Gentes que pasan por los puentes y miran por encima del parapeto el cielo bajo la niebla, todas rodeadas de niebla, como si estuvieran metidas en un globo, colgadas en medio de las nubes neblinosas.
Los faroles de gas crean confusas aureolas en medio de la niebla en diversas partes de las calles, como las que parecería crear el sol, visto desde los campos esponjosos, a ojos del pastor y el labrador. Casi todas las tiendas han encendido el alumbrado dos horas antes de lo normal, y el gas parece darse cuenta de ello, pues tiene un aspecto sombrío y renuente.
Donde más hosca está la tarde, y donde más densa está la niebla, y donde más embarradas están las calles, es junto a esa mole antigua y pesada, ornamento idóneo del umbral de una corporación antigua y pesada: Temple Bar. Y junto a Temple Bar, en Lincoln’s Inn Hall, en el centro mismo de la niebla, está sentado el Lord Gran Canciller, en su Alto Tribunal de Cancillería.
Jamás podrá haber una niebla demasiado densa, jamás podrá haber un barro y un cieno tan espesos, como para concordar con la condición titubeante y dubitativa que ostenta hoy día este Alto Tribunal de Cancillería, el más pestilente de los pecadores empelucados que jamás hayan visto el Cielo y la Tierra.
Si hay una tarde adecuada para ello, esta es la tarde en que el Lord Gran Canciller debería estar en su sala —como lo está ahora— con un halo de niebla en torno a la cabeza, blandamente enmarcada en paños y cortinas escarlatas, mientras escucha a un abogado corpulento de grandes patillas, escasa voz y un expediente interminable, y él dirige la mirada a la lámpara del techo, donde no ve nada más que niebla. Si hay una tarde adecuada para ello, esta tarde debería haber una veintena de miembros del Alto Tribunal de Cancillería —y los hay— ocupados neblinosamente en una de las 10.000 fases de una causa interminable, echándose zancadillas los unos a los otros con precedentes escurridizos, hundidos hasta las rodillas en tecnicismos, dándose de cabezazos empelucados de pelo de cabra y crin de caballo contra muros de palabras, y presumiendo de equidad con gestos muy serios, como si fueran actores. En una tarde así, los diversos procuradores de la causa, dos o tres de los cuales la han heredado de sus padres, que hicieron una fortuna con ella, deberían estar en fila —¿no lo están?— en un foso alargado y afelpado (en el fondo del cual, sin embargo, sería vano buscar la Verdad), entre la mesa roja del escribano y las togas de seda, con peticiones, demandas, réplicas, dúplicas, citaciones, declaraciones juradas, preguntas, consultas a procuradores, informes de procuradores, montañas de necedades carísimas, todo amontonado ante ellos. ¡Es lógico que el tribunal esté oscuro, con unas velas moribundas acá y acullá; es lógico que sobre él se cierna una niebla densa, como si nunca fuera a desvanecerse; es lógico que las ventanas de vidrieras coloreadas pierdan el color y no dejen entrar ninguna luz; es lógico que los no iniciados, que atisban por los panales de vidrio de la puerta, se vean disuadidos de entrar por el ambiente solemne y por los lentos discursos que retumban lánguidos en el techo, procedentes del estrado donde el Lord Gran Canciller contempla la lámpara que no alumbra y donde están colgadas las pelucas de todos sus ayudantes en medio de un banco de niebla! Es el Alto Tribunal de Cancillería, que tiene sus casas en ruinas y sus tierras abandonadas en todos los condados; que tiene sus lunáticos esqueléticos en todos los manicomios, y sus muertos en todos los cementerios; que tiene a sus litigantes, con sus tacones gastados y sus ropas gastadas, que viven de los préstamos y las limosnas de sus conocidos; que da a los poderosos y adinerados abundantes medios para desalentar a quienes tienen la razón; que agota hasta tal punto la hacienda, la paciencia, el valor, la esperanza; que hasta tal punto agota las cabezas y destroza los corazones que entre todos sus profesionales no existe un hombre honorable que no esté dispuesto a dar —que no dé con frecuencia— la advertencia: «¡Más vale soportar todas las injusticias antes que venir aquí!».
