Soñé con el Parnaso y tengo que hacer de albañil y fontanero. Con tal de que no me empujen o resbale… (El AMA ayuda a levantarse a DON MARTÍN.)

(Se oyen voces.)

AMA.—¡Ya va! ¡Un poco de calma! ¡A ver si el agua sube hasta que no quede un niño vivo!

MARTÍN.—(Saliendo.) ¡Bendito sea Dios!

TÍA.—Pobre, ¡qué sino el suyo!

AMA.—Mírese en ese espejo. Él mismo se plancha los cuellos y cose sus calcetines, y cuando estuvo enfermo, que le llevé las natillas, tenía una cama con unas sábanas que tiznaban como el carbón y unas paredes y un lavabillo…, ¡ay!

TÍA.—¡Y otros, tanto!

AMA.—Por eso siempre diré: ¡Malditos, malditos sean los ricos! ¡No quede de ellos ni las uñas de las manos!

TÍA.—¡Déjalos!

AMA.—Pero estoy segura que van al infierno de cabeza. ¿Dónde cree usted que estará don Rafael Salé, explotador de los pobres, que enterraron anteayer, Dios le haya perdonado, con tanto cura y tanta monja y tanto gori-gori? ¡En el infierno! Y él dirá: "¡Que tengo veinte millones de pesetas, no me apretéis con las tenazas! ¡Os doy cuarenta mil duros si me arrancáis estas brasas de los pies!"; pero los demonios, tizonazo por aquí, tizonazo por allá, puntapié que te quiero, bofetadas en la cara, hasta que la sangre se le convierta en carbonilla.

TÍA.—Todos los cristianos sabemos que ningún rico entra en el reino de los cielos, pero a ver si por hablar de ese modo vas a parar también al infierno de cabeza.

AMA.—¿Al infierno yo? Del primer empujón que le doy a la caldera de Pedro Botero hago llegar el agua caliente a los confines de la tierra. No, señora, no. Yo entro en el cielo a la fuerza. (Dulce.) Con usted. Cada una en una butaca de seda celeste que se meza ella sola, y unos abanicos de raso grana. En medio de las dos, en un columpio de jazmines y matas de romero, Rosita meciéndose, y detrás su marido cubierto de rosas, como salió en su caja de esta habitación; con la misma sonrisa, con la misma frente blanca como si fuera de cristal, y usted se mece así, y yo así, y Rosita así, y detrás el Señor tirándonos rosas como si las tres fuéramos un paso de nácar lleno de cirios y caireles.

TÍA.—Y los pañuelos para las lágrimas que se queden aquí abajo.

AMA.—Eso, que se fastidien. Nosotras, ¡juerga celestial!

TÍA.—¡Porque ya no nos queda una sola dentro del corazón!

OBRERO 1º.—Ustedes dirán.

AMA.—Vengan. (Entran. Desde la puerta.) ¡Ánimo!

TÍA.—¡Dios te bendiga! (Se sienta lentamente.)

(Aparece ROSITA con un paquete de cartas en la mano. Silencio.)

TÍA.—¿Se han llevado ya la cómoda?

ROSITA.—En este momento. Su prima Esperanza mandó un niño por un destornillador.

TÍA.—Estarán armando las camas para esta noche. Debimos irnos temprano y haber hecho las cosas a nuestro gusto. Mi prima habrá puesto los muebles de cualquier manera.

ROSITA.—Pero yo prefiero salir de aquí con la calle a oscuras. Si me fuera posible apagaría el farol. De todos modos las vecinas estarán acechando. Con la mudanza ha estado todo el día la puerta llena de chiquillos, como si en la casa hubiera un muerto.

TÍA.—Si yo lo hubiera sabido no hubiese consentido de ninguna manera que tu tío hubiera hipotecado la casa con muebles y todo. Lo que sacamos es lo sucinto, la silla para sentarnos y la cama para dormir.

ROSITA.—Para morir.

TÍA.—¡Fue buena jugada la que nos hizo! ¡Mañana vienen los nuevos dueños! Me gustaría que tu tío nos viera. ¡Viejo tonto! Pusilánime para los negocios. ¡Chalado de las rosas! ¡Hombre sin idea del dinero! Me arruinaba cada día. "Ahí esta Fulano"; y él: "Que entre"; y entraba con los bolsillos vacíos y salía con ellos rebosando plata, y siempre: "Que no se entere mi mujer." ¡El manirroto! ¡El débil! Y no había calamidad que no remediase… ni niños que no amparase, porque…, porque…, tenía el corazón más grande que hombre tuvo…, el alma cristiana más pura…; no, no, ¡cállate, vieja! ¡Cállate, habladora, y respeta la voluntad de Dios! ¡Arruinadas! Muy bien, y ¡silencio!; pero te veo a ti…

ROSITA.—No se preocupe de mí, tía. Yo se que la hipoteca la hizo para pagar mis muebles y mi ajuar, y esto es lo que me duele.

TÍA.—Hizo bien. Tú lo merecías todo. Y todo lo que se compró es digno de ti y será hermoso el día que lo uses.

ROSITA.—¿El día que lo use?

TÍA.—¡Claro! El día de tu boda.

ROSITA.—No me haga usted hablar.

TÍA.—Ese es el defecto de las mujeres decentes de estas tierras. ¡No hablar! No hablamos y tenemos que hablar. (A voces.) ¡Ama! ¿Ha llegado el correo?

ROSITA.—¿Qué se propone usted?

TÍA.—Que me veas vivir, para que aprendas.

ROSITA.—(Abrazándola.) Calle.

TÍA.—Alguna vez tengo que hablar alto. Sal de tus cuatro paredes, hija mía. No te hagas a la desgracia.

ROSITA.—(Arrodillada delante de ella.) Me he acostumbrado a vivir muchos años fuera de mí, pensando en cosas que estaban muy lejos, y ahora que estas cosas ya no existen sigo dando vueltas y más vueltas por un sitio frío, buscando una salida que no he de encontrar nunca.