El sol brillaba aquella mañana con todo su esplendor y el pobre cautivo Palamón se había levantado como de costumbre. Por condescendencia de su carcelero paseaba por una habitación elevada desde la que podía contemplarse la bella perspectiva de la ciudad y también el verdoso jardín por el que Emilia, tan radiante y lozana, se estaba paseando. Mientras, el cautivo Palamón andaba tristemente de un extremo a otro del aposento, compadeciéndose de sí mismo y lamentándose en voz alta con cierta frecuencia: «¡Ay de mí! ¿Por qué habré nacido?» Fuera por casualidad o porque el destino lo había dispuesto así, su mirada se posó en Emilia, a través de una ventana fuertemente protegida con barrotes de hierro, cuadrados y macizos como si fueran estacas de madera. Al verla retrocedió dando un grito que le brotó de lo más profundo de su corazón. Al percibir el ruido, Arcite se puso en pie y preguntó:

—¿Qué te pasa, primo? ¿Por qué tienes esta mortal palidez? ¿Por qué has gritado? ¿Qué te ha alterado de esta forma? ¡Por el amor de Dios!, resígnate con nuestro encierro. No tienes otra alternativa. Estas penalidades son el designio de la diosa Fortuna; alguna disposición maligna de Saturno[64] y de las constelaciones lo permite, a pesar de todo lo que podamos hacer. Estaba ya escrito en las estrellas cuando nacimos; por duro que sea, debemos aceptar nuestro destino. Palamón replicó:

—Verdaderamente, primo, estás muy equivocado. No fue esta cárcel la que me ha hecho gritar, sino porque mi ojo ha sido herido por una saeta que me ha llegado al corazón y me temo que resulte mortal. La belleza de la dama que he visto vagar por el jardín ha sido la única causa de mi grito y mi dolor. No puedo asegurar si se trata de una diosa o de una mujer, pero creo que se trata de la propia Venus.

Entonces cayó de rodillas y dijo:

Venus, si es tu voluntad manifestarte en este jardín a una criatura tan apenada y desgraciada como yo, ayúdanos a escapar de esta cárcel; sin embargo, si mi destino está irrevocablemente escrito y debo morir en cautividad, ten piedad de esta noble sangre humillada por la tiranía.

Pero mientras Palamón estaba hablando, los ojos de Arcite divisaron también a la dama que paseaba por el jardín. Quedó tan conmovido ante su belleza, que si Palamón había resultado herido, Arcite lo fue también en el mismo o mayor grado. Con tristeza dijo: —La lozana belleza de esa muchacha que pasea por ahí me ha asestado un golpe tan repentino como mortal; si no llego a obtener su piedad y su favor para que, al menos, pueda verla, seré hombre muerto. Es todo lo que puedo decir.

Cuando Palamón oyó estas palabras, replicó secamente: —¿Dices esto en broma o en serio?

—En serio y de buena fe —repuso Arcite—. Dios es testigo de que no estoy de humor para chanzas.

Palamón frunció el ceño y contestó:

—No te honraría mucho serme desleal o traicionarme, si consideras que no solamente soy tu primo, sino tu hermano por juramento. Estamos unidos mutuamente por las más solemnes promesas hasta que la muerte nos separe. Ni tan sólo la muerte por tortura debe permitir que uno de nosotros estorbe al otro en cuestiones de amor o de cualquier otra naturaleza. Al revés. Tú, mi querido hermano, debes acudir en mi ayuda fielmente, de la misma forma en que yo debo acudir en la tuya. Esta fue la promesa que nos juramos, y sé perfectamente que no te atreverás a negarlo. Por esta razón yo confié completamente en ti; pero ahora tú estás tratando traicioneramente de amar a la dama que deberé querer y servir siempre hasta que mi corazón deje de latir. No, tú no lo harás, falaz Arcite, ¡te aseguro que no lo harás! Yo fui el primero en amarla; te comuniqué lo que me pasaba porque, como te dije, tú eres el confidente de mis secretos. Mi hermano por juramento dio su palabra de acudir a ayudarme y, por tanto, está obligado, en su calidad de caballero, a prestarme toda la ayuda que requiera. En otro caso te llamaré perjuro.

Arcite le reconvino desdeñosamente:

—Tú eres, más que yo, el que mayor probabilidad tiene de cometer perjurio. Tú si que has faltado a tu promesa, te lo digo francamente. Yo la amé con verdadera pasión antes que tú. ¿Qué dices a eso? Hasta ahora no sabías aún si era mujer o diosa. Tu amor es un efecto espiritual, mientras que el mío es el amor de un ser humano; por eso te he contado lo que me ha sucedido, como primo mío y hermano por juramento.

»Demos por supuesto, dentro de esta discusión, que tú la amas en primer lugar. ¿No has oído jamás el viejo adagio que dice: "¿Quién puede imponer la ley a un amante?[65].