Yo pregunto al dogmático más inflexible si la prueba de la duración de nuestra alma después de la muerte, por la simplicidad de la substancia; si la de la libertad de la voluntad contra el mecanismo universal, por las sutiles, bien que impotentes distinciones entre necesidad práctica subjetiva y objetiva; si la de la existencia de Dios por el concepto de un ente realísimo (de la contingencia de lo variable y de la necesidad de un primer motor) han llegado jamás al público, después de salir de las escuelas y han tenido la menor influencia en la convicción de las gentes. Y si esto no ha ocurrido, ni puede tampoco esperarse nunca, por lo inadecuado que es el entendimiento ordinario del hombre para tan sutil especulación; sí, en cambio, en lo que se refiere al alma, la disposición que todo hombre nota en su naturaleza, de no poder nunca satisfacerse con lo temporal (como insuficiente para las disposiciones de todo su destino) ha tenido por sí sola que dar nacimiento a la esperanza de una vida futura; si en lo que se refiere a la libertad, la mera presentación clara de los deberes, en oposición a las pretensiones todas de las inclinaciones, ha tenido por sí sola que producir la conciencia de la libertad; si, finalmente en lo que a Dios se refiere, la magnífica ordenación, la belleza y providencia que brillan por toda la naturaleza ha tenido, por sí sola, que producir la fe en un sabio y grande creador del mundo, convicción que se extiende en el público en cuanto descansa en fundamentos racionales; entonces estas posesiones no sólo siguen sin ser estorbadas, sino que ganan más bien autoridad, porque las escuelas aprenden, desde ahora, a no preciarse de tener, en un punto que toca al interés universal humano, un conocimiento más elevado y amplio que el que la gran masa (para nosotros dignísima de respeto) puede alcanzar tan fácilmente, y a limitarse por tanto a cultivar tan sólo esas pruebas universalmente comprensibles y suficientes en el sentido moral. La variación se refiere pues solamente a las arrogantes pretensiones de las escuelas, que desean en esto (como hacen con razón en otras muchas cosas) se las tenga por únicas conocedoras y guardadoras de semejantes verdades, de las cuales sólo comunican al público el uso, y guardan para sí la clave (quodmecum nescit, solus vult scire videri). Sin embargo se ha tenido en cuenta aquí una equitativa pretensión del filósofo especulativo. Éste sigue siempre siendo el exclusivo depositario de una ciencia, útil al público que la ignora, a saber, la crítica de la razón, que no puede nunca hacerse popular. Pero tampoco necesita serlo; porque, así como el pueblo no puede dar entrada en su cabeza como verdades útiles, a los bien tejidos argumentos, de igual modo nunca llegan a su sentido las objeciones contra ellos, no menos sutiles.

En cambio, como la escuela y asimismo todo hombre que se eleve a la especulación, cae inevitablemente en argumentos y réplicas, está aquella crítica obligada a prevenir de una vez para siempre, por medio de una investigación fundamentada de los derechos de la razón especulativa, el escándalo que tarde o temprano ha de sentir el pueblo, por las discusiones en que los metafísicos (y, como tales, también al fin los sacerdotes) sin crítica se complican irremediablemente y que falsean después sus mismas doctrinas.

Sólo por medio de esta crítica pueden cortarse de raíz el materialismo, el fatalismo, el ateísmo, el descreimiento de los librepensadores, el misticismo y la superstición, que pueden ser universalmente dañinos, finalmente también el idealismo y el escepticismo, que son peligros más para las escuelas y que no pueden fácilmente llegar al público. Si los gobiernos encuentran oportuno el ocuparse de los negocios de los sabios, lo más conforme a su solícita presidencia sería, para las ciencias como para los hombres, favorecer la libertad de una crítica semejante, única que puede dar a las construcciones de la razón un suelo firme, que sostener el ridículo despotismo de las escuelas, que levantan una gran gritería sobre los peligros públicos, cuando se rasga su tejido, que el público sin embargo, jamás ha conocido y cuya pérdida por lo tanto no puede nunca sentir.

La crítica no se opone al proceder dogmático de la razón en su conocimiento puro como ciencia (pues ésta ha de ser siempre dogmática, es decir, estrictamente demostrativa por principios a priori, seguros), sino al dogmatismo, es decir, a la pretensión de salir adelante sólo con un conocimiento puro por conceptos (el filosófico), según principios tales como la razón tiene en uso desde hace tiempo, sin informarse del modo y del derecho con que llega a ellos. Dogmatismo es, pues, el proceder dogmático de la razón pura, sin previa crítica de su propia facultad. Esta oposición, por lo tanto, no ha de favorecer la superficialidad charlatana que se otorga el pretencioso nombre de ciencia popular, ni al escepticismo, que despacha la metafísica toda en breves instantes.

