También sucede que cuando nosotros hallamos, como por una feliz casualidad favorable a nuestro objeto, entre dos leyes puramente empíricas, semejante unidad sistemática, sentimos un gran placer (hallándonos libres ya de la necesidad), aunque debamos necesariamente admitir la existencia de tal unidad, sin poder percibirla ni demostrarla.

Si queremos convencernos de la exactitud de esta deducción del concepto de que nos ocupamos, y de la necesidad de admitir este concepto como un principio trascendental de conocimiento, pensemos en la magnitud de este problema que existe a priori en nuestro entendimiento: con las pe percepciones suministradas por la naturaleza, que contiene una variedad infinita de leyes empíricas, formar un sistema coherente. Es cierto que el entendimiento posee a priori leyes generales de la naturaleza, sin las que no podría tener la experiencia de un solo objeto de ella; pero además hay necesidad de cierto orden en sus reglas particulares, las que el entendimiento no conoce más que empíricamente, y que con relación al mismo son contingentes. Estas reglas, sin las cuales el entendimiento no podría pasar de la semejanza universal contenida en una experiencia posible general a la semejanza particular, pero cuya necesidad no conoce ni puede conocer, es necesario que las conciba como leyes (es decir, como necesarias), porque de lo contrario, estas no constituirían un orden en la naturaleza. Así, aunque relativamente a estas reglas (a los objetos), el entendimiento nada puede determinar a priori, debe, no obstante, con el fin de descubrir las leyes llamadas empíricas, tomar por fundamento de toda reflexión sobre la naturaleza, un principio a priori, conforme al cual concibamos que puede haber un orden natural, y que se puede reconocer en sus leyes un principio como el que arrojan las proposiciones siguientes: Existe en la naturaleza una disposición de géneros y de especies que nosotros podemos aprender; estos géneros se unen siempre en relación a un principio común, de tal modo, que al pasar de un género a otro nos elevamos a uno más superior; aunque parece a primera vista que es inevitable para nuestro entendimiento admitir para los efectos naturales específicamente diferentes otras tantas diversas especies de causalidad, no es así; pues estas especies se pueden reducir con todo a un pequeño número de principios, que nosotros debemos investigar. El juicio supone a priori esta conformidad de la naturaleza con nuestra facultad de conocer, con el fin de poder reflexionar sobre aquella, considerada en sus leyes empíricas; pero el entendimiento la mira como objetivamente contingente, y el juicio no le atribuye más que como una finalidad trascendental (relativa a la facultad de conocer), y por esto, sin dicha suposición, no concebiríamos ningún orden natural en sus leyes empíricas, y no tendríamos, por tanto, dirección que nos guiara en el conocimiento y en la investigación de estas leyes tan varias.

Así es que se concibe sin dificultad, que a pesar de la uniformidad de las cosas de la naturaleza, consideradas en su relación con las leyes generales (sin las que sería imposible la forma de un conocimiento empírico general), pueda ser tan grande la diferencia de sus leyes empíricas y de sus efectos, que no sea posible a nuestro entendimiento descubrir en ella un orden fácil de aprender, ni dividir sus producciones en géneros y especies, ni concebir la manera de aplicar los principios de la explicación y de la inteligencia de la una a la explicación y a la inteligencia de la otra, y formar de una materia tan complicada para nosotros (porque es infinitamente varia y no apropiada a la capacidad de nuestro espíritu), una experiencia coherente. El Juicio, pues, contiene también un principio a priori de la posibilidad de la naturaleza, pero sólo bajo el punto de vista subjetivo, en virtud de cuyo principio prescribe, no a la naturaleza (como por autonomía), sino a sí mismo (como por bella autonomía), sino a sí mismo (como por bella autonomía), una ley para reflexionar sobre aquella, que se podría llamar ley de su especificación considerada en sus leyes empíricas. El Juicio no halla a priori esta ley en la naturaleza, pero la admite con el fin de hacer asequible a nuestro entendimiento el orden seguido por la misma en la explicación que hace de sus leyes generales, cuando quiere subordinar a estas leyes la variedad de las particulares. Así, cuando se dice que la naturaleza especifica sus leyes generales conforme al principio de una finalidad relativa a nuestra facultad de conocer, esto es, cuando las especifica para apropiarse la función necesaria del entendimiento humano, que consiste en hallar lo general a que debe reducirse lo particular, suministrado por la percepción, y el lazo que une lo diverso (que es lo general para cada especie) a la unidad del principio, no se prescribe por este una ley a la naturaleza, ni la observación nos enseña nada (aunque podría confirmarlo). Por esto no es un principio del juicio determinante, sino del juicio reflexivo; no tiene más objeto que, cualquiera que sea la disposición de la naturaleza en sus leyes generales, poder buscar su leyes empíricas por medio de este principio y de las máximas que en él se fundan como una condición sin la cual no podemos hacer uso de nuestro entendimiento para extender nuestra experiencia y adquirir el conocimiento.

