La hipótesis más sensata parece ser la de que Poe se casó con Virginia para protegerse en su relación con otras mujeres y mantenerlas en el plano de la amistad. Lo probaría el hecho de que sólo después de la muerte de «Sis» sus amores adquirieron nuevamente un carácter apasionado aunque siempre ambiguo. ¿Pero de qué se protegía Edgar? Aquí es donde se abren las compuertas y empieza a correr la tinta. No hagamos nosotros de afluente. Lo único verosímil es suponer una inhibición sexual de carácter psíquico, que obligaba a Poe a sublimar sus pasiones en un plano de ensueño e ideal, pero que a la vez lo atormentaba al punto de exigirle por lo menos una fachada de normalidad, provista en este caso por su casamiento con Virginia. Se ha hablado de sadismo, de atractivo malsano hacia una mujer impúber o apenas núbil. El tema da para infinitas variaciones[2].

En marzo de 1835, en plena fiebre creadora, Edgar carecía de un traje como para poder aceptar una invitación a comer. Así tuvo que escribirlo, avergonzado, a un bondadoso caballero que buscaba ayudarlo literariamente. La honradez de aquella confesión vino en su ayuda. Su anfitrión lo vinculó de inmediato con el Southern Literary Messenger, una revista de Richmond. Allí apareció Berenice, y meses más tarde Edgar regresaría, una vez más, a «su» ciudad virginiana para incorporarse a la redacción de la revista y asumir su primer empleo estable. Pero, entretanto, la mala salud se había manifestado inequívocamente. Hay testimonios de que en el período de Baltimore, Edgar tomó opio (en forma de láudano, como De Quincey y Coleridge). Su corazón no andaba bien y necesitaba estímulos; el opio, que le había dictado tanto de Berenice y que le dictaría muchos otros cuentos, lo ayudaba a reaccionar. Su llegada a Richmond significó un resurgimiento momentáneo, la posibilidad de publicar sus trabajos y, sobre todo, de ganar algún dinero, ayudar a «Muddie» y a «Sis», que esperaban en Baltimore. Los habitantes de Richmond que habían conocido al niño Edgar, al mozo de turbulenta fama, encontraban ahora a un hombre prematuramente envejecido a los veintiséis años. La madurez física le sentaba bien a Edgar. Sus pulcras si bien algo raídas ropas, invariablemente negras, le daban un aire fatal en el sentido byroniano, presente ya en los fetichismos de la época. Era bello, fascinador, hablaba admirablemente bien, miraba como si devorara con los ojos, y escribía extraños poemas y cuentos que hacían correr por la espalda ese frío delicioso que buscaban los suscriptores de revistas literarias al uso de los tiempos. Lo malo era que Edgar sólo ganaba diez dólares semanales en el Messenger, que sus amigos de juventud andaban cerca y que en Virginia se bebe duro. La lejanía de «Muddie» y de Virginia hacía también lo suyo. Edgar bebió la primera copa y el resto fue la cadena inevitable de consecuencias. Esta caída, alternada con largos períodos de salud y temperancia, va a repetirse ahora monótonamente hasta el fin. Uno daría cualquier cosa por refundir todos los episodios en uno, evitar esa duplicación infernal, ese paseo en círculo del prisionero en el patio de la cárcel. Al salir de una de sus borracheras, Edgar escribe desesperado a un amigo —mientras le oculta con típica astucia la verdadera razón—: «Me siento un miserable y no sé por qué... Consuéleme... pues usted puede hacerlo. Pero que sea pronto... o será demasiado tarde. Escríbame inmediatamente.