En medio de las más angustiosas apreturas, acabó yéndose a vivir a casa de su tía María Clemm, donde también residían Mrs. David Poe, abuela paterna de Edgar, el hermano mayor de éste (personaje borroso que moriría a los veinticuatro años y en quien la herencia familiar se acusó más rápida y violentamente) y los hijos de Mrs. Clemm, Henry y la pequeña Virginia, que habría de constituir el complejo y jamás resuelto enigma de la vida del poeta.

De Mrs. Clemm es casi innecesario adelantar que fue en todo sentido el ángel guardián de Edgar, su verdadera madre (como habría de decirlo en un soneto), la «Muddie» de las horas negras y de los años tortuosos. Edgar se incorporó al mísero hogar que María Clemm sostenía con labores de aguja y la caridad de parientes y vecinos, sin aportar más que su juventud y sus esperanzas. «Muddie» lo aceptó desde el primer momento como si comprendiera que Edgar la necesitaba en más de un sentido, y se encariñó con él a un punto que el resto de este relato mostrará cabalmente. Gracias a la buhardilla que compartía con su hermano, tuberculoso en último grado, pudo Edgar escribir en paz y establecer relaciones con editores y críticos. Bien recomendado por John Neal, escritor muy conocido en esos días, Al Aaraaf encontró por fin editor, y apareció en unión de Tamerlán y los restantes poemas del ya olvidado primer volumen.

Satisfecho en este terreno, Edgar volvió a Richmond para esperar en casa de John Allan —que todavía era «su» casa— la hora del ingreso en West Point. Resultaba difícil imaginar la actitud de Allan en estas circunstancias; se había negado a financiar la edición de los poemas, pero los poemas aparecían a pesar suyo. Edgar hablaría, sin duda, de sus esperanzas literarias y distribuiría ejemplares del libro a sus amigos virginianos (que no entendieron palabra, incluso los de la Universidad). Por fin, alguna referencia de Allan a la «holgazanería» de Edgar provocó otra violenta querella. Pero en marzo de 1830, Poe fue aceptado en la academia militar; a fines de junio aprobaba sus exámenes y pronunciaba el juramento de ingreso. Huelga decir con qué tristeza debió de entrar en West Point, donde le esperaban actividades aún más penosas y desagradables para él que las simples tareas del soldado raso. Pero la alternativa era la misma que tres años antes: o la «carrera» o morirse de hambre. El prestigio pasajero de las galas militares había terminado con la adolescencia. Edgar sabía de sobra que no estaba hecho para ser soldado, ni siquiera en el orden físico, porque su excelente salud de los quince años empezaba a resentirse tempranamente, y el entrenamiento severísimo de los cadetes no tardó en resultarle penoso, casi insoportable. Pero su cuerpo obedecía en gran medida al desgano, a la tristeza que lo invadía en un ambiente donde pocos minutos diarios podían consagrarse a pensar (a pensar fuera de los textos, es decir, a pensar poesía, a pensar literatura) y a escribir. John Allan, por su parte, iba a seguir la misma línea de conducta que en la etapa universitaria; pronto descubrió Edgar que no recibiría dinero ni para sus gastos más indispensables. Inútil quejarse por carta, mostrar que estaba haciendo el ridículo ante sus camaradas, provistos de fondos. Edgar se refugió entonces en el prestigio que le daba el ser un «viejo» al lado de sus bisoños compañeros, y en su facilidad para mentir imaginarios viajes, aventuras novelescas que muchos creyeron y que plagarían medio siglo después tantas biografías del poeta. Su orgullo, su humor sardónico, lo ayudaron no poco, pero estos rasgos tienen sus desventajas, y él lo supo pronto. Ahogado por la atmósfera vulgar, ramplona, carente hasta la náusea de imaginación y capacidad creadora, se defendió encerrándose, meditando ya los elementos de su futura poética (con gran ayuda de Coleridge). Entretanto, le llegaron desde «casa» noticias del segundo matrimonio de John Allan y comprendió, ya sin sombra de engaño, que toda esperanza de una futura protección debía ser abandonada. No se equivocaba: Allan habría de tener los hijos legítimos que deseaba, y la nueva Mrs. Allan se mostró desde el primer día hostil hacia el desconocido «hijo de actores» que estudiaba en West Point.

Edgar había calculado cumplir el curso en seis meses, confiando en su preparación universitaria y militar precedentes. Pero, una vez en la academia, descubrió que ello era imposible por razones administrativas. No debió de vacilar mucho. Escéptico por lo que concernía a Allan, poco podía importarle que éste se disgustara o no de su decisión, y decidió hacerse expulsar, única forma posible de salir de West Point sin violar el juramento pronunciado. Fue muy simple; como era alumno brillante, eligió la parte disciplinaria para ponerse en falta. Sucesivas y deliberadas desobediencias, tales como no concurrir a clase o a los servicios religiosos, le valieron una expulsión en regla.