- VI - De la unión del sentimiento del placer con el concepto de la finalidad de la naturaleza

La conformidad de la naturaleza, considerada en la variedad de sus leyes particulares, con la necesidad que tenemos de reconocer en ella principios universales, debe apreciarse o estimarse como contingente a la vista de nuestro espíritu, pero al mismo tiempo como indispensable, a causa de la necesidad de nuestro entendimiento, y por tanto, como una finalidad por la cual la naturaleza se conforma con nuestras propias intuiciones, en cuanto se trata del conocimiento. Las leyes generales del entendimiento, que son al mismo tiempo leyes de la naturaleza, son tan necesarias (aunque derivadas de la espontaneidad) como las leyes del movimiento de la materia; y para explicar su origen no hay necesidad de suponer ningún fin ni objeto en nuestra facultad de conocer, porque nosotros no obtenemos, en primer lugar, por estas leyes más que un concepto de lo que es el conocimiento de las cosas (de la naturaleza), y éste se aplica necesariamente a la naturaleza de los objetos de nuestro conocimiento general. Pero que el orden de la naturaleza en sus leyes particulares, en esta variedad y en esta heterogeneidad al menos posibles que exceden nuestra facultad de concebir, sea realmente apropiado a esta facultad, es lo que aparece como contingente según nuestra percepción, y el descubrimiento de este orden es obra del entendimiento al dirigirse a un fin a que necesariamente aspira, o sea a la unidad de los principios, cuya obra debe el Juicio atribuir a la naturaleza, puesto que el entendimiento no puede prescribirle la ley.

El acto por el cual el espíritu alcanza este fin va acompañado de un sentimiento de placer; y si la condición de este acto es una representación a priori, un principio como el del juicio reflexivo en general, el sentimiento de placer es también determinado por una razón a priori, que le da un valor universal, pero no se refiere más que a la relación del objeto con la facultad de conocer, sin que el concepto de la finalidad se relacione en nada con la facultad de querer, que es lo que la distingue enteramente de la finalidad práctica de la naturaleza.

Así se ve que la conformidad de las percepciones con las leyes fundadas sobre conceptos generales de la naturaleza (las categorías), no produce ni puede producir en nosotros el menor efecto sobre el sentimiento del placer, puesto que el entendimiento obra aquí necesariamente según su naturaleza y sin designio alguno; por el contrario, el descubrimiento de la unión de dos o más leyes empíricas heterogéneas en un solo principio, es el origen de un gran placer, y aun a veces de una admiración tal, que no cesa sino cuando el objeto es para nosotros suficientemente conocido. Ciertamente que no hallamos un placer notable al percibir esta unidad de la naturaleza en su división en géneros y especies, la cual sólo hacen posible los conceptos empíricos, por cuyo medio la conocemos en sus leyes particulares; pero este placer ha tenido ciertamente su época, y por esto sin él no hubiera sido posible la experiencia más concisa y ordinaria, pues que se ha confundido insensiblemente con el simple conocimiento, y no se ha caracterizado particularmente. Existe, pues, algo que en nuestros juicios sobre la naturaleza nos hace que atendamos a su conformidad con nuestro entendimiento, y es el cuidado que ponemos en reducir en lo posible las leyes heterogéneas a leyes más elevadas, aunque siempre empíricas, con el fin de experimentar, si lo conseguimos, el placer que nos proporciona esta conformidad de la naturaleza con nuestra facultad de conocer, la que miramos como simplemente contingente. Nosotros experimentaríamos, por el contrario, un gran disgusto en una representación de la naturaleza en la que estuviéramos amenazados de ver nuestras menores investigaciones, cuando excedieran de la experiencia más vulgar, detenidas por una heterogeneidad de leyes, que no permitiera a nuestro entendimiento reducir las particulares a las empíricas generales; porque esto repugna al principio de la especificación subjetivamente final de la naturaleza y al Juicio que refleja sobre esta especificación.

