¡Oh, despiadada Juno!, ¿cuánto tiempo más vas a estar haciendo la guerra a Tebas? ¡Ay!, la sangre real de Cadmo y Anfión[72] ha sido destruida; Cadmo, que fundó Tebas antes de que existiera la ciudad y fue el primer rey coronado de la misma. Yo soy de su sangre, desciendo en línea directa de la familia real; y ahora soy un esclavo tan miserable y desgraciado, que sirvo de simple escudero a mi más mortal enemigo. Sin embargo, Juno todavía me colma más de vergüenza, pues no me atrevo ni a reconocer mi propio nombre —cuando solía ser llamado Arcite, ahora me llaman Filostrato. ¡Qué tontería!—. ¡Oh, implacable Marte! ¡Oh, Juno! Vuestra cólera ha borrado toda mi familia de la faz de la tierra excepto a mí y al pobre Palamon, a quien Teseo martiriza en prisión. Y, además de todo esto, como para aniquilarme del todo, Amor Cupido ha lanzado su flecha encendida, llameante, atravesando mi pecho y quemándolo de tal forma que parece como si me hubiera preparado la muerte desde antes de mi nacimiento. ¡Oh, Emilia!, una mirada de tus ojos me ha destrozado. Muero por tu causa. No prestaría la menor atención a ninguna de mis aflicciones si pudiera hacer algo que te agradara.
Después de esto cayó en prolongado trance, levantándose luego de un salto.
Palamón, al que parecía que le acababan de atravesar el corazón con una espada helada, se encolerizó. No podía aguantar ni un momento más. Después de escuchar a Arcite hasta el final, salió de la maleza, con el rostro lívido como el de un orate, gritando:
Arcite, ¡malvado traidor! Ya te tengo. ¡Tú que amas a la dama por la que sufro y peno! ¡Tú, hermano de sangre, mi confidente por juramento, como te he hecho recordar muchas veces! ¡Tú que, a escondidas, has cambiado tu nombre y engañado al duque Teseo! ¡Uno de los dos tiene que morir! ¡Tú no vas a amar a Emilia, nadie excepto yo puede amarla, pues soy Palamón, tu mortal enemigo! Aunque no tengo ningún arma aquí, ya que sólo he tenido la suerte de escapar de prisión; no temas: o mueres o dejas de amar a Emilia. Elige, pues no escaparás.
Así que Arcite le reconoció y escuchó sus palabras, rebosó su corazón rabia y desprecio. Con la ferocidad de un león, desenvainó la espada y exclamó:
—¡Por Dios, que está en los cielos! Si no fuese porque el amor te ha sorbido el seso y careces de arma, te aseguro que antes de que salieras de la arboleda moriría a mis manos, pues reniego de los pactos que según tú hice contigo. ¡Tú, imbécil!, métete esto en la cabeza: el amor no tiene barreras, y seguiré amándola a pesar de lo que hagas. Pero como tú eres un caballero honrado, dispuesto a mantener en el campo de batalla tu pretensión por ella, te doy mi palabra de honor de que mañana compareceré aquí, sin que lo sepa nadie, vestido de caballero y trayendo conmigo las armas y corazas necesarias para ti, de modo que puedes elegir las que te parezcan mejor y dejes las peores para mí. Esta noche te traeré comida y bebida suficientes, así como mantas para que puedas dormir. Y mañana, si ganas tu dama y me matas en este seto, entonces, por lo que a mí concierne, será tuya.
Palamón replicó: —De acuerdo.
Y, después de haberse dado mutuamente palabra, se separaron hasta el día siguiente.
¡Inexorable Cupido, cuyo imperio no admite rival! Dice bien el proverbio: «Ni el amor ni el poder toleran amistad»[73] como Arcite y Palamón saben muy bien. Arcite regresó directamente a la ciudad. A la mañana siguiente, antes de romper el alba, preparó en secreto dos equipos completos de armadura con la que dirimir en batalla entre los dos la cuestión pendiente. Él solo transportó estas armaduras con su caballo. En la arboleda, en el momento y lugar fijados previamente, Arcite y Palamón se enfrentaron. Sus rostros empezaron a mudar de color, de la forma que cambian los rostros de los monteros tracios que están de vigilancia en un claro del seto con sus lanzas, cuando salen a la caza de osos o leones, y oyen a la bestia que se abalanza a través del escajo, quebrando ramas y hojas, y piensan: «Aquí llega mi mortal enemigo. Sea como sea, a uno de nosotros le toca morir: o lo mato cuando salga de la espesura, o la bestia me matará si cometo una equivocación.» De esta misma guisa los dos caballeros mudaron de color, al conocer cada uno el valor y la destreza del adversario.
Sin intercambiar ninguna clase de saludo, directamente y sin pronunciar palabra, procedieron a ayudarse mutuamente a ponerse la armadura, como si fuesen hermanos. Luego se atacaron con sus potentes y afiladas lanzas durante horas. Viéndoles luchar, cualquiera hubiera creído que Palamón era un furioso león, y Arcite, un tigre implacable. En su rabiosa furia, se lanzaban el uno contra el otro como salvajes jabalíes con sus fauces llenas de espumarajos, hasta que la sangre ya les cubría hasta los tobillos[74].
Dejémosles en esta enconada lucha y volvamos a ver qué hace Teseo entretanto.
Tan fuerte es el Destino, ministro máximo, que cumple en todas partes la providencia que le dicta Dios, que acontecimientos que todos jurarían imposibles de suceder, tarde o temprano llegan a cumplirse, aunque ello ocurra una sola vez en un milenio. A decir verdad, nuestras pasiones están gobernadas por una providencia superior, tanto en la guerra como en la paz, en el odio como en el amor. Todo esto puede aplicarse al gran Teseo, cazador tan apasionado, especialmente para la captura del ciervo en mayo, que el amanecer jamás le encontraba en la cama, sino ya vestido y dispuesto a partir con sus monteros, trompetas y jaurías de perros. Tanto gozaba cazando, que el matar ciervos se había convertido en su máxima pasión: después de Marte, dios de la guerra, seguía a Diana[75] cazadora.
Como dije antes, era un día hermoso cuando Teseo partió de caza alegremente con su agraciada esposa, la reina Hipólita, y con Emilia, todos vestidos de verde y con atavíos reales.
El duque Teseo dirigió su caballo directamente a una espesura cercana, en donde le habían dicho que se escondía un ciervo.
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