Crítica de la razón pura

  • Immanuel Kant
  • A Su Excelencia el real ministro del Estado, Barón de Zedlitz.
  • IMMANUEL KANT
  • PRIMER CAPÍTULO
  • PRIMERA SECCIÓN
  • SEGUNDA SECCIÓN
  • TERCERA SECCIÓN
  • SEGUNDO CAPÍTULO
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  • LIBRO SEGUNDO
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  • APÉNDICE
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  • Immanuel Kant

    Crítica de la razón pura

    A Su Excelencia el real ministro del Estado, Barón de Zedlitz.

    Señor:

    Fomentar el progreso de las ciencias, en la parte en que cada uno puede hacerlo, es trabajar en el interés de Vuestra Excelencia; pues éste se halla íntimamente unido con aquéllas, no sólo por el elevado puesto de protector que ocupáis, sino porque tenéis con las ciencias la íntima relación de un aficionado y de un conocedor ilustrado de las mismas. Por eso hago uso del único medio que está en cierto modo a mi alcance, para testimoniar mi agradecimiento por la confianza con que Vuestra Excelencia ha querido honrarme, considerándome capaz de contribuir en algo a sus propósitos.

    A la misma favorable atención con que Vuestra Excelencia honró la primera edición de esta obra, dedico ahora esta segunda; y le encomiendo al mismo tiempo también las demás circunstancias de mi vocación literaria. Soy con la más profunda veneración de Vuestra Excelencia súbdito y obediente servidor,

     

    IMMANUEL KANT

     

    Königsberg, el 23 Abril 1787

    Prólogo La razón humana tiene, en una especie de sus conocimientos, el destino particular de verse acosada por cuestiones que no puede apartar, pues le son propuestas por la naturaleza de la razón misma, pero a las que tampoco puede contestar, porque superan las facultades de la razón humana.

    En esta perplejidad cae la razón sin su culpa. Comienza con principios, cuyo uso en el curso de la experiencia es inevitable y que al mismo tiempo se halla suficientemente garantizado por ésta. Con ello elévase (como lo lleva consigo su naturaleza) siempre más arriba, a condiciones más remotas. Pero pronto advierte que de ese modo su tarea ha de permanecer siempre inacabada porque las cuestiones nunca cesan; se ve pues obligada a refugiarse en principios que exceden todo posible uso de la experiencia y que, sin embargo, parecen tan libres de toda sospecha, que incluso la razón humana ordinaria está de acuerdo con ellos. Pero así se precipita en obscuridades y contradicciones; de donde puede colegir que en alguna parte se ocultan recónditos errores, sin poder empero descubrirlos, porque los principios de que usa, como se salen de los límites de toda experiencia, no reconocen ya piedra de toque alguna en la experiencia. El teatro de estas disputas sin término llámase Metafísica.

    Hubo un tiempo en que esta ciencia era llamada la reina de todas las ciencias y, si se toma el deseo por la realidad, ciertamente merecía tan honroso nombre, por la importancia preferente de su objeto. La moda es ahora mostrarle el mayor desprecio y la matrona gime, abandonada y maltrecha, como Hecuba: modo maxima rerum, tot generis natisque potens - nunc trahor exul, inops. (Ovidio, Metamorfosis).

    Su dominio empezó siendo despótico, bajo la administración de los dogmáticos. Pero como la legislación llevaba aún en sí la traza de la antigua barbarie, deshízose poco a poco, por guerra interior, en completa anarquía, y los escépticos, especie de nómadas que repugnan a toda construcción duradera, despedazaron cada vez más la ciudadana unión. Mas eran pocos, por fortuna, y no pudieron impedir que aquellos dogmáticos trataran de reconstruirla de nuevo, aunque sin concordar en plan alguno. En los tiempos modernos pareció como si todas esas disputas fueran a acabarse; creyóse que la legitimidad de aquellas pretensiones iba a ser decidida por medio de cierta Fisiología del entendimiento (del célebre Locke). El origen de aquella supuesta reina fue hallado en la plebe de la experiencia ordinaria; su arrogancia hubiera debido por lo tanto, ser sospechosa, con razón. Pero como resultó sin embargo que esa genealogía, en realidad, había sido imaginada falsamente, siguió la metafísica afirmando sus pretensiones, por lo que vino todo de nuevo a caer en el dogmatismo anticuado y carcomido y, por ende, en el desprestigio de donde se había querido sacar a la ciencia. Ahora, después de haber ensayado en vano todos los caminos (según se cree), reina el hastío y un completo indiferentísimo, madre del Caos y de la Noche en las ciencias, pero también al mismo tiempo origen, o por lo menos preludio de una próxima transformación e iluminación, si las ciencias se han tornado confusas e inútiles por un celo mal aplicado.

    Es inútil en efecto querer fingir indiferencia ante semejantes investigaciones, cuyo objeto no puede ser indiferente a la naturaleza humana. Esos supuestos indiferentistas, en cuanto piensan algo, caen de nuevo inevitablemente en aquellas afirmaciones metafísicas, por las cuales ostentaban tanto desprecio, aun cuando piensen ocultarlas trocando el lenguaje de la escuela por el habla popular. Esa indiferencia empero, que se produce en medio de la prosperidad de todas las ciencias y que ataca precisamente aquella, a cuyos conocimientos -si pudiéramos adquirirlos- renunciaríamos menos fácilmente que a ningunos otros, es un fenómeno que merece atención y reflexión. Es evidentemente el efecto no de la ligereza, sino del Juicio maduro de la época, que no se deja seducir por un saber aparente; es una intimación a la razón, para que emprenda de nuevo la más difícil de sus tareas, la del propio conocimiento, y establezca un tribunal que la asegure en sus pretensiones legitimas y que en cambio acabe con todas las arrogancias infundadas, y no por medio de afirmaciones arbitrarias, sino según sus eternas e inmutables leyes. Este tribunal no es otro que la Crítica de la razón pura misma.