Sin embargo, esta suposición del Juicio determina tan poco hasta qué punto debe extenderse esta finalidad ideal de la naturaleza para nuestra facultad de conocer, que si se nos dice que un profundo o más amplio conocimiento, experimental de la naturaleza debe hallar al fin una variedad de leyes que ningún entendimiento humano podrá reducir a un principio, no dejaremos por ello de estar satisfechos, pues que, a pesar de todo, queremos mejor esperar, y esperamos, que cuanto más penetremos en lo interior de la naturaleza y mejor conozcamos las partes exteriores que al presente desconocemos, tanto más la encontraremos simple en sus principios y uniforme en la aparente heterogeneidad de sus leyes empíricas. En efecto; nuestro Juicio nos da la ley para perseguir tan lejos como nos sea posible el principio de la apropiación de la naturaleza a nuestra facultad de conocer, sin decidir (porque no es el juicio determinante el que nos da esta regla), si tiene o no límites, puesto que así como es posible determinar los límites relativamente al uso racional de nuestras facultades de conocer, esto es imposible en el campo de la experiencia.

- VII - De la representación estética de la finalidad de la naturaleza

Lo que en la representación de un objeto es puramente subjetivo, es decir, lo que constituye la relación de esta representación al sujeto y no al objeto, es una cualidad estética; pero lo que en ella sirve o puede servir a la determinación del objeto (al conocimiento), constituye su valor lógico. El conocimiento de un objeto de los sentidos puede considerarse bajo estos dos puntos de vista. En la representación sensible de las cosas exteriores, la cualidad de espacio donde ellas se nos representan, es el elemento puramente subjetivo de la representación que tenemos de estas cosas (no se determina lo que ellas pueden ser como objetos en sí); también el objeto es concebido simplemente como un fenómeno; pues el espacio, a pesar de su cualidad puramente subjetiva, es también un elemento del conocimiento de las cosas como fenómenos. Del mismo modo que el espacio es simplemente la forma a priori de la posibilidad de nuestras representaciones de las cosas exteriores, la sensación (aquí la sensación exterior) espresa el elemento puramente subjetivo de estas representaciones, pero especialmente el elemento material (lo real, aquello por que es dada alguna cosa como existente), y sirve también para el conocimiento de los objetos exteriores.

Mas el elemento subjetivo que en una representación no puede ser un elemento de conocimiento, es el placer o la pena mezclada con esta representación; porque estos sentimientos no nos hacen conocer nada del objeto de la representación, aunque bien pudieran ser ellos el efecto o resultado de cualquier conocimiento. Por donde la finalidad del objeto, en tanto que es representada en la percepción, no es una cualidad del objeto mismo (porque tal cualidad no puede percibirse) aunque pueda deducirse de un conocimiento de los objetos. Por consecuencia, la finalidad que precede al conocimiento de un objeto, la que aun cuando no queramos servirnos de la representación de aquel respecto de un conocimiento, se halla completamente ligada a esta representación, es por esto un elemento subjetivo que no puede constituir uno de los del conocimiento. Nosotros no hablamos en este caso de la finalidad del objeto sino porque su representación se halla inmediatamente ligada al sentimiento de placer, y es una representación estética de la finalidad. Resta únicamente saber si hay en general tal representación de la finalidad.

