Oyó acercarse sus pasos, cada vez más. Kampf se sentó en un sofá delante de Antoinette. Rosine dio unas vueltas por la estancia; encendió los apliques de la chimenea y luego los apagó. Resplandecía de diamantes.
–Siéntate -dijo Kampf en voz baja-; es una tontería que te alteres así.
Rosine se colocó de tal manera que Antoinette, que había abierto los ojos y adelantado la cabeza hasta tocar con la mejilla la madera del canapé, vio a su madre de pie delante de ella, y le sorprendió la expresión de aquel rostro autoritario, una expresión que no le conocía: una suerte de humildad, de celo, de espanto…
–Alfred, ¿tú crees que saldrá bien? – preguntó con una voz temblorosa de niña pequeña.
Alfred no tuvo tiempo de responder, pues un timbrazo resonó de pronto en todo el piso.
Rosine juntó las manos.
–¡Oh, Dios mío, ya empieza! – bisbiseó, como si se tratara de un temblor de tierra.
Los dos se lanzaron hacia la puerta del salón con los dos batientes abiertos.
Al cabo de un instante, Antoinette los vio regresar escoltando a la señorita Isabelle, que hablaba muy alto, con una voz diferente ella también, poco habitual, alta y aguda, con pequeñas carcajadas que punteaban sus frases como fuegos de artificio.
«Me había olvidado de ésta», pensó Antoinette con espanto.
La señora Kampf, radiante ahora, hablaba sin parar; había recobrado su aspecto arrogante y alegre; guiñaba el ojo con malicia a su marido, señalándole furtivamente el vestido de la señorita Isabelle, en tul amarillo, y en torno a su largo cuello enjuto una boa de plumas que agitaba con ambas manos como el abanico de Celimena; del extremo de una cinta de terciopelo naranja que rodeaba su muñeca colgaban unos impertinentes de plata.
–¿No conocía usted esta habitación, Isabelle?
–No; es preciosa, ¿quién se la ha amueblado? ¡Oh!, qué encantadores estos jarroncitos de porcelana. Vaya, ¿a usted todavía le gusta el estilo japonés, Rosine? Yo siempre lo defiendo; el otro día precisamente les decía a los Bloch-Levy, los Salomón, ¿los conoce?, que criticaban este estilo por feo y por dar impresión de «nuevo rico» (según su expresión): «Ustedes dirán lo que quieran, pero es alegre, es vital, y además, aunque sea menos caro, por ejemplo, que el Luis XV, eso no es un defecto, al contrario…»
–Pero se equivoca usted por completo, Isabelle -protestó Rosine con viveza-. Lo chino antiguo y lo japonés alcanzan unos precios de locura. Este jarroncito con los pájaros, por ejemplo…
–Bastante moderno…
–Mi marido pagó diez mil francos por él en el Hôtel Drouot… ¿Qué digo, diez mil francos? Doce mil, ¿no es cierto, Alfred? ¡Oh!, le regañé, pero no por mucho tiempo; a mí también me encanta buscar y comprar objetos artísticos, es mi pasión.
Kampf dijo animadamente:
–Tomarán una copita de oporto, ¿verdad, señoras? Traiga -dijo a Georges, que entraba- tres copas de oporto Sandeman y unos emparedados, emparedados de caviar…
Como la señorita Isabelle se había alejado y examinaba, a través de sus impertinentes, un Buda dorado sobre un cojín de terciopelo, la señora Kampf resopló rápidamente.
–Unos emparedados, estás loco, ¡no me vas a estropear toda la mesa por ella! Georges, traiga unas galletas en el cestito de Sajonia, en el cestito de Sajonia, ¿me ha oído bien?
–Sí, señora.
Georges regresó en un instante con la bandeja y la garrafita de Baccarat. Los tres bebieron en silencio. Después la señora Kampf y la señorita Isabelle se sentaron en el canapé detrás del cual se ocultaba Antoinette. Adelantando la mano, habría podido tocar los zapatos plateados de su madre y los escarpines de raso amarillo de su profesora. Kampf se paseaba de un lado a otro lanzando miradas furtivas al reloj de pared.
–Y cuénteme, ¿a quién veremos esta noche? – preguntó la señorita Isabelle.
–¡Oh! – dijo Rosine-, algunas personas encantadoras, también algunos vejestorios, como la vieja marquesa de San Palacio, a quien debo devolver la cortesía; además, le gusta tanto venir a casa… La vi ayer, tenía que irse; me dijo: «Querida mía, he retrasado ocho horas mi partida al Midi por su velada: se pasa tan bien en su casa…»
–¡Ah!, ¿ha organizado ya otros bailes? – preguntó la señorita Isabelle, y apretó los labios.
–No, no -se apresuró a decir la señora Kampf-, simplemente algunos tés; no la he invitado porque sé que está usted tan ocupada durante el día…
–Sí, en efecto; además, el año que viene pienso también dar unos conciertos…
–¿En serio? ¡Qué excelente idea!
Callaron.
La señorita Isabelle examinó una vez más las paredes de la estancia.
