Todo es sencillez, Pepe. Se me figura que te aburrirás, que te aburrirás mucho y al fin tendrás que marcharte.
La tristeza que era normal en el semblante de Rosarito se mostró con tintas y rasgos tan notorios, que Pepe Rey sintió una emoción profunda.
—Estás en un error, querida prima. Ni yo traigo aquí la idea que supones, ni mi carácter ni mi entendimiento están en disonancia con los caracteres y las ideas de aquí. Pero vamos a suponer por un momento que lo estuvieran.
—Vamos a suponerlo...
—En ese caso tengo la firme convicción de que entre tú y yo, entre nosotros dos, querida Rosario, se establecerá una armonía perfecta. Sobre esto no puedo engañarme. El corazón me dice que no me engaño.
Rosarito se ruborizó; pero esforzándose en hacer huir su sonrojo con sonrisas y miradas dirigidas aquí y allí, dijo:
—No vengas ahora con artificios. Si lo dices porque yo he de encontrar siempre bien todo lo que piensas, tienes razón.
—Rosario —exclamó el joven —. Desde que te vi, mi alma se sintió llena de una alegría muy viva... he sentido al mismo tiempo un pesar, el pesar de no haber venido antes a Orbajosa.
—Eso sí que no lo he de creer —dijo ella, afectando jovialidad para encubrir medianamente su emoción—. ¿Tan pronto?... No vengas ahora con palabrotas... Mira, Pepe, yo soy una lugareña, yo no sé hablar más que cosas vulgares; yo no sé francés; yo no me visto con elegancia; yo apenas sé tocar el piano; yo...
—¡Oh, Rosario! —exclamó con ardor el joven—. Dudaba que fueses perfecta; ahora ya sé que lo eres.
Entró de súbito la madre. Rosarito que nada tenía que contestar a las últimas palabras de su primo, conoció, sin embargo, la necesidad de decir algo, y mirando a su madre, habló así:
—¡Ah!, se me había olvidado poner la comida al loro.
—No te ocupes de eso ahora. ¿Para qué os estáis ahí? Lleva a tu primo a dar un paseo por la huerta.
La señora se sonreía con bondad maternal, señalando a su sobrino la frondosa arboleda que tras los cristales aparecía.
—Vamos allá —dijo Pepe levantándose.
Rosarito se lanzó como un pájaro puesto en libertad hacia la vidriera.
—Pepe, que sabe tanto y ha de entender de árboles —afirmó doña Perfecta— te enseñará cómo se hacen los injertos. A ver qué opina él de esos peralitos que se van a trasplantar.
—Ven, ven —dijo Rosarito desde fuera.
Llamaba a su primo con impaciencia. Ambos desaparecieron entre el follaje. Doña Perfecta les vio alejarse, y después se ocupó del loro. Mientras le renovaba la comida, dijo en voz muy baja, con ademán pensativo:
—¡Qué despegado es! Ni siquiera le ha hecho una caricia al pobre animalito.
Luego en voz alta añadió, creyendo en la posibilidad de ser oída por su cuñado:
—Cayetano, ¿qué te parece el sobrino?... ¡Cayetano!
Sordo gruñido indicó que el anticuario volvía al conocimiento de este miserable mundo.
—Cayetano...
—Eso es... eso es... —murmuró con torpe voz el sabio— este caballerito sostendrá como todos la opinión errónea de que las estatuas de Mundogrande proceden de la primera inmigración fenicia. Yo le convenceré...
—Pero Cayetano...
—Pero Perfecta... ¡Bah! ¿También ahora sostendrás que he dormido?
—No, hombre, ¡qué he de sostener yo tal disparate!... ¿Pero no me dices qué te parece ese joven?
Don Cayetano se puso la palma de la mano ante la boca para bostezar más a gusto, y después entabló una larga conversación con la señora.
Los que nos han transmitido las noticias necesarias a la composición de esta historia, pasan por alto aquel diálogo, sin duda porque fue demasiado secreto. En cuanto a lo que hablaron el ingeniero y Rosarito en la hueita aquella tarde, parece evidente que no es digno de mención.
En la tarde del siguiente día ocurrieron sí cosas que no deben pasarse en silencio, por ser de la mayor gravedad. Hallábanse solos ambos primos a hora bastante avanzada de la tarde, después de haber discurrido por distintos parajes de la huerta, atentos el uno al otro y sin tener alma ni sentidos más que para verse y oírse.
—Pepe —decía Rosario—, todo lo que me has dicho es una fantasía, una cantinela, de esas que tan bien sabéis hacer los hombres de chispa. Tú piensas que como soy lugareña creo cuanto me dicen.
—Si me conocieras, como yo creo conocerte a ti, sabrías que jamás digo sino lo que siento. Pero dejémonos de sutilezas tontas y de argucias de amantes que no conducen sino a falsear los sentimientos. Yo no hablaré contigo más lenguaje que el de la verdad.
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