Cuando el placer se halla ligado a la simple aprensión (aprehensio) de la forma de un objeto de intuición, sin que esta aprensión se refiera a un concepto, y sirva a un conocimiento determinado, la representación no es referida al objeto, sino al sujeto; y el placer no puede producir otra cosa que la conformidad del mismo objeto con las facultades de conocer que se ponen en juego en el juicio reflexivo, y solo en tanto que den por resultado como consecuencia una finalidad formal y subjetiva de dicho objeto. En efecto; esta aprensión de formas que opera la imaginación, no puede tener lugar sin que el Juicio reflexivo las compare, aunque sea sin un fin determinado, con la facultad que tiene de referirlas a las intuiciones de los conceptos; por lo que si en esta comparación la imaginación (en tanto que facultad de las intuiciones a priori), se halla por efecto natural de una representación dada de acuerdo con el entendimiento o la facultad de los conceptos, y de esto resulta un sentimiento de placer, debe estimarse el objeto como apropiado al Juicio reflexivo. Juzgar de este modo, es llevar un juicio estético sobre, la finalidad del objeto, un juicio que no está fundado sobre un concepto actual del objeto, y no nos suministra ninguno otro. Y cuando juzgamos de manera que el placer unido a la representación de un objeto tiene su origen en la forma de este (y no en el elemento material de su representación considerada como sensación) tal como la hallamos en la reflexión que de esto hacemos, sin tener por fin el obtener un concepto del objeto mismo, juzgamos también que este placer está necesariamente unido a la representación de dicho objeto, y que por tanto, es necesario, no solamente para el sujeto a quien satisface esta forma, sino para todos los que puedan juzgar, y el objeto se llama entonces bello, y la facultad de juzgar en medio de un placer de esta especie, y al mismo tiempo de un modo aceptable para todos, se llama gusto. En efecto; como el principio del placer se halla colocado simplemente en la forma del objeto tal como se presenta a la reflexión en general, y no en una sensación del mismo, y además no existe relación para con un concepto que contenga un fin determinado, lo que conviene con la representación de dicho objeto en la reflexión, cuyas condiciones tienen un valor universal a priori, es lo que únicamente constituye el carácter de legalidad del uso empírico que el sujeto hace del juicio en general, o sea la armonía de la imaginación y el entendimiento; y como esta conformidad del objeto con las facultades del sujeto es contingente, resulta de aquí una representación de la finalidad de aquél, para las facultades de conocer de este.

Por donde el placer de que aquí se trata, como todo placer o toda pena que no son producidas por el concepto de la libertad, esto es, por la determinación previa de esta facultad, la cual tiene su principio en la razón pura, no puede nunca considerarse en relación a los conceptos como necesariamente ligado a la representación de un objeto; la reflexión solamente es la que debe mostrarlo unido a esta representación; por consecuencia, este, como todos los juicios empíricos, no puede atribuirse una necesidad objetiva, ni aspirar a obtener un valor a priori. Pero el juicio del gusto tiene también, como cualquier juicio empírico, la pretensión de tener un valor universal, y a pesar de la contingencia interna de este juicio, esta pretensión es legítima; pues lo que hay aquí de singular y de extraño proviene únicamente de que aquélla no es un concepto empírico, sino un sentimiento de placer, que, como si se tratara de un predicado ligado a la representación del objeto, debe atribuirse a cada uno para el juicio del gusto y hallarse unido a aquella representación.

Un juicio individual de experiencia, por ejemplo, el juicio del que percibe una gota de agua móvil en un cristal de roca, puede con justicia reclamar el asentimiento de cada uno, puesto que, fundado sobre las condiciones generales del Juicio determinante, cae bajo las leyes que reducen la experiencia posible a experiencia general. Del mismo modo sucede que aquel que en la pura reflexión que hace de la forma de un objeto sin tener en cuenta ningún concepto, experimenta placer, obteniendo como resultado un juicio empírico e individual, tiene derecho a pretender el asentimiento de cada uno; porque el principio de este placer se halla en la condición universal, aunque subjetiva, de los juicios reflexivos, esto es, en la conformidad exigida por todo conocimiento empírico de un objeto (de una producción de la naturaleza o del arte), con la relación de las facultades de conocer entre sí (la imaginación y el entendimiento). Así el placer en el juicio del gusto depende ciertamente de una representación empírica, y no puede hallarse unido a priori a ningún concepto (no se puede determinar de este modo, qué objeto es o no conforme al gusto; es necesario hacerlo por medio de la experiencia); pero es el principio de este juicio, por la sola razón de que existe el convencimiento de que descansa únicamente sobre la reflexión y sobre condiciones generales, aunque subjetivas, que determinan el acuerdo de aquella con el conocimiento de las cosas en general, a las que se apropia la forma del objeto.