–Encantadora, encantadora de verdad, con mucho gusto…
De nuevo se hizo el silencio. Las dos mujeres emitieron una tosecilla. Rosine se alisó el cabello. La señorita Isabelle se ajustó la falda minuciosamente.
–Qué buen tiempo hemos tenido estos días, ¿verdad?
Kampf intervino de pronto:
–Vamos, no podemos quedarnos así, con los brazos cruzados, ¿no? ¡Sí que tarda la gente, por eso! Porque en las tarjetas pusiste a las diez, ¿verdad, Rosine?
–Veo que me he adelantado mucho.
–Qué va, querida, ¿qué dice? Es una costumbre horrible la de llegar tan tarde, es deplorable…
–Propongo que bailemos -dijo Kampf dando una palmada jovialmente.
–¡Por supuesto, qué buena idea! Pueden empezar a tocar -exclamó la señora Kampf a la orquesta-: Un charlestón.
–¿Sabe bailar el charlestón, Isabelle?
–Claro que sí, un poco, como todo el mundo…
–Ah, pues no le faltarán acompañantes. El marqués de Itcharra, por ejemplo, el sobrino del embajador de España, siempre gana todos los premios en Deauville, ¿verdad, Rosine? Mientras esperamos, abramos el baile…
Se alejaron, y la orquesta bramó en el salón desierto. Antoinette vio que su madre se levantaba, corría a la ventana y pegaba -también ella, pensó la niña- el rostro a los cristales fríos. El reloj de pared dio las diez y media.
–Dios mío, Dios mío, pero ¿qué pretenden? – susurró la señora Kampf agitadamente-. Que el diablo se lleve a esta vieja loca -añadió, casi en voz alta, y al punto aplaudió y exclamó entre risas-: ¡Ah!, estupendo, estupendo; no sabía que bailaba tan bien, Isabelle.
–Pero si baila como Joséphine Baker -afirmó Kampf desde el otro lado del salón.
Terminado el baile, el anfitrión dijo:
–Rosine, voy a llevar a Isabelle al bar, no se ponga celosa.
–Pero ¿usted no nos acompaña, querida?
–Un instante si me lo permite, tengo que dar unas órdenes a los criados y enseguida me reúno con ustedes…
–Voy a coquetear con Isabelle durante toda la velada, está avisada, Rosine.
La señora Kampf tuvo fuerzas para reírse y amenazarles con el dedo; pero no pronunció una palabra y, en cuanto se quedó sola, se pegó de nuevo a la ventana. Se oían los automóviles que subían por la avenida; algunos ralentizaban la marcha delante de la casa; entonces ella se inclinaba y devoraba con los ojos la oscura calle invernal, pero los automóviles se alejaban, se perdían entre las sombras. A medida que transcurría el tiempo, los automóviles eran cada vez más escasos y durante largos minutos no se oía ni un solo ruido en la avenida desierta, como en provincias; apenas el ruido del tranvía en la calle de al lado, y bocinazos distantes, suavizados, amortiguados por la distancia…
Rosine hacía rechinar las mandíbulas como presa de la fiebre. Once menos cuarto. Once menos diez. En el salón vacío, un pequeño reloj daba la hora con pequeños toques acuciantes, de timbre agudo y claro; el del comedor respondió, insistió, y al otro lado de la calle, el gran reloj del frontispicio de una iglesia tocaba lenta y gravemente, cada vez más fuerte a medida que desgranaba las horas.
–… nueve, diez, once -contó con desesperación, levantando al cielo los brazos llenos de diamantes-. Pero ¿qué pasa? ¿Qué ha ocurrido, Jesús bendito?
Alfred regresó con Isabelle y los tres se miraron sin hablar.
La anfitriona rió con nerviosismo.
–Es un poco raro, ¿no? A menos que haya ocurrido algo…
–¡Oh! Querida mía, a menos que haya habido un terremoto -dijo la invitada con tono triunfal.
Pero la señora Kampf no se rindió todavía. Jugueteando con sus perlas, pero con la voz ronca por la angustia, dijo:
–¡Oh!, no significa nada; imagínese, el otro día estaba en casa de mi amiga la condesa de Brunelleschi y los primeros invitados empezaron a llegar a las doce menos cuarto. Así que…
–Pues es bastante molesto para la señora de la casa, irritante -murmuró la señorita Isabelle con dulzura.
–¡Oh!, es… es una costumbre que hay que imitar, ¿no es así?
En aquel instante sonó el timbre. Alfred y Rosine se abalanzaron hacia la puerta.
–Toquen -ordenó Rosine a los músicos.
Ellos atacaron un blues briosamente. No aparecía nadie. Rosine no pudo soportarlo más. Interpeló:
–Georges, Georges, han llamado a la puerta, ¿no lo ha oído?
–Son los helados que traen de chez Rey.
La señora Kampf estalló:
–Les digo que ha ocurrido algo, un accidente, un malentendido, una confusión de fechas, de hora, ¡yo qué sé! Las once y diez, son la once y diez -repitió con desesperación.
–¿Las once y diez ya? – exclamó la señorita Isabelle-.
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