Don Cayetano y Pepe se conocían, porque el distinguido erudito y bibliófilo solía hacer excursiones a Madrid cuando se anunciaba almoneda de libros, procedentes de la testamentaría de algún buquinista. Era don Cayetano alto y flaco, de edad mediana, si bien el continuo estudio o los padecimientos le habían desmejorado mucho; se expresaba con una corrección alambicada que le sentaba a las mil maravillas, y era cariñoso y amable, a veces con exageración.
Respecto de su vasto saber, ¿qué puede decirse sino que era un verdadero prodigio? En Madrid su nombre no se pronunciaba sin respeto, y si don Cayetano residiera en la capital, no se escapara sin pertenecer, a pesar de su modestia, a todas las academias existentes y por existir. Pero él gustaba del tranquilo aislamiento, y el lugar que en el alma de otros tiene la vanidad, teníalo en el suyo la pasión pura de los libros, el amor al estudio solitario y recogido sin otra ulterior mira y aliciente que los propios libros y el estudio mismo.
Había formado en Orbajosa una de las más ricas bibliotecas que en toda la redondez de España se encuentran, y dentro de ella pasaba largas horas del día y de la noche, compilando, clasificando, tomando apuntes y entresacando diversas suertes de noticias preciosísimas, o realizando quizás algún inaudito y jamás soñado trabajo, digno de tan gran cabeza.
Sus costumbres eran patriarcales; comía poco, bebía menos, y sus únicas calaveradas consistían en alguna merienda en los Alamillos en días muy sonados, y paseos diarios a un lugar llamado Mundogrande, donde a menudo eran desenterradas del fango de veinte siglos medallas romanas y pedazos de arquitrabe, extraños plintos de desconocida arquitectura y tal cual ánfora o cubicularia de inestimable precio.
Vivían don Cayetano y doña Perfecta en una armonía tal, que la paz del Paraíso no se le igualara. Jamás riñeron. Es verdad que él no se mezclaba para nada en los asuntos de la casa, ni ella en los de la biblioteca más que para hacerla barrer y limpiar todos los sábados, respetando con religiosa admiración los libros y papeles que sobre la mesa y en diversos parajes estaban de servicio.
Después de las preguntas y respuestas propias del caso, don Cayetano dijo:
—Ya he visto la caja. Siento mucho que no me trajeras la edición de 1527. Tendré que hacer yo mismo un viaje a Madrid... ¿Vas a estar aquí mucho tiempo? Mientras más, mejor, querido Pepe. ¡Cuánto me alegro de tenerte aquí! Entre los dos vamos a arreglar parte de mi biblioteca y a hacer un índice de escritores de la Jineta. No siempre se encuentra a mano un hombre de tanto talento como tú... Verás mi biblioteca... Podrás darte en ella buenos atracones de lectura... Todo lo que quieras... Verás maravillas, verdaderas maravillas, tesoros inapreciables, rarezas que sólo yo poseo, sólo yo... Pero, en fin, me parece que ya es hora de comer, ¿no es verdad, José? ¿No es verdad Perfecta? ¿No es verdad Rosarito? ¿No es verdad, señor don Inocencio?... hoy es usted dos veces Penitenciario: dígolo porque ¿nos acompañará usted a hacer penitencia?
El canónigo se inclinó y sonriendo mostraba simpáticamente su aquiescencia. La comida fue cordial, y en todos los manjares se advertía la abundancia desproporcionada de los banquetes de pueblo, realizada a costa de la variedad. Había para atracarse doble número de personas que las allí reunidas. La conversación recayó en asuntos diversos.
— Es preciso que visite usted cuanto antes nuestra catedral —dijo el canónigo — . ¡Como esta hay pocas, señor don José!... Verdad es que usted, que tantas maravillas ha visto en el extranjero, no encontrará nada notable en nuestra vieja iglesia... Nosotros, los pobres patanes de Orbajosa, la encontramos divina. El maestro López de Berganza, racionero de ella, la llamaba en el siglo XVI pulchra augustiana... Sin embargo, para hombres de tanto saber como usted, quizás no tenga ningún mérito, y cualquier mercado de hierro será más bello.
Cada vez disgustaba más a Pepe Rey el lenguaje irónico del sagaz canónigo, pero resuelto a contener y disimular su enfado, no contestó sino con palabras vagas. Doña Perfecta tomó en seguida la palabra, y jovialmente se expresó así.
—Cuidado, Pepito; te advierto que si hablas mal de nuestra santa iglesia perderemos las amistades. Tú sabes mucho y eres un hombre eminente que de todo entiendes; pero si
has de descubrir que esa gran fábrica no es la octava maravilla, guárdate en buen hora tu sabiduría, y no nos saques de bobos...
—Lejos de creer que este edificio no es bello —repuso Pepe—, lo poco que de su exterior he visto me ha parecido de imponente hermosura. De modo, señora tía, que no hay para qué asustarse; ni yo soy sabio ni mucho menos.
—Poco a poco —dijo el canónigo, extendiendo la mano y dando paz a la boca por breve rato para que hablando descansase del mascar—. Alto allá: no venga usted aquí haciéndose el modesto, señor don José; que hartos estamos de saber lo muchísimo que usted vale, la gran fama de que goza y el papel importantísimo que desempeñará donde quiera que se presente. No se ven hombres así todos los días. Pero ya que de este modo ensalzo los méritos de usted...
Detúvose para seguir comiendo, y luego que la sin hueso quedó libre, continuó así:
—Ya que de este modo ensalzo los méritos de usted, permítaseme expresar otra opinión con la franqueza que es propia de mi carácter. Sí, señor don José, sí, señor don Cayetano; sí señora y niña mías: la ciencia, tal como la estudian y la propagan los modernos, es la muerte del sentimiento y de las dulces ilusiones.
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