Algunos miembros de la sociedad opinaban que lo mejor que el presidente podía hacer era huir hasta encontrar un bosque, en el que pudiese cambiar la ropa con un leñador y embadurnarse la cara con moras; pero la mayoría opinaba que, si él se defendía, su padre (que residía en las Indias Occidentales y disponía de millones) podría salvarlo por dinero.
Los corazones de todos los escolares palpitaron acelerados cuando se presentó el reverendo, en actitud de romano o de mariscal de campo, armado de la regla, como solía hacerlo siempre que nos dirigía una alocución. Pero sus temores no fueron nada comparados con su asombro cuando empezó su discurso con el relato de que el viejo Cheeseman, «que durante tan largo tiempo ha sido nuestro amigo respetado y nuestro compañero de peregrinación por los agradables prados del saber» (¡así fue como lo llamó, sí, señor!), era el hijo huérfano de una dama joven que fue desheredada por haberse casado contra la voluntad de su padre; que el joven padre del viejo Cheeseman había muerto, y que también había muerto de dolor la madre; que su infortunado niño había sido criado a costa de un abuelo que no quiso verlo jamás, ni de niño, ni de muchacho, ni de hombre; que el tal abuelo había muerto, y bien se lo había merecido (esto soy yo quien lo dice), y que las grandes propiedades del abuelo, que no había dejado testamento, pasaban de pronto y para siempre a manos del viejo Cheeseman. Y el reverendo cerró una serie de citas cargantes, anunciándonos que nuestro largamente respetado amigo y compañero de peregrinación en las llanuras del saber «volvería a estar una vez más entre nosotros» de allí a quince días, porque deseaba despedirse de todos personalmente y de un modo especial. Al decir estas palabras, dirigió una mirada severa a todos los escolares y salió con solemne continente.
Reinó la consternación entre los miembros de la sociedad. Muchos quisieron dimitir y muchos más intentaron demostrar que ellos no habían sido nunca socios. Pero el presidente se mantuvo terne, afirmando que todos debíamos resistir o caer juntos, y que si se abría una brecha, pasarían por encima de su cadáver. Con ello pretendía levantar los ánimos, pero no lo consiguió. Dijo, además, el presidente que meditaría sobre la situación en que se encontraban, y que, pasados algunos días, les haría saber su mejor opinión y consejo. Uno y otro fueron esperados con gran interés, porque, teniendo el padre en las Indias Occidentales, el hijo tenía que saber mucho.
Después de muchos días de hondas meditaciones y de llenar su pizarra de dibujos de ejércitos, el presidente reunió a los escolares y les aclaró la cuestión. Dijo que no cabía duda de que, cuando el viejo Cheeseman se presentase el día indicado, su primer acto de venganza consistiría en acusar a la sociedad y hacer que los azotasen a todos. Después que hubiese presenciado gozosamente la tortura de sus enemigos y se hubiese deleitado con los gritos de dolor que les arrancaría el castigo, era lo más probable que invitase al reverendo, bajo el pretexto de conversar, a que pasase con él a un cuarto reservado (por ejemplo, al salón al que solían pasar a los padres y en el que había dos globos que jamás eran utilizados para la enseñanza), y que, una vez a solas, le echaría en cara los fraudes y la opresión de que le había hecho víctima. Al terminar estas censuras, haría el viejo Cheeseman una señal a un boxeador profesional que estaría oculto en el pasillo, y éste se presentaría y daría de puñetazos al reverendo hasta tumbarlo sin sentido. Acto continuo, el viejo Cheeseman haría a Juanita un donativo de cinco o de diez libras y se retiraría del colegio como un demonio triunfante.
Siguió diciendo el presidente que él nada tenía que decir en contra de la escena que tendría lugar en el salón ni contra lo referente a Juanita; pero que, en lo que tocaba a la sociedad, aconsejaba una resistencia a muerte. Y para esto recomendaba que se llenasen de piedras todos los pupitres de que se pudiese disponer, y que la primera palabra de queja del viejo Cheeseman sería la señal para que todos los escolares iniciasen la pedrea. Este atrevido consejo reanimó a la sociedad y fue adoptado por unanimidad. Se levantó en el terreno de juego un poste que tendría más o menos el tamaño del viejo Cheeseman, y todos los escolares se ensayaron en el tiro hasta que estuvo lleno de abolladuras.
