Tengo todo esto contra usted; pero, sobre todo, tengo un limpio caso contra ambos, usted y su matón en el caso del diamante de la Corona.
—¿De veras?
—Tengo el chófer que lo llevó hasta Whitehall y el chófer que lo trajo de vuelta. Tengo al ordenanza que los vio cerca de la vitrina. Tengo a Ikey Sanders, quien rehúsa interceder por usted. Ikey lo ha delatado, y el juego ha terminado.
Las venas saltaron en la frente del conde. Sus oscuras y peludas manos se cerraron con fuerza en una convulsión de emoción controlada. Trató de hablar, pero las palabras no tomaban forma.
—Esa es la mano que estoy jugando —dijo Holmes—. Las cartas están puestas sobre la mesa. Pero una carta está perdida. Es el Rey de Diamantes. No sé donde está la piedra.
—Y nunca lo sabrá.
—¿No? Ahora, sea razonable, conde. Considere la situación. Lo van a encerrar por veinte años. Y también a Sam Merton. ¿De qué les va a servir el diamante? De nada absolutamente. Pero si lo entrega estoy dispuesto a todo aunque se trate de un delito. No queremos ni a usted ni a Sam. Queremos la piedra. Dénosla, y por lo que a mí respecta, puede vivir en libertad, mientras se porte bien de aquí en adelante. Si comete otro desliz... bueno, será el último. Pero ahora mi encargo es recuperar la piedra, no detenerlo a usted.
—¿Y si me niego?
—Pues, entonces... ¡Qué pena...! Será usted y no la piedra.
Billy apareció en respuesta a la llamada del timbre.
—Creo, conde, que convendría que también su amigo Sam asistiese a esta conferencia. Después de todo, es justo que sus intereses estén representados. Billy del lado de afuera de la puerta de la calle verás a un señor muy corpulento y feo. Invítelo a subir.
—¿Y si no quiere, señor?
—No quiero violencias, Billy. No lo maltrate. Si usted le dice que el conde Sylvius lo necesita, vendrá con seguridad.
—¿Qué es lo que va a hacer ahora? —preguntó el conde Sylvius cuando Billy desapareció.
—Hace un momento se encontraba aquí mi amigo Watson. Le conté que tenía en mis redes a un tiburón y a un gobio; ahora me dispongo a levantar la red y a que salgan juntos.
El conde se había levantado de su asiento y tenía la mano en su espalda. Holmes hizo que algo sobresaliese del bolsillo de su bata.
—Holmes, usted no morirá en la cama.
—Esa idea se me ha ocurrido muchas veces, pero ¿de verdad que tiene mucha importancia? A fin de cuentas, conde, usted mismo tiene más probabilidades de morir en posición perpendicular y no en posición horizontal. Pero esta clase de previsiones del futuro resultan morbosas.
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