Miraba de manera triste y melancólica. Era sumamente delgado… pero tenía una fina apostura, un porte erguido y militar, y caminaba rápidamente. Lo más encantador en él, sin embargo, eran sus modales. Era elegante. Cuando miraba a alguien parecía capaz de leer sus pensamientos. Tenía una voz agradable y musical, pero no profunda. Vestía siempre una chaqueta negra, abotonada hasta el cuello… No seguía la moda, sino que tenía su propio estilo».
Con semejante retrato no sorprenderá que la niña quedara fascinada por su cortejante. El idilio duró apenas un año, y la gazmoñería de la época hizo lo suyo. «Mr. Poe no valoraba las leyes de Dios ni las humanas», dirá Mary en sus recuerdos de vejez. Mr. Poe era celoso y provocaba violentas escenas. Mr. Poe se propasaba. Mr. Poe se consideró ofendido por un tío de Mary, que se inmiscuía en su noviazgo, y, luego de comprar una fusta, fue a buscar a dicho caballero y le dio de latigazos. Sus parientes contestaron golpeándolo y desgarrándole de arriba abajo la chaqueta. La escena final es digna de la mejor escena romántica: Mr. Poe atravesó tal como estaba la ciudad, seguido de una turba de chiquillos, armó un escándalo en la puerta de Mary, se metió en su casa y acabó tirándole la fusta a los pies, mientras decía: «¡Toma, te regalo esto!». Pero la anécdota es importante: por primera vez vemos a Edgar con las ropas destrozadas, perdido todo dominio de sí mismo; se exhibe al desnudo, como tantas veces más adelante, en un patético testimonio de su fundamental inadaptación a las leyes de los hombres. La familia de Mary hizo el resto, y Mr. Poe perdió a su novia. Consuela pensar que no lo lamentó demasiado.
En julio de 1832, Edgar supo que John Allan había hecho testamento y que estaba gravemente enfermo. Fue inmediatamente a Richmond, por razones donde el interés y los recuerdos del pasado se mezclaban confusamente. Nadie lo había invitado, pero él llegó tempestuosamente y se coló de rondón, dándose de boca con la segunda Mrs. Allan, que no tardó en hacerle entender que lo consideraba un intruso. No es difícil imaginar la violenta reacción de Edgar bajo ese techo que guardaba el recuerdo de su «madre» y toda su infancia. Volvió a perder la serenidad de la manera más lamentable, sobre todo porque no tuvo el valor de enfrentar a Allan, y salió de la casa en el preciso momento en que aquél, presurosamente reclamado, acudía con el estado de ánimo imaginable. La visita acababa en el más completo fracaso, y Edgar se volvió a Baltimore y a la miseria.
En abril de 1833 escribiría su última carta a su «protector». Contiene un párrafo que lo dice todo: «En nombre de Dios, ten piedad de mí y sálvame de la destrucción».
1 comment