En cierta ocasión que fui al teatro con Francisquito la cantaron, y éste preguntó asombrado:
—Tío Miguel, ¿de quién con estas ardientes lágrimas que me han caído encima de la mano?
Así es mi castillo y ésas son das auténticas realidades de mi vida que dentro de él se guardan. Yo suelo llevar con frecuencia a Francisquito a mi casa. Mis nietos lo reciben cariñosamente y juegan juntos. En esta época del ario (la de Navidad y Año Nuevo) raras veces salgo de mi castillo. Los recuerdos que en esta época me trae parecen atarme a él y las características de la estación parecen decirme que da gusto encontrarse dentro.
—Y el castillo es… —se dejó decir una voz seria y cariñosa de entre la concurrencia.
—Sí. Mi castillo —terminó el pariente pobre, moviendo la cabeza y sin apartar la vista del fuego— es un castillo en el aire. Juanito, nuestro querido anfitrión, ha apuntado con exactitud la situación de mi castillo. ¡Es un castillo en el aire! He terminado… ¿Queréis tener la bondad de contar mis historia a los demás?
LA HISTORIA DEL NIÑO
The Child’s Story, 1852
Hubo hace muchísimos años un viajero que salió de viaje. Era el suyo un viaje mágico; cuando lo empezó parecía que había de durar muchísimo tiempo, pero resultó cortísimo cuando llevaba hecho la mitad.
Viajó un ratito por un sendero bastante oscuro, sin encontrarse con nadie, hasta que, por último tropezó con un hermoso niño. Y le preguntó:
—¿Qué haces aquí?
Y el niño le dijo:
—Estoy siempre jugando. Ven y juega conmigo.
Jugó, pues, con el niño durante todo el día y ambos estuvieron contentísimos. Todo cuanto veían era hermoso: el cielo muy azul, el sol muy brillante, el agua centelleaba, las hojas eran de un verde subido, se oía cantar a muchísimos pájaros y revolotear a muchísimas mariposas. Esto, cuando el tiempo era hermoso. Cuando llovía, disfrutaban contemplando cómo caían las gotas de agua y percibiendo los aromas nuevos. Cuando soplaba el viento, resultaba una delicia escuchar el ruido que hacía e imaginarse lo que hablaba, siempre que venía volando desde su casa… («¿Dónde estará la casa del viento?», se preguntaban el viajero y el niño). Venía silbando y bramando, empujaba delante de él las nubes, hacía que se doblasen los árboles, retumbaba en las chimeneas, hacía estremecerse la casa y que el mar rugiese furioso. Cuando mejor lo pasaban era cuando nevaba; nada les gustaba tanto como contemplar cómo caían rápidos y espesos, los copos blancos, igual que plumón desprendido de los pechos de millones de pájaros blancos; y lo profunda y suave que era la capa de nieve, y el silencio que reinaba por todas las carreteras y los senderos.
Disponían de abundante provisión de los juguetes más bonitos del mundo y de los libros ilustrados más maravillosos, llenos de relatos de cimitarras, babuchas, turbantes, enanos, gigantes, genios, hadas, barbas azules, tallos de judías, tesoros, cavernas, bosques, Valentinos y Orsones; todos los relatos eran nuevos y todos verdaderos.
Pero cierto día el viajero perdió de improviso al niño. Lo llamó una y otra vez pero no obtuvo respuesta. En vista de lo cual siguió su camino y avanzó algún tiempo sin encontrar a nadie, hasta que por último tropezó con un hermoso muchacho. Entonces el viajero le dijo:
—¿Qué haces aquí?
Y el muchacho le dijo:
—Estoy siempre estudiando. Ven y estudia conmigo.
Y estudió en compañía del muchacho lo referente a Júpiter y Juno, las cosas de los griegos y de los romanos y yo no sé cuántas cosas más; aprendió mucho más de cuanto yo podría decir… y también de lo que él podría decir, porque muy pronto se olvidó de la mayor parte de lo estudiado. Pero no pasaban todo el tiempo estudiando, porque jugaban a los más alegres juegos conocidos. En verano remaban en el río y en invierno patinaban sobre el hielo; caminaban mucho a pie y mucho a caballo; jugaban mucho al criquet y a los diversos juegos de pelota; al rescatado, a la liebre y los perros, a seguir al jefe y a muchísimos más deportes que los que yo soy capaz de imaginar; nadie podía vencerlos. Tenían también vacaciones, y pasteles de Reyes, y reuniones en las que bailaban hasta la medianoche, y teatros auténticos en los que veían surgir del fondo de la tierra palacios de oro y de plata de verdad, y contemplaban de una vez todas las maravillas del mundo. En cuanto a tener amigos, los tenían tan queridos y tan numerosos, que no los cuento por falta de tiempo. Todos ellos eran jóvenes, como el hermoso muchacho, y se habían prometido una amistad que duraría toda la vida.
Sin embargo, cierto día, en medio de aquellos placeres, el viajero perdió de vista al muchacho, lo mismo que había perdido al niño, y, después de llamarle en vano, siguió su viaje. Caminó algún tiempo sin encontrar a nadie, hasta que por fin tropezó con un mozo. Y le preguntó:
—¿Qué haces aquí?
Y el mozo le contestó:
—Ando siempre haciendo el amor. Ven y enamórate como yo.
Y el viajero se marchó con aquel mozo, y poco después se encontraron con una de las mozas más lindas que se vieron jamás (parecidísima a Fanny, la de aquel rincón), porque tenía los mismos ojos de Fanny, y los cabellos de Fanny, y lunares como los de Fanny, y se reía, poniéndose colorada, lo mismo que se está poniendo Fanny ahora que hablo de ella. El mozo se enamoró en el acto…, lo mismísimo que una persona (cuyo nombre no quiero dar ahora) se enamoró de Fanny la primera vez que vino a esta casa.
1 comment