Con esa frente tan grande, esa nariz respingona, esas orejas puntiagudas, esos ojos risueños… Sylvestre, el hombre de los bosques. Le va que ni pintado.

De todos los hijos de Hélène, Colette es mi preferida. No es bonita, pero tiene lo que yo más apreciaba en las mujeres cuando era joven: fuego. También sus ojos ríen, como su boca grande; sus cabellos negros y ligeros se escapan en pequeños bucles del chal, que se había echado sobre la cabeza, porque, según ella, la corriente le daba en el cuello. Dicen que se parece a Hélène de joven. Yo no me acuerdo. Desde que nació su cuarto hijo, el pequeño Loulou, que ahora tiene nueve años, ha engordado, y la mujer de cuarenta años y piel suave y ajada se superpone en mi memoria a la Hélène que conocí con veinte. Ahora tiene un aire de feliz placidez que relaja. Esa velada en mi casa era una visita de presentación oficial: tenía que conocer al novio de Colette. Es Jean Dorin, de los Dorin del Molino Nuevo, harineros de padres a hijos. Un hermoso río, verde y espumoso, pasa ante su molino. Yo iba allí a pescar truchas, cuando su padre aún vivía.

—Nos harás buenos platos de pescado, Colette —dije.

François no quería probar mi ponche: sólo bebía agua. Lleva una fina y puntiaguda perilla gris, que se acaricia suavemente.

—Cuando dejes este mundo, no tendrás que echarlo de menos, o más bien cuando el mundo te deje a ti, como ha hecho conmigo… —comenté, porque a veces tengo la sensación de que la vida me ha escupido como un mar encrespado y he ido a parar a una orilla triste, como una barca vieja aunque todavía resistente, pero con los colores desteñidos por el agua y corroídos por la sal—. Como no te gusta ni el vino, ni la caza ni las mujeres, no echarás nada de menos.

—Echaré de menos a mi mujer —dijo él sonriendo.

Fue entonces cuando Colette se sentó junto a su madre y le pidió:

—Mamá, cuéntame tu noviazgo con papá. Nunca me has hablado de vosotros. ¿Por qué? Sé que fue una historia novelesca, que os queríais desde hacía mucho tiempo… Nunca me lo has contado. ¿Por qué?

—Porque nunca me lo has preguntado.

—Pues te lo pregunto ahora.

Hélène se defendía riendo.

—Eso no es asunto tuyo —respondió.

—No quieres decirlo porque te da vergüenza. Por el primo Silvio no puede ser: seguro que lo sabe todo. ¿Es por Jean? Pero pronto será tu hijo, mamá, y tiene que conocerte como te conozco yo. ¡Cuánto me gustaría que él y yo viviéramos siempre como tú y papá! Estoy segura de que nunca os habéis peleado.

—No es por Jean —dijo Hélène—, sino por esos dos grandullones. —E indicó a sus hijos con una sonrisa.

Los chicos estaban sentados en el suelo, echando piñas al fuego.

Tenían los bolsillos llenos. Las piñas estallaban entre las llamas con un ruido fuerte y seco.

Georges y Henri, que tienen quince y trece años, respondieron:

—Si es por nosotros, adelante, no te apures. Vuestras historias de amor no nos interesan —añadió con desdén Georges, que ya está cambiando la voz.

En cuanto al pequeño Loulou, se había dormido. Pero Hélène meneaba la cabeza y no quería hablar. El novio de Colette intervino tímidamente:

—Forman ustedes una pareja modélica. Espero que nosotros… algún día… también…

Balbuceaba. Parece buen chico; tiene una cara delgada y agradable, y unos ojos bonitos e inquietos como los de una liebre. Es curioso que Hélène y Colette, madre e hija, hayan elegido como marido la misma clase de hombre, sensible, delicado, casi femenino, fácil de dominar y al mismo tiempo reservado, taciturno, casi pudibundo.

¡Qué distinto era yo, Dios mío! Los miraba a los siete. Estaba un poco aparte.

Habíamos cenado en la sala, que es el único lugar habitable de la casa, junto con la cocina. Duermo en una especie de buhardilla que hay en el granero.