Cuando llegó el día, se convocó a todo el colegio, y los escolares ocuparon temblorosos sus asientos. Se había hablado y discutido mucho sobre cómo haría su presentación el viejo Cheeseman. La opinión general fue que llegaría en una especie de carroza triunfal tirada por cuatro caballos, con dos lacayos de librea en la parte delantera, y el boxeador, disfrazado, detrás. Todos los escolares estaban, pues, al acecho del ruido de ruedas. Pero quedaron chasqueados, porque el viejo Cheeseman se presentó a pie y entró en la escuela sin previa preparación. Era, aproximadamente, con la única diferencia de que ahora vestía de negro.
—Caballeros —dijo el reverendo, presentándolo—, nuestro durante largos años respetado amigo y compañero de peregrinación por las llanuras del saber desea dirigiros unas palabras… ¡Atención, pues, caballeros todos!
Todos los escolares metieron disimuladamente la mano dentro del pupitre. El presidente estaba preparado y calculaba con la mirada la puntería.
¿Y qué creéis que hizo entonces el viejo Cheeseman? Se dirigió a su antigua mesa, miró en torno suyo con una extraña sonrisa, que parecía indicar que asomaban lágrimas a sus ojos, y empezó a decir con voz suave y temblorosa:
—Queridos compañeros y viejos amigos…
Las manos de todos los escolares volvieron a salir de los pupitres y el presidente rompió de pronto a llorar.
—Queridos compañeros y viejos amigos —dijo el viejo Cheeseman—, ya conocéis mi buena fortuna. He pasado tantos años bajo este techo (podría decir que toda mi vida), que me imagino que os habréis alegrado por mí. No habría podido gozar de mi fortuna sin venir a cambiar con vosotros las oportunas congratulaciones. Si en alguna ocasión ha existido entre nosotros una mala inteligencia mutua, yo os ruego, mis queridos muchachos, que nos perdonemos y olvidemos. Abrigo en mi interior una gran ternura hacia vosotros, y tengo la seguridad de que me la devolvéis. Deseo, con el corazón rebosante de gratitud, dar un apretón de manos a todos, uno por uno. Tened entendido, mis queridos muchachos, que he vuelto expresamente para ello.
Desde que el presidente empezó a llorar, otros escolares, aquí y allá, habían roto en lágrimas; pero cuando el viejo Cheeseman inició por aquél, como cabeza de clase, los apretones de manos, dándole la mano derecha y apoyando cariñosamente la izquierda en su hombro; y cuando el presidente dijo: «La verdad, señor, que no me lo merezco; por mi honor que no me lo merezco», toda la escuela empezó a sollozar y llorar. Uno tras otro, los escolares dijeron que no se lo merecían, más o menos como lo había dicho el presidente; pero el viejo Cheeseman, sin hacer caso, siguió saludando alegremente uno tras otro a todos, y terminó haciendo lo mismo con todos los pasantes, poniendo, como colofón, el apretón de manos al reverendo.
Y en este momento, un muchachito que hacía pucheros en un rincón, y que siempre estaba castigado a una cosa u otra, dejó escapar un agudo grito:
—¡Buena suerte al viejo Cheeseman! ¡Hurra!
El reverendo lo fulminó con una mirada, y dijo:
—Queréis decir, caballero, al señor Cheeseman.
Pero el viejo Cheeseman protestó, asegurando que prefería su viejo calificativo mucho más que el nuevo, y entonces todos los escolares a una repitieron el grito; y yo no sé durante cuántos minutos hubo allí un tronar de pies y de manos y una tempestad de gritos de «¡viejo Cheeseman!», como jamás se había oído.
Después de esto, hubo en el comedor un festín magnífico. Aves, lechugas, confituras, frutas, dulces, jaleas, sangría, caramelos de cebada, cremas, galletas (para comer hasta no poder más y guardar en el bolsillo cuanto uno quería), y todo el gasto a cargo del viejo Cheeseman.
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