La crítica es más bien el arreglo previo necesario para el momento de una bien fundada metafísica, como ciencia, que ha de ser desarrollada por fuerza dogmáticamente, y según la exigencia estricta, sistemáticamente, y, por lo tanto, conforme a escuela (no popularmente). Exigir esto a la crítica es imprescindible, ya que se obliga a llevar su asunto completamente a priori, por tanto a entera satisfacción de la razón especulativa.

En el desarrollo de ese plan, que la crítica prescribe, es decir, en el futuro sistema de la metafísica, debemos, pues, seguir el severo método del famoso Wolf, el más grande de todos los filósofos dogmáticos, que dio el primero el ejemplo (y así creó el espíritu de solidez científica, aún vivo en Alemania) de cómo, estableciendo regularmente los principios, determinando claramente los conceptos, administrando severamente las demostraciones y evitando audaces saltos en las consecuencias, puede emprenderse la marcha segura de una ciencia. Y por eso mismo fuera él superiormente hábil para poner en esa situación una ciencia como la metafísica, si se le hubiera ocurrido prepararse el campo previamente por medio de una crítica del órgano, es decir, de la razón pura misma: defecto que no hay que atribuir tanto a él como al modo de pensar dogmático de su tiempo y sobre el cual los filósofos de este, como de los anteriores tiempos, nada tienen que echarse en cara. Los que rechacen su modo de enseñar y al mismo tiempo también el proceder de la crítica de la razón pura, no pueden proponerse otra cosa que rechazar las trabas de la Ciencia, transformar el trabajo en juego, la certeza en opinión y la filosofía en filodoxia.

Por lo que se refiere a esta segunda edición, no he querido, como es justo, dejar pasar la ocasión, sin corregir en lo posible las dificultades u obscuridades de donde puede haber surgido más de una mala interpretación que hombres penetrantes, quizá no sin culpa mía, han encontrado al juzgar este libro. En las proposiciones mismas y sus pruebas, así como en la forma e integridad del plan, nada he encontrado que cambiar; cosa que atribuyo en parte al largo examen a que los he sometido antes de presentar este libro al público, y en parte también a la constitución de la cosa misma, es decir a la naturaleza de una razón pura especulativa, que tiene una verdadera estructura, donde todo es órgano, es decir donde todos están para uno y cada uno para todos y donde, por tanto, toda debilidad por pequeña que sea, falta (error) o defecto, tiene que advertirse imprescindiblemente en el uso. Con esta inmutabilidad se afirmará también según espero, este sistema en adelante. Esta confianza la justifica no la presunción, sino la evidencia que produce el experimento, por la igualdad del resultado cuando partimos de los elementos mínimos hasta llegar al todo de la razón pura y cuando retrocedemos del todo (pues éste también es dado por sí mediante el propósito final en lo práctico) a cada parte, ya que el ensayo de variar aún sólo la parte más pequeña, introduce enseguida contradicciones no sólo en el sistema, sino en la razón universal humana.

Pero en la exposición hay aún mucho que hacer y he intentado en esta edición correcciones que han de poner remedio a la mala inteligencia de la estética (sobre todo en el concepto del tiempo) a la obscuridad de la deducción de los conceptos del entendimiento, al supuesto defecto de suficiente evidencia en las pruebas de los principios del entendimiento puro, y finalmente a la mala interpretación de los paralogismos que preceden a la psicología racional. Hasta aquí (es decir hasta el final del capítulo primero de la dialéctica trascendental) y no más, extiéndense los cambios introducidos en el modo de exposición, porque el tiempo me venía corto y, en lo que quedaba por revisar, no han incurrido en ninguna mala inteligencia quienes han examinado la obra con conocimiento del asunto y con imparcialidad. Éstos, aun que no puedo nombrarlos aquí con las alabanzas a que son acreedores, notarán por sí mismos en los respectivos lugares, la consideración con que he escuchado sus observaciones.

Esa corrección ha sido causa empero de una pequeña pérdida para el lector, y no había medio de evitarla, sin hacer el libro demasiado voluminoso. Consiste en que varias cosas que, si bien no pertenecen esencialmente a la integridad del todo, pudiera, sin embargo, más de un lector echarlas de menos con disgusto, porque pueden ser útiles en otro sentido, han tenido que ser suprimidas o compendiadas, para dar lugar a esta exposición, más comprensible ahora, según yo espero. En el fondo, con respecto a las proposiciones e incluso a sus pruebas, esta exposición no varía absolutamente nada.

