Si él no lo hubiese vendido, ¿cómo habrían sabido quién era los judíos?…

La señora no contestó. Seguimos en silencio hasta la población. Los hombres se quedaron trabajando y al despedirse la señora blanca me dio un beso y me preguntó:

—Dime, ¿tú no perdonarías a Judas?…

—No, señora blanca; no lo perdonaría.

La dama se marchó por la orilla obscura y yo tomé el camino de mi casa. Después de la comida me acosté.

VI

ESTUVE varios días sin volver a la playa, pero el Sábado de Gloria en que debían quemar a Judas, salí a la playa para dar un paseo y ver en la plaza el cuerpo del criminal, pues según papá, ya estaba allí esperando su castigo el traidor, rodeado de marineros, cargadores, hombres del pueblo y pescadores de San Andrés. Salí a las cuatro de la tarde y me fui caminando por la orilla. Llegué al sitio donde Judas, en medio del pueblo, se elevaba, pero le tenían cubierto con una tela y sólo se le veía la cabeza. Tenía dos ojos enormes, abiertos, iracundos, pero sin pupilas y la inexpresiva mirada se tendía sobre la inmensidad del mar. Seguí caminando y al llegar a la mitad de la curva, distinguí a la señora blanca que venía del lado de San Andrés. Pronto llegó hasta mí. Estaba pálida y me pareció enferma. Sobre su vestido blanco y bajo el sombrero alón, su rostro tenía una palidez de marfil. ¡Era tan blanca! Sus facciones afiladas parecían no tener sangre; su mirada era húmeda, amorosa y penetrante. Hablamos largo rato.

—¿Has visto a Judas?

—Lo he visto, señora blanca…

—¿Te da miedo?…

—Es horrible… A mí me da mucho miedo…

—¿Y ya le has perdonado?…

—No, señora, yo no lo perdono. Dios se resentiría conmigo si le perdonase… ¿Usted viene esta noche a verlo quemar?…

—Sí.

—¿A qué hora?…

—Un poco tarde. ¿Tú me reconocerías de noche?… ¿No te olvidarías de mi cara? Fíjate bien. —Y me miró extrañamente—. Fíjate bien en mi cara… Yo vendré un poco tarde… Dime, ¿le has visto tú los ojos a Judas?…

—Sí, señora. Son inmensos, blancos, muy blancos…

—¿Dónde miran?…

—Al mar…

—¿Estás seguro? ¿Miran al mar? ¿Te has fijado bien?…

—Sí, señora blanca, miran al mar…

Sobre la arena donde nos habíamos sentado, la señora miró largamente el océano. Un momento permaneció silenciosa y luego ocultó su cara entre las manos. Aún me pareció más pálida.

—Vamos —me dijo.

Yo la seguí. Caminamos en silencio a través de la playa, pero al acercarnos a la plazuela donde estaba el cuerpo de Judas, la señora se detuvo y mirando al suelo, me dijo:

—Fíjate bien en él… Me vas a contar adónde mira. Fíjate bien… Fíjate bien.

Y al pasar ante el cuerpo, ella volvió la cara hacia el mar, para no ver la cara de Judas. Parecía temblar su mano, que me tenía cogido por el brazo, y al alejarnos me decía:

—Fíjate adónde mira, de qué color son sus ojos, fíjate, fíjate…

Pasamos. Yo tenía miedo. Sentí temblar fuertemente a la señora, que me preguntó nuevamente:

—¿Dónde miran los ojos?

—Al mar, señora blanca… Bien lejos, bien lejos…

Ya era tarde. La noche empezó a caer y las luces de los barcos se anunciaron débilmente en la bahía. Al llegar a la altura de mi casa, la señora me dio un beso en la frente, un beso muy largo, y me dijo:

—¡Adiós!

La noche tenía un color brumoso, pero no tan negro como otras veces. Avancé hasta mi casa pensativo, y encontré a mi madre llorando, porque debía salir un barco a esa hora y papá debía ir a despacharlo. Nos sentamos a la mesa. Allí se oía rugir el mar, poderoso y amenazador.