¿Y quién está en la Sala del Lord Canciller esta tarde sombría, además del Lord Canciller, el abogado de la causa, dos o tres abogados que nunca tienen una causa y el foso de abogados antes mencionado? Está el escribano, sentado más abajo del magistrado, con su peluca y su toga, y hay dos o tres maceros, o bolseros, o saqueros, o lo que sean, con los uniformes de su oficio. [5] Todos ellos bostezan, porque ya no es posible divertirse con JARNDYCE Y JARNDYCE [6] (que es la causa de la que se trata), que quedó exprimida hasta el tuétano hace años. Los taquígrafos, los secretarios de tribunales y los periodistas de tribunales se marchan siempre que reaparece Jarndyce y Jarndyce. Sus sitios se quedan vacíos. Subida en una silla a un lado de la sala, con objeto de ver mejor el santuario encortinado, hay una ancianita loca tocada con un gorro fruncido, que siempre está en el tribunal, desde que empieza la sesión hasta que se levanta, y que siempre espera que se pronuncie algún fallo incomprensible en su favor. Hay quien dice que efectivamente es, o fue alguna vez, parte en un pleito, pero nadie está seguro, porque a nadie le importa. Lleva en su ridículo cachivaches a los que califica de documentos; se trata fundamentalmente de fósforos, de papel y de lavanda seca. Aparece un preso cetrino, detenido por sexta vez, a fin de presentar una instancia personal «para purgar su desacato», pero como se trata del único superviviente de una familia de albaceas, y ha caído en un estado de confusión de cuentas, de las cuales nadie le acusa de haber sabido nada, no es en absoluto probable que lo vaya a lograr. Entre tanto, no tiene ningún futuro en la vida. Otro pleiteante arruinado, que llega periódicamente desde Shropshire, y se esfuerza por hablar con el Canciller a última hora del día, y al que no hay medio de hacer comprender que el Canciller ignora legalmente su existencia después de habérsela destrozado durante un cuarto de siglo, se planta en un buen sitio y mira atentamente al Magistrado, dispuesto a exclamar «¡Señoría!» con sonora voz de queja en el momento en que Su Señoría se levante. Unos cuantos pasantes de abogados y otros que conocen de vista al pleiteante deambulan por allí, por si hace algo divertido, y anima un poco este día tan triste.
Jarndyce y Jarndyce se arrastra. Este pleito de espantapájaros se ha ido complicando tanto con el tiempo que ya nadie recuerda de qué se trata. Quienes menos lo comprenden son las partes en él, pero se ha observado que es imposible que dos abogados de la Cancillería lo comenten durante cinco minutos sin llegar a un total desacuerdo acerca de todas las premisas. Durante la causa han nacido innumerables niños; innumerables jóvenes se han casado; innumerables ancianos han muerto. Docenas de personas se han encontrado delirantemente convertidas en partes en Jarndyce y Jarndyce, sin saber cómo ni por qué; familias enteras han heredado odios legendarios junto con el pleito. El pequeño demandante, o demandado, al que prometieron un caballito de madera cuando se fallara el pleito, ha crecido, ha poseído un caballo de verdad y se ha ido al trote al otro mundo. Las jovencitas pupilas del tribunal han ido marchitándose al hacerse madres y abuelas; se ha ido sucediendo una larga procesión de Cancilleres que han ido desapareciendo a su vez; la legión de certificados para el pleito se ha transformado en meros certificados de defunción; quizá ya no queden en el mundo más de tres Jarndyce desde que el viejo Tom Jarndyce, desesperado, se voló la tapa de los sesos en un café de Chancery Lane, pero Jarndyce y Jarndyce sigue arrastrándose monótono ante el Tribunal, eternamente un caso desesperado.
Jarndyce y Jarndyce se ha convertido en un tema de broma. Es lo único bueno que ha producido. Ha acarreado la muerte a mucha gente, pero en la profesión es motivo de risa. Todos los procuradores en Cancillería tienen algo que contar a su respecto. Todos los Cancilleres han «estado en él» en nombre de unos o de otros, cuando eran meros abogados. Han hablado bien del caso viejos magistrados de narices rojas y gruesos zapatos en comités selectos mientras tomaban su oporto después de cenar en sus oficinas. Los abogadillos que están haciendo sus pasantías han profundizado en él sus conocimientos jurídicos. El último Lord Canciller lo manejó muy bien cuando, al corregir al señor Blowers, el eminente Abogado de la Corona, que había dicho de algo que no pasaría hasta que las ranas criaran pelo, le señaló: «O hasta que hayamos terminado con Jarndyce y Jarndyce, señor Blowers», broma que hizo particular gracia a los maceros los bolseros y los saqueros.
Sería muy difícil saber a cuántas de las personas implicadas en el pleito ha tocado Jarndyce y Jarndyce con su mano enferma para deformarlas y corromperlas. Desde el procurador, en cuyos archivos las resmas polvorientas de atestado para Jarndyce y Jarndyce han ido arrugándose en sombrías y múltiples formas, hasta el copista de la Oficina de los Seis Secretarios [7], que ha copiado docenas de miles de páginas de folios oficiales de la Cancillería bajo ese epígrafe eterno, nadie ha llegado a ser una persona mejor gracias al pleito.
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