Mucho más difícil tenía que ser, naturalmente, para la razón, el emprender el camino seguro de la ciencia, habiendo de ocuparse no sólo de sí misma sino de objetos. Por eso la lógica, como propedéutica, constituye solo por decirlo así el vestíbulo de las ciencias y cuando se habla de conocimientos, se supone ciertamente una lógica para el juicio de los mismos, pero su adquisición ha de buscarse en las propias y objetivamente llamadas ciencias.
Ahora bien, por cuanto en estas ha de haber razón, es preciso que en ellas algo sea conocido a priori, y su conocimiento puede referirse al objeto de dos maneras: o bien para determinar simplemente el objeto y su concepto (que tiene que ser dado por otra parte) o también para hacerlo real. El primero es conocimiento teórico, el segundo conocimiento práctico de la razón. La parte pura de ambos, contenga mucho o contenga poco, es decir, la parte en donde la razón determina su objeto completamente a priori, tiene que ser primero expuesta sola, sin mezclarle lo que procede de otras fuentes; pues administra mal quien gasta ciegamente los ingresos, sin poder distinguir luego, en los apuros, qué parte de los ingresos puede soportar el gasto y qué otra parte hay que librar de él.
La matemática y la física son los dos conocimientos teóricos de la razón que deben determinar sus objetos a priori; la primera con entera pureza, la segunda con pureza al menos parcial, pero entonces según la medida de otras fuentes cognoscitivas que las de la razón.
La matemática ha marchado por el camino seguro de una ciencia, desde los tiempos más remotos que alcanza la historia de la razón humana, en el admirable pueblo griego. Mas no hay que pensar que le haya sido tan fácil como a la lógica, en donde la razón no tiene que habérselas más que consigo misma, encontrar o mejor dicho abrirse ese camino real; más bien creo que ha permanecido durante largo tiempo en meros anteos (sobre todo entre los egipcios) y que ese cambio es de atribuir a una revolución, que la feliz ocurrencia de un sólo hombre llevó a cabo, en un ensayo, a partir del cual, el carril que había de tornarse ya no podía fallar y la marcha segura de una ciencia quedaba para todo tiempo y en infinita lejanía, emprendida y señalada. La historia de esa revolución del pensamiento, mucho más importante que el descubrimiento del camino para doblar el célebre cabo, y la del afortunado que la llevó a bien, no nos ha sido conservada. Sin embargo, la leyenda que nos trasmite Diógenes Laercio, quien nombra al supuesto descubridor de los elementos mínimos de las demostraciones geométricas, elementos que, según el juicio común, no necesitan siquiera de prueba, demuestra que el recuerdo del cambio efectuado por el primer descubrimiento de este nuevo camino, debió parecer extraordinariamente importante a los matemáticos y por eso se hizo inolvidable. El primero que demostró el triángulo isósceles (háyase llamado Thales o como se quiera), percibió una luz nueva; pues encontró que no tenía que inquirir lo que veía en la figura o aún en el mero concepto de ella y por decirlo así aprender de ella sus propiedades, sino que tenía que producirla, por medio de lo que, según conceptos, él mismo había pensado y expuesto en ella a priori (por construcción), y que para saber seguramente algo a priori, no debía atribuir nada a la cosa, a no ser lo que se sigue necesariamente de aquello que él mismo, conformemente a su concepto, hubiese puesto en ella.
La física tardó mucho más tiempo en encontrar el camino de la ciencia; pues no hace más que siglo y medio que la propuesta del judicioso Bacon de Verulam ocasionó en parte -o quizá más bien dio vida, pues ya se andaba tras él- el descubrimiento, que puede igualmente explicarse por una rápida revolución antecedente en el pensamiento. Voy a ocuparme aquí de la física sólo en cuanto se funda sobre principios empíricos.
Cuando Galileo hizo rodar por el plano inclinado las bolas cuyo peso había él mismo determinado; cuando Torricelli hizo soportar al aire un peso que de antemano había pensado igual al de una determinada columna de agua; cuando más tarde Stahl transformó metales en cal y ésta a su vez en metal, sustrayéndoles y devolviéndoles algo, entonces percibieron todos los físicos una luz nueva. Comprendieron que la razón no conoce más que lo que ella misma produce según su bosquejo; que debe adelantarse con principios de sus juicios, según leyes constantes, y obligar a la naturaleza a contestar a sus preguntas, no empero dejarse conducir como con andadores; pues de otro modo, las observaciones contingentes, los hechos sin ningún plan bosquejado de antemano, no pueden venir a conexión en una ley necesaria, que es sin embargo lo que la razón busca y necesita. La razón debe acudir a la naturaleza llevando en una mano sus principios, según los cuales tan sólo los fenómenos concordantes pueden tener el valor de leyes, y en la otra el experimento, pensado según aquellos principios; así conseguirá ser instruida por la naturaleza, mas no en calidad de discípulo que escucha todo lo que el maestro quiere, sino en la de juez autorizado, que obliga a los testigos a contestar a las preguntas que les hace. Y así la misma física debe tan provechosa evolución de su pensamiento, a la ocurrencia de buscar (no imaginar) en la naturaleza, conformemente a lo que la razón misma ha puesto en ella, lo que ha de aprender de ella de lo cual por si misma no sabría nada.
