En silencio emprendimos la vuelta a casa, mientras encendían el faro del muelle y desfilaba «la procesión de las luces».

Así decíamos a un carro lleno de faroles que salía de la capitanía y era conducido sobre el muelle por un marinero, quien a cada cincuenta metros se detenía, colocando sobre cada poste un farol hasta llegar al extremo del muelle extendido y lineal; mas, como esta operación hacíase entrada la noche, sólo se veían avanzando sobre el mar, las luces, sin que el hombre ni el carro ni el muelle se viesen, lo que daba a ese fanal un aspecto extraño y quimérico en la profunda obscuridad de esas horas.

Parecía aquel carro un buque fantasma que flotara sobre las aguas muertas. A cada cincuenta metros se detenía, y una luz suspendida por invisible mano iba a colgarse en lo alto de un poste, invisible también. Así, a medida que el carro avanzaba, las luces iban quedando inmóviles en el espacio como estrellas sangrientas; y el fanal iba disminuyendo su brillor y dejando sus luces a lo largo del muelle, como una familia cuyos miembros fueran muriendo sucesivamente de una misma enfermedad. Por fin la última luz se quedaba oscilando al viento, muy lejos, sobre el mar que rugía en las profundas tinieblas de la noche.

Cuando se colgó el último farol, nosotros, cogidos de la mano de mi madre, abandonamos la playa tornando al hogar. La criada nos puso los delantales blancos. La comida fue en silencio. Mamá no tomó nada. Y en el mutismo de esa noche triste, yo veía que mamá no quitaba la vista del lugar que debía ocupar mi padre, que estaba intacto con su servilleta doblada en el aro, su cubierto reluciente y su invertida copa. Todo inmóvil. Sólo se oía el chocar de los cubiertos con los platos o los pasos apagados de la sirviente, o el rumor que producía el viento al doblar los árboles del jardín. Mamá sólo dijo dos veces con su voz dulce y triste:

—Niño, no se toma así la cuchara…

—Niña, no se come tan de prisa…

III

PAPÁ debió volver muy tarde, porque cuando yo desperté en mi cama, sobresaltado al oír una exclamación, sonaron frías, lejanas, las dos de la madrugada. Yo no oí en detalle la conversación, de mis padres; pero no puedo olvidar algunas frases que se me han quedado grabadas profundamente.

—¡Quién lo hubiera creído! —decía papá—. Tú conoces a Luisa, sabes cuán honorable y correcto es su marido…

—¡No es posible, no es posible! —respondió mi madre, con voz medrosa.

—Ojalá no lo fuese. Lo cierto es que Fernando está preso; el juez cogió al niño y amenazó a Luisa con detenerlo si ella no decía la verdad, y ya ves, la pobre mujer lo ha declarado todo. Dijo que Fernando había venido a Pisco con el exclusivo objeto de perseguir a Kerr, pues había jurado matarlo por una vieja cuestión de honor…

—¿Y ella ha delatado a su marido? ¡Qué horrible traición, qué horrible! ¿Y qué cuestión ha sido ésa?…

—No ha querido decirlo. Pero, admírate. Esto ha ocurrido a las cuatro de la tarde; Kerr ha muerto a las cinco a consecuencia de la herida, y cuando trasladaban su cadáver se promovió en la calle un gran tumulto, oímos gritos y exclamaciones terribles, fuimos hacia allí y hemos visto a Luisa gritar, mesarse los cabellos y, como loca, llamar a su hijo. ¡Se lo habían robado!

—¿Le han robado a su hijo?

Sentí los sollozos de mi madre. Asustado me cubrí la cabeza con la sábana y me puse a rezar, inconsciente y temeroso, por todos esos desdichados a quienes no conocía.

—Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, Bendita eres…

Al día siguiente, de mañana, trajeron una carta con un margen de luto muy grande y papá salió a la calle vestido de negro.

IV

RECUERDO que al salir de la población, pasé por la plazuela que está al fin del barrio «del Castillo» y empecé a alejarme en la curva de la costa hacia San Andrés, entretenido en coger caracoles, plumas y yerbas marinas. Anduve largo rato y pronto me encontré en la mitad del camino. Al norte, el puerto ya lejano de Pisco aparecía envuelto en un vapor vibrante, veíanse las casas muy pequeñas, y los pinos, casi borrados por la distancia, elevábanse apenas. Los barcos del puerto tenían un aspecto de abandono, cual si estuvieran varados por el viento del Sur. El muelle parecía entrar apenas en el mar. Recorrí con la mirada la curva de la costa que terminaba en San Andrés. Ante la soledad del paisaje, sentí cierto temor que me detuvo. El mar sonaba apenas. El sol era tibio y acariciador. Un ave marina apareció a lo lejos, la vi venir muy alto, muy alto, bajo el cielo, sola y serena como un alma; volaba sin agitar las alas, deslizándose suavemente, arriba, arriba. La seguí con la mirada, alzando la cabeza, y el cielo me pareció abovedado, azul e inmenso, como si fuera más grande y más hondo y mis ojos lo miraran más profundamente.

El ave se acercaba, volví la cara y vi la campiña tierra adentro, pobre, alargándose en una faja angosta, detrás de la cual comenzaba el desierto vasto, amarillo, monótono, como otro mar de pena y desolación. Una ráfaga ardiente vino de él hacia el mar.

En medio de esa hora me sentí solo, aislado, y tuve la idea de haberme perdido en una de esas playas desconocidas y remotas, blancas y solitarias donde van las aves a morir.