Entonces se le añadían diez kopeks más, y el asunto quedaba resuelto. Pero aquel día Petrovich parecía no estar borracho y por eso se mostraba terco, poco hablador y dispuesto a pedir precios exorbitantes.

Akakiy Akakievich se dio cuenta de todo esto y quiso, como quien dice, tomar las de Villadiego; pero ya no era posible. Petrovich clavó en él su ojo torcido y Akakiy Akakievich dijo sin querer:

—¡Buenos días, Petrovich!

—¡Muy buenos los tenga usted también! —respondió Petrovich, mirando de soslayo las manos de Akakiy Akakievich para ver qué clase de botín traía éste.

—Vengo a verte, Petrovich, pues yo…

Conviene saber que Akakiy Akakievich se expresaba siempre por medio de preposiciones, adverbios y partículas gramaticales que no tienen ningún significado. Si el asunto en cuestión era muy delicado, tenía la costumbre de no terminar la frase, de modo que a menudo empezaba por las palabras: «Es verdad, justamente eso…», y después no seguía nada y él mismo se olvidaba, pensando que lo había dicho todo.

—¿Qué quiere, pues? —le preguntó Petrovich, inspeccionando en aquel instante con su único ojo todo el uniforme, el cuello, las mangas, la espalda, los faldones y los ojales, que conocía muy bien, ya que era su propio trabajo.

Ésta es la costumbre de todos los sastres y es lo primero que hizo Petrovich.

—Verás, Petrovich…; yo quisiera que… este abrigo…; mira el paño…; ¿ves?, por todas partes está fuerte…, sólo que está un poco cubierto de polvo, parece gastado; pero en realidad está nuevo, sólo una parte está un tanto…, un poquito en la espalda y también algo gastado en el hombro y un poco en el otro hombro… Mira, eso es todo… No es mucho trabajo…

Petrovich tomó el abrigo, lo extendió sobre la mesa y lo examinó detenidamente. Después meneó la cabeza y extendió la mano hacia la ventana para coger su tabaquera redonda con el retrato de un general, cuyo nombre no se podía precisar, puesto que la parte donde antes se viera la cara estaba perforada por el dedo y tapada ahora con un pedazo rectangular de papel. Después de tomar una pulgada de rapé, Petrovich puso el abrigo al trasluz y volvió a menear la cabeza. Luego lo puso al revés con el forro hacia afuera, y de nuevo meneó la cabeza; volvió a levantar la tapa de la tabaquera adornada con el retrato del general y arreglada con aquel pedazo de papel, e introduciendo el rapé en la nariz, cerró la tabaquera y se la guardó, diciendo por fin:

—Aquí no se puede arreglar nada. Es una prenda gastada.

Al oír estas palabras, el corazón se le oprimió al pobre Akakiy Akakievich.

—¿Por qué no es posible, Petrovich? —preguntó con voz suplicante de niño—. Sólo esto de los hombros está estropeado y tú tendrás seguramente algún pedