio de lo que parecía un nido de papeles viejos, pasó la velada bebiendo café y dictando a intervalos a su hija mayor. También mantuvo una conversación con el señor Quale, el tema de la cual pareció ser —si yo comprendí bien— la Fraternidad Humana, y expresó algunos sentimientos muy bellos. Sin embargo, no pude escucharla con toda la atención que habría deseado, pues Peepy y los otros niños vinieron a rodearnos a Ada y a mí en un rincón del salón, a pedirnos que les contáramos otro cuento, así que nos sentamos con ellos y les contamos en susurros el del Gato con Botas y no sé qué más, hasta que la señora Jellyby se acordó por casualidad de ellos y los mandó acostarse. Cuando Peepy dijo, llorando, que quería lo llevara yo a la cama, me lo llevé al piso de arriba, donde la muchacha de la venda de franela cargó entre las pequeños como un dragón y los metió a todos en cunas.

Después de eso me ocupé en ordenar un poco nuestra habitación y en atizar una chimenea que se empeñaba en no arder, hasta que lo logré y empezó a tirar bien. Cuando volví al piso de abajo advertí que la señora Jellyby me miraba de forma un poco despectiva, por ser tan frívola, y lo lamenté, pese a que al mismo tiempo también yo sabía que no tenía pretensiones más elevadas.

Casi era medianoche cuando encontramos una oportunidad de ir a acostarnos, e incluso entonces la señora Jellyby se quedó con sus papeles y tomando café, y con la señorita Jellyby, que seguía mordiéndose la pluma.

—¡Qué casa tan rara! —dijo Ada cuando llegamos arriba—. ¡Qué curioso es que mi primo Jarndyce nos envíe aquí!

—Cariño mío —le dije—, todo me tiene muy confusa. Desearía comprenderlo, pero no lo comprendo en absoluto.

—¿El qué? —preguntó Ada con su linda sonrisa—. Todo esto, querida mía. No cabe duda de que la señora Jellyby tiene que ser muy buena para preocuparse tanto por un plan en beneficio de los indígenas, y, sin embargo, ¡Peepy y toda la casa!

Ada rió, me echó un brazo al cuello mientras yo contemplaba el fuego, y me dijo que yo era una persona calmada, encantadora y que la había conquistado.

—Eres tan delicada, Esther —me dijo—, y, sin embargo, tan animada. ¡Y haces tantas cosas como si no estuvieras dándole importancia! Conseguirías crear un hogar incluso en esta casa.

¡Pobrecita mía! No se daba cuenta de que estaba cantando sus propios elogios, y de que la bondad de su corazón era la que le hacía cantar los míos.

—¿Te puedo hacer una pregunta? —le dije cuando ya llevábamos un ratito sentadas ante la chimenea.

—Y hasta quinientas —contestó Ada.

—Tu primo, el señor Jarndyce, a quien tanto debo. ¿Te importaría describírmelo?

Ada sacudió sus rizos dorados y se me quedó mirando con una extrañeza tan risueña que yo también me quedé extrañada, en parte por tanta belleza y en parte por su sorpresa.

—¡Esther! —exclamó.

—¿Cariño?

—¿Quieres una descripción de mi primo Jarndyce?

—Es que nunca lo he visto, cielo.

—¡Y yo tampoco lo he visto nunca! —replicó Ada.

—¡Vaya!

No, nunca lo había visto. Pese a lo joven que era Ada cuando había muerto su mamá, recordaba cómo le venían a ésta las lágrimas a los ojos cuando hablaba de él y de la noble generosidad de su carácter, que, según decía, merecía más confianza que nada en el mundo, y Ada confiaba en él. Su primo Jarndyce le había escrito una carta hacía unos meses —«una carta clara y honesta», dijo Ada—, en la que le proponía el sistema de vida que íbamos ahora a iniciar, y le decía que «con el tiempo podría cicatrizar algunas de las heridas abiertas por ese horrible pleito en Cancillería». Ella había contestado para aceptar agradecida su propuesta. Richard había recibido una carta parecida, y había contestado de parecida forma. Él sí había visto al señor Jarndyce una vez, pero sólo una vez, hacía cinco años, en la escuela de Winchester. Había dicho a Ada, cuando estaban apoyados en la pantalla delante de la chimenea donde los había conocido yo, que lo recordaba como «un tipo muy directo y rubicundo».