Por esto es por lo que los juicios del gusto suponen un principio a priori, y se hallan también sometidos a la crítica, aunque este principio no sea ni un principio de conocimiento para el entendimiento, ni un principio práctico para la voluntad, ni por tanto sea determinante a priori.

Pero la capacidad que nosotros tenemos de hallar en nuestra reflexión sobre las formas de las cosas (de la naturaleza, como del arte), un placer particular, no produce solamente una finalidad de los objetos para el Juicio reflexivo bajo el punto de vista del concepto de la naturaleza, sino también bajo el punto de vista de la libertad del sujeto en su relación con los objetos considerados en su forma, y aun en la privación de toda forma; de donde se sigue que el juicio estético no tiene solo relación con lo bello como juicio del gusto, sino que también la tiene con lo sublime, en tanto que se deriva de un sentimiento del espíritu; y que de este modo esta crítica de juicio estético debe dividirse en dos grandes partes correspondientes a estas dos divisiones.

- VIII - De la representación lógica de la finalidad de la naturaleza

La finalidad de un objeto dado en la experiencia puede ser representada, o bien bajo un punto de vista del todo subjetivo, como en la conformidad que muestra su forma en una aprensión (apprehensio), anterior a todo concepto con las facultades de conocer, y que da por resultado la unión de la intuición y de los conceptos en un conocimiento general, o bien bajo un punto de vista objetivo, como en la conformidad de la forma con la posibilidad de la cosa misma, según el concepto de esta cosa que con anterioridad contiene el principio de su forma. Hemos visto que la representación de la primera especie de finalidad descansa sobre el placer íntimamente unido a la forma del objeto, en una simple reflexión sobre esta forma; y que la segunda, por el contrario, en donde no se trata de la relación de la forma del objeto con las facultades de conocer del sujeto, en la aprensión de este objeto, sino de su relación con un conocimiento determinado o con un concepto anterior, no hay nada que desenvolver acerca del sentimiento de placer unido a los objetos, sino acerca del entendimiento y su manera de juzgar de las cosas. Cuando es dado el concepto de un objeto, la función del Juicio es formar un conocimiento de exhibición (exhibitio), esto es, colocar al lado del concepto una intuición correspondiente; y esto tiene lugar por efecto de nuestra propia imaginación, como sucede en el arte cuando realizamos un concepto que previamente nos hemos formado y que nos proponemos como fin, o bien cuando la naturaleza está por sí misma en movimiento, como sucede en la técnica de la misma (en los cuerpos organizados),cuando le aplicamos nuestro concepto de fin para apreciar sus producciones: en este último caso no es solamente la finalidad de la naturaleza en la forma de la cosa, sino la producción misma, la que es representada como fin de aquella. Aunque nuestro concepto de una finalidad de la naturaleza en las formas que esta toma conforme a las leyes empíricas no sea un concepto de objeto, sino un principio empleado por el Juicio para formarse los conceptos en medio de esta variedad natural, y poderse orientar de ellos, sin embargo, nosotros, por medio de este concepto, atribuimos a la naturaleza una relación con nuestra facultad de conocer análoga a la de fin; así es que podemos considerar su belleza como una exhibición del concepto de una finalidad formal (puramente subjetiva), y sus fines como exhibiciones del concepto de una finalidad real (objetiva): nosotros apreciamos la primera por el gusto (estéticamente, por medio del sentimiento de placer), y la segunda por el entendimiento y la razón (lógicamente, por medio de los conceptos).

Este es el fundamento de la división de la crítica del Juicio, en critica del juicio estético, y critica del juicio teleológico; se trata por una parte de la facultad de juzgar la finalidad formal (llamada también subjetiva) por medio del sentimiento del placer o la pena, y por otra parte, de la facultad de juzgar la finalidad real (objetiva) de la naturaleza, por medio del entendimiento y la razón.

La parte de la crítica del Juicio que contiene el juicio estético, es una parte esencial de ella, pues que por sí sola encierra un principio sobre el cual funda el juicio a priori su reflexión sobre la naturaleza, y es el principio de una finalidad formal de la misma en sus leyes particulares (empíricas) para nuestra facultad de conocer, de una finalidad sin la cual el entendimiento no podría reflejarse.