Insulsos como los acertijos cuya solución se sabe de antemano. Ya se trate del derecho de petición o del impuesto sobre el vino, de la libertad de prensa o de la libertad del comercio, de los clubes o del reglamento municipal, de la protección de la libertad personal o de la regulación del presupuesto del Estado, la consigna se repite siempre, el tema es siempre el mismo, el fallo está siempre preparado y reza invariablemente: «¡Socialismo» Se presenta como socialista hasta el liberalismo burgués, como socialista la ilustración burguesa, como socialista la reforma financiera burguesa. Era socialista construir un ferrocarril donde había ya un canal y socialista defenderse con el palo cuando le atacaban a uno con la espada.
Y esto no era mera retórica, moda, táctica de partido. La burguesía tenía la conciencia exacta de que todas las armas forjadas por ella contra el feudalismo se volvían contra ella misma, de que todos los medios de cultura alumbrados por ella se rebelaban contra su propia civilización, de que todos los dioses que había creado la abandonaban. Comprendía que todas las llamadas libertades civiles y los organismos de progreso atacaban y amenazaban, al mismo tiempo, en la base social y en la cúspide política a su dominación de clase, y por tanto se habían convertido en «socialistas». En esta amenaza y en este ataque veía con razón el secreto del socialismo, cuyo sentido y cuya tendencia juzgaba ella más exactamente que se sabe juzgar a sí mismo el llamado socialismo, el cual no puede comprender por ello cómo la burguesía se cierra a cal y canto contra él, ya gima sentimentalmente sobre los dolores de la humanidad, ya anuncie cristianamente el reino milenario y la fraternidad universal, ya chochee humanísticamente hablando de ingenio, cultura, libertad o cavile doctrinalmente un sistema de conciliación y bienestar de todas las clases sociales. Lo que no comprendía la burguesía era la consecuencia de que su mismo régimen parlamentario, de que dominación política en general tenía que caer también bajo la condenación general, como socialista. Mientras la dominación de la clase burguesa no se hubiese organizado íntegramente, no hubiese adquirido su verdadera expresión política, no podía destacarse tampoco de un modo puro el antagonismo de las otras clases, ni podía, allí donde se destacaba, tomar el giro peligroso que convierte toda lucha contra el poder del Estado en una lucha contra el capital. Cuando en cada manifestación de vida de la sociedad veía un peligro para la «tranquilidad», ¿cómo podía empeñarse en mantener a la cabeza de la sociedad el régimen de la intranquilidad, su propio régimen, el régimen parlamentario, este régimen que, según la expresión de uno de sus oradores, vive en la lucha y merced a la lucha? El régimen parlamentario vive de la discusión, ¿cómo, pues, va a prohibir que se discuta? Todo interés, toda institución social se convierten aquí en ideas generales, se ventilan bajo forma de ideas; ¿cómo, pues, algún interés, alguna institución van a situarse por encima del pensamiento e imponerse como artículo de fe? La lucha de los oradores en la tribuna provoca la lucha de los plumíferos de la prensa, el club de debates del parlamento se complementa necesariamente con los clubes de debates de los salones y de las tabernas, los representantes que apelan continuamente a la opinión del pueblo autorizan a la opinión del pueblo para expresar en peticiones su verdadera opinión. El régimen parlamentario lo deja todo a la decisión de las mayorías; ¿cómo, pues, no van a querer decidir las grandes mayorías fuera del parlamento? Si los que están en las cimas del Estado tocan el violín, ¿qué cosa más natural sino que los que están abajo bailen?
Por tanto, cuando la burguesía excomulga como «socialista» lo que antes ensalzaba como «liberal», confiesa que su propio interés le ordena esquivar el peligro de su Gobierno propio, que para poder imponer la tranquilidad en el país tiene que imponérsela ante todo a su parlamento burgués, que para mantener intacto su poder social tiene que quebrantar su poder político; que los individuos burgueses sólo pueden seguir explotando a otras clases y disfrutando apaciblemente de la propiedad, la familia, la religión y el orden bajo la condición de que su clase sea condenada con las otras clases a la misma nulidad política; que, para salvar la bolsa, hay que renunciar a la corona, y que la espada que había de protegerla tiene que pender al mismo tiempo sobre su propia cabeza como la espada de Damocles.