    Por tal no entiendo una crítica de los libros y de los sistemas, sino de la facultad de la razón en general, respecto de todos los conocimientos a que esta puede aspirar independientemente de toda experiencia; por lo tanto, la crítica resuelve la posibilidad o imposibilidad de una metafísica en general, y determina, no solo las fuentes, sino también la extensión y límites de la misma; todo ello, empero, por principios.

    Ese camino, el único que quedaba libre, lo he emprendido yo hoy y me precio de haber conseguido así apartar todos los errores que hasta ahora habían dividido la razón, oponiéndola a sí misma, cuando actuaba sin basarse en la experiencia. Y no es que haya eludido sus cuestiones, disculpándome con la incapacidad de la razón humana, sino que las he especificado todas por principios y, después de haber descubierto el punto de desavenencia de la razón consigo misma, las he resuelto a su entera satisfacción. Cierto que la contestación a esas cuestiones no ha recaído como pudiera esperarlo el exaltado afán dogmático de saber; pues este afán no podría satisfacerse más que con artes de magia, de que yo no entiendo. Pero tampoco es ese el destino natural de nuestra razón; y el deber de la filosofía era disipar la ilusión nacida de una mala inteligencia, aunque por ello hubiera que aniquilar tan preciada y amada ilusión. En este trabajo, ha sido mi designio el hacer una exposición detalladísima y me atrevo a afirmar que no ha de haber un solo problema metafísico que no esté resuelto aquí o al menos de cuya solución no se dé aquí la clave. Y, en realidad, es la razón pura una unidad tan perfecta, que si su principio fuera insuficiente para solo una de las cuestiones que le son propuestas por su propia naturaleza, habría desde luego que desecharlo, porque entonces no sería adecuado para resolver, con completa seguridad, ninguna otra.

    Al decir esto, creo percibir en el rostro del lector una indignación mezclada con desprecio, por pretensiones al parecer tan vanidosas e inmodestas; y sin embargo, son ellas sin comparación más moderadas que las de cualquier autor del programa más ordinario, que se jacta de demostrar en él quizá la naturaleza simple del alma o la necesidad de un primer comienzo del mundo. Tal autor se compromete en efecto a extender el conocimiento humano más allá de todos los límites de la experiencia posible, cosa que, lo confieso, supera totalmente a mi facultad. En vez de eso, he de ocuparme solo de la razón misma y de su pensar puro, y no he de buscar muy lejos su conocimiento detallado, pues lo encuentro en mí mismo, y ya la lógica ordinaria me da un ejemplo de que todas sus acciones simples pueden enumerarse completa y sistemáticamente; solo que aquí se plantea la cuestión de cuanto puedo esperar alcanzar con ella, si se me quita toda materia y ayuda de la experiencia.

    Esto es lo que tenía que decir sobre la integridad en la consecución de cada uno de los fines y la exposición detallada en la consecución de todos juntos; que no constituyen un propósito arbitrario, sino que la naturaleza del conocimiento mismo nos los propone como materia de nuestra investigación crítica.

    Hay aún que considerar la certeza y la claridad, requisitos que se refieren a la forma, como exigencias esenciales que pueden, con razón, plantearse al autor que se atreve a acometer una empresa tan espinosa.

    Por lo que toca a la certeza, he fallado sobre mí mismo el juicio siguiente: que en esta clase de consideraciones no es de ningún modo permitido opinar y que todo lo que se parezca a una hipótesis, es mercancía prohibida que a ningún precio debe estar a la venta, sino ser confiscada tan pronto como sea descubierta. Pues todo conocimiento que ha de subsistir a priori, se reconoce en que debe ser tenido por absolutamente necesario, y más aún una determinación de todos los conocimientos puros a priori, puesto que debe ser el modelo y por tanto el ejemplo mismo de toda certeza apodíctica (filosófica).

    Si esto a que me comprometo, lo he llevado a cabo en este punto, quede completamente abandonado al juicio del lector, porque al autor solo corresponde dar razones, mas no juzgar del efecto de las mismas sobre sus jueces. Pero para que nada pueda inocentemente ser causa de que se debiliten esas razones, séale permitido al autor advertir él mismo cuáles son los pasajes que pudieran ocasionar alguna desconfianza, aunque sólo se refieren al fin accesorio; de este modo quedará de antemano prevenido el influjo que la más mínima duda del lector en este punto pudiera tener sobre su juicio respecto al fin principal.

    No conozco ningunas investigaciones que sean más importantes para desentrañar la facultad que llamamos entendimiento y, al mismo tiempo, para determinar las reglas y límites de su uso, que las que, en el segundo capítulo de la Analítica trascendental, he puesto bajo el título de Deducción de los conceptos puros del entendimiento; también me han costado más trabajo que ningunas otras, aunque no en balde, según creo.