Solo así ha logrado la física entrar en el camino seguro de una ciencia, cuando durante tantos siglos no había sido más que un mero tanteo.
La metafísica, conocimiento especulativo de la razón, enteramente aislado, que se alza por encima de las enseñanzas de la experiencia, mediante meros conceptos (no como la matemática mediante aplicación de los mismos a la intuición), y en donde por tanto la razón debe ser su propio discípulo, no ha tenido hasta ahora la fortuna de emprender la marcha segura de una ciencia; a pesar de ser más vieja que todas las demás y a pesar de que subsistiría aunque todas las demás tuvieran que desaparecer enteramente, sumidas en el abismo de una barbarie destructora. Pues en ella tropieza la razón continuamente, incluso cuando quiere conocer a priori (según pretende) aquellas leyes que la experiencia más ordinaria confirma. En ella hay que deshacer mil veces el camino, porque se encuentra que no conduce a donde se quiere; y en lo que se refiere a la unanimidad de sus partidarios, tan lejos está aún de ella, que más bien es un terreno que parece propiamente destinado a que ellos ejerciten sus fuerzas en un torneo, en donde ningún campeón ha podido nunca hacer la más mínima conquista y fundar sobre su victoria una duradera posesión. No hay pues duda alguna de que su método, hasta aquí, ha sido un mero tanteo y, lo que es peor, un tanteo entre meros conceptos.
Ahora bien ¿a qué obedece que no se haya podido aún encontrar aquí un camino seguro de la ciencia? ¿Es acaso imposible? Mas ¿por qué la naturaleza ha introducido en nuestra razón la incansable tendencia a buscarlo como uno de sus más importantes asuntos? Y aún más ¡cuán poco motivo tenemos para confiar en nuestra razón, si, en una de las partes más importantes de nuestro anhelo de saber, no sólo nos abandona, sino que nos entretiene con ilusiones, para acabar engañándonos! O bien, si solo es que hasta ahora se ha fallado la buena vía, ¿qué señales nos permiten esperar que en una nueva investigación seremos más felices que lo han sido otros antes?
Yo debiera creer que los ejemplos de la matemática y de la física, ciencias que, por una revolución llevada a cabo de una vez, han llegado a ser lo que ahora son, serían bastante notables para hacernos reflexionar sobre la parte esencial de la transformación del pensamiento que ha sido para ellas tan provechosa y se imitase aquí esos ejemplos, al menos como ensayo, en cuanto lo permite su analogía, como conocimientos de razón, con la Metafísica. Hasta ahora se admitía que todo nuestro conocimiento tenía que regirse por los objetos; pero todos los ensayos, para decidir a priori algo sobre estos, mediante conceptos, por donde sería extendido nuestro conocimiento, aniquilábanse en esa suposición. Ensáyese pues una vez si no adelantaremos más en los problemas de la metafísica, admitiendo que los objetos tienen que regirse por nuestro conocimiento, lo cual concuerda ya mejor con la deseada posibilidad de un conocimiento a priori de dichos objetos, que establezca algo sobre ellos antes de que nos sean dados. Ocurre con esto como con el primer pensamiento de Copérnico quien, no consiguiendo explicar bien los movimientos celestes si admitía que la masa toda de las estrellas daba vueltas alrededor del espectador, ensayó si no tendría mayor éxito haciendo al espectador dar vueltas y dejando en cambio las estrellas inmóviles. En la metafísica se puede hacer un ensayo semejante, por lo que se refiere a la intuición de los objetos. Si la intuición tuviera que regirse por la constitución de los objetos, no comprendo como se pueda a priori saber algo de ella. ¿Rígese empero el objeto (como objeto de los sentidos) por la constitución de nuestra facultad de intuición?, entonces puedo muy bien representarme esa posibilidad. Pero como no puedo permanecer atenido a esas intuiciones, si han de llegar a ser conocimientos, sino que tengo que referirlas, como representaciones, a algo como objeto, y determinar este mediante aquéllas, puedo por tanto: o bien admitir que los conceptos, mediante los cuales llevo a cabo esa determinación, se rigen también por el objeto y entonces caigo de nuevo en la misma perplejidad sobre el modo como pueda saber a priori algo de él; o bien admitir que los objetos o, lo que es lo mismo, la experiencia, en donde tan sólo son ellos (como objetos dados) conocidos, se rige por esos conceptos y entonces veo en seguida una explicación fácil; porque la experiencia misma es un modo de conocimiento que exige entendimiento, cuya regla debo suponer en mí, aún antes de que me sean dados objetos, por lo tanto a priori, regla que se expresa en conceptos a priori, por los que tienen pues que regirse necesariamente todos los objetos de la experiencia y con los que tienen que concordar. En lo que concierne a los objetos, en cuanto son pensados sólo por la razón y necesariamente, pero sin poder (al menos tales como la razón los piensa) ser dados en la experiencia, proporcionarán, según esto, los ensayos de pensarlos (pues desde luego han de poderse pensar) una magnífica comprobación de lo que admitimos como método transformado del pensamiento, a saber: que no conocemos a priori de las cosas más que lo que nosotros mismos ponemos en ellas.
Este ensayo tiene un éxito conforme al deseo y promete a la metafísica, en su primera parte (es decir en la que se ocupa de conceptos a priori, cuyos objetos correspondientes pueden ser dados en la experiencia en conformidad con ellos), la marcha segura de una ciencia. Pues según este cambio del modo de pensar, puede explicarse muy bien la posibilidad de un conocimiento a priori y, más aún, proveer de pruebas satisfactorias las leyes que están a priori a la base de la naturaleza, como conjunto de los objetos de la experiencia; ambas cosas eran imposibles según el modo de proceder hasta ahora seguido. Pero de esta deducción de nuestra facultad de conocer a priori, en la primera parte de la metafísica, despréndese un resultado extraño y al parecer muy desventajoso para el fin total de la misma, que ocupa la segunda parte, y es a saber: que con esa facultad no podemos salir jamás de los límites de una experiencia posible, cosa empero que es precisamente el afán más importante de esa ciencia. Pero en esto justamente consiste el experimento para comprobar la verdad del resultado de aquella primera apreciación de nuestro conocimiento a priori de razón, a saber: que éste se aplica sólo a los fenómenos y, en cambio considera la cosa en sí misma, si bien real por sí, como desconocida para nosotros. Pues lo que nos impulsa a ir necesariamente más allá de los límites de la experiencia y de todos los fenómenos, es lo incondicionado, que necesariamente y con pleno derecho pide la razón, en las cosas en sí mismas, para todo condicionado, exigiendo así la serie completa de las condiciones.
Ahora bien, ¿encuéntrase que, si admitimos que nuestro conocimiento de experiencia se rige por los objetos como cosas en sí mismas, lo incondicionado no pude ser pensado sin contradicción; y que en cambio, desaparece la contradicción, si admitimos que nuestra representación de las cosas, como ellas nos son dadas, no se rige por ellas como cosas en sí mismas, sino que más bien estos efectos, como fenómenos, se rigen por nuestro modo de representación? ¿Encuéntrase por consiguiente que lo condicionado ha de hallarse no en las cosas en cuanto las conocemos (nos son dadas), pero sí en ellas en cuanto no las conocemos, o sea como cosas en sí mismas? Pues entonces se muestra que lo que al comienzo admitíamos solo por vía de ensayo, está fundado. Ahora bien, después de haber negado a la razón especulativa todo progreso en ese campo de lo suprasensible, quédanos por ensayar si ella no encuentra, en su conocimiento práctico, datos para determinar aquel concepto trascendente de razón, aquel concepto de lo incondicionado y, de esa manera, conformándose al deseo de la metafísica, llegar más allá de los límites de toda experiencia posible con nuestro conocimiento a priori, aunque sólo en un sentido práctico. Con su proceder, la razón especulativa nos ha proporcionado por lo menos sitio para semejante ampliación, aunque haya tenido que dejarlo vacío, autorizándonos por tanto, más aún, exigiéndonos ella misma que lo llenemos, si podemos, con sus datos prácticos.
En ese ensayo de variar el proceder que ha seguido hasta ahora la metafísica, emprendiendo con ella una completa revolución, según los ejemplos de los geómetras y físicos, consiste el asunto de esta crítica de la razón pura especulativa. Es un tratado del método, no un sistema de la ciencia misma; pero sin embargo, bosqueja el contorno todo de la ciencia, tanto en lo que se refiere a sus límites, como también a su completa articulación interior.
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