En el campo de los intereses cívicos generales, la Asamblea Nacional se mostró tan improductiva, que, por ejemplo, los debates sobre el ferrocarril París-Aviñón, comenzados en el invierno de 1850, no habían terminado todavía el 2 de diciembre de 1851. Donde no se trataba de oprimir, de actuar reaccionariamente, estaba condenada a una esterilidad incurable.
Mientras el ministerio de Bonaparte tomaba en parte la iniciativa de leyes en el espíritu del partido del orden, y en parte exageraba todavía más su severidad en la ejecución y manejo de las mismas, el propio Bonaparte intentaba, mediante propuestas puerilmente necias, ganar popularidad, poner de manifiesto su antagonismo con la Asamblea Nacional y apuntar al designio secreto de abrir al pueblo francés sus tesoros ocultos, designio cuya ejecución sólo impedían provisionalmente las circunstancias. Así, la proposición de decretar un aumento de cuatro sous[76] diarios para los sueldos de los suboficiales. Así la proposición de crear un Banco para conceder créditos de honro a los obreros. Obtener dinero regalado y prestado: he aquí la perspectiva con que esperaba que las masas picasen el anzuelo. Regalar y recibir prestado: a eso se limita la ciencia financiera del lumpemproletariado, lo mismo del distinguido que del vulgar. A esto se limitaban los resortes que Bonaparte sabía poner en movimiento. Jamás un pretendiente ha especulado más simplemente sobre la simpleza de las masas.
La Asamblea Nacional montó repetidas veces en cólera ante estos intentos innegables de ganar popularidad a costa suya, ante el peligro creciente de que este aventurero, al que espoleaban las deudas y al que no contenía el temor de perder reputación adquirida, osase un golpe desesperado. La desarmonía entre el partido del orden y el presidente había adoptado ya un carácter amenazador, cuando un acontecimiento inesperado volvió a echarse a éste, arrepentido, en brazos de aquél. Nos referimos a las elecciones parciales del 10 de marzo de 1850. Estas elecciones se celebraron para cubrir los puestos de diputados que la prisión o el destierro habían dejado vacantes después del 13 de junio. París sólo eligió a candidatos socialdemócratas. Concentró incluso la mayoría de los votos en un insurrecto junio de 1848, en De Flotte. La pequeña burguesía de París, aliada al proletariado, se vengaba así de su derrota del 13 de junio de 1849. Parecía como si sólo se hubiese retirado del campo de batalla en el momento de peligro para volver a pisarlo, con un amasa mayor de fuerzas combativas y con una consigna de guerra más audaz, al presentarse la ocasión propicia. Una circunstancia parecía aumentar el peligro de esta victoria electoral. El ejército votó en París por el insurrecto de junio, contra La Hitte, un ministro de Bonaparte, y en los departamentos votó en gran parte por los «montañeses», que también aquí, aunque no de un modo tan decisivo como en París, afirmaron la supremacía sobre sus adversarios.
Bonaparte viose, de pronto, colocado otra vez frente a la revolución. Lo mismo que el 29 de enero de 1849, lo mismo que el 13 de junio de 1849, el 10 de marzo de 1850 desapareció detrás del partido del orden. Se inclinó pidió pusilánimemente perdón, se brindó a nombrar cualquier ministerio que la mayoría parlamentaria ordenase, suplicó incluso a los jefes de partido, orleanistas y legitimistas, a los Thiers, a los Berryer, a los Broglie, a los Molé, en una palabra, a los llamados «burgraves»[77] a que empuñasen ellos mismos el timón del Estado. El partido del orden no supo aprovechar este momento único. En vez de tomar audazmente el poder que le ofrecían no obligó siquiera a Bonaparte a reponer el ministerio destituido el 1 de noviembre; se contentó con humillarle mediante le perdón y con incorporar al ministerio d'Hautpoul al señor Baroche.
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