Pero en el método de presentarlas, apártase de vez en cuando de la anterior de tal modo, que no se podía llevar a cabo por medio de nuevas adiciones. Esta pequeña pérdida que puede además subsanarse, cuando se quiera, con solo cotejar esta edición con la primera queda compensada con creces, según yo espero, por la mayor comprensibilidad de ésta.

He notado, con alegría, en varios escritos públicos (ora con ocasión de dar cuenta de algunos libros, ora en tratados particulares), que el espíritu de exactitud no ha muerto en Alemania. La gritería de la nueva moda, que practica una genial libertad en el pensar, lo ha pagado tan sólo por poco tiempo, y los espinosos senderos de la crítica, que conducen a una ciencia de la razón pura, ciencia de escuela, pero sólo así duradera y por ende altamente necesaria, no han impedido a valerosos clarividentes ingenios, adueñarse de ella. A estos hombres de mérito, que unen felizmente a la profundidad del conocimiento el talento de una exposición luminosa (talento de que yo precisamente carezco), abandono la tarea de acabar mi trabajo, que en ese respecto puede todavía dejar aquí o allá algo que desear; pues el peligro, en este caso, no es el de ser refutado, sino el de no ser comprendido. Por mi parte no puedo de aquí en adelante entrar en discusiones, aunque atenderé con sumo cuidado a todas las indicaciones de amigos y de enemigos, para utilizarlas en el futuro desarrollo del sistema, conforme a esta propedéutica. Cógenme estos trabajos en edad bastante avanzada (en este mes cumplo sesenta y cuatro años); y si quiero realizar mi propósito, que es publicar la metafísica de la naturaleza y la de la moralidad, como confirmación de la exactitud de la crítica de la razón especulativa y la de la práctica, he de emplear mi tiempo con economía, y confiarme, tanto para la aclaración de las obscuridades, inevitables al principio en esta obra, como para la defensa del todo, a los distinguidos ingenios, que se han compenetrado con mi labor. Todo discurso filosófico puede ser herido en algún sitio aislado (pues no puede presentarse tan acorazado como el discurso matemático); pero la estructura del sistema, considerada en unidad, no corre con ello el menor peligro, y abarcarla con la mirada, cuando el sistema es nuevo, es cosa para la cual hay pocos que tengan la aptitud del espíritu y, menos aún, que posean el gusto de usarla, porque toda innovación les incomoda. También, cuando se arrancan trozos aislados y se separan del conjunto, para compararlos después unos con otros, pueden descubrirse en todo escrito, y más aún si se desarrolla en libre discurso, contradicciones aparentes, que a los ojos de quien se confía al juicio de otros, lanzan una luz muy desfavorable sobre el libro. Pero quien se haya adueñado de la idea del todo, podrá resolverlas muy fácilmente. Cuando una teoría tiene consistencia, las acciones y reacciones que al principio la amenazaban con grandes peligros, sirven, con el tiempo, solo para aplanar sus asperezas y si hombres de imparcialidad, conocimiento y verdadera popularidad se ocupan de ella, proporciónanle también en poco tiempo la necesaria elegancia.

Königsberg, Abril de 1787.

Introducción - I - De la distinción del conocimiento puro y el empírico No hay duda alguna de que todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia. Pues ¿por dónde iba a despertarse la facultad de conocer, para su ejercicio, como no fuera por medio de objetos que hieren nuestros sentidos y ora provocan por sí mismos representaciones, ora ponen en movimiento nuestra capacidad intelectual para compararlos, enlazarlos, o separarlos y elaborar así, con la materia bruta de las impresiones sensibles, un conocimiento de los objetos llamado experiencia? Según el tiempo, pues, ningún conocimiento precede en nosotros a la experiencia y todo conocimiento comienza con ella.

Mas si bien todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia, no por eso origínase todo él en la experiencia. Pues bien podría ser que nuestro conocimiento de experiencia fuera compuesto de lo que recibimos por medio de impresiones y de lo que nuestra propia facultad de conocer (con ocasión tan sólo de las impresiones sensibles) proporciona por sí misma, sin que distingamos este añadido de aquella materia fundamental hasta que un largo ejercicio nos ha hecho atentos a ello y hábiles en separar ambas cosas.

Es pues por lo menos una cuestión que necesita de una detenida investigación y que no ha de resolverse enseguida a primera vista, la de si hay un conocimiento semejante, independiente de la experiencia y aún de toda impresión de los sentidos.

Esos conocimientos llámanse a priori y distínguense de los empíricos, que tienen sus fuentes a posteriori, a saber, en la experiencia.

Aquella expresión, empero, no es bastante determinada para señalar adecuadamente el sentido todo de la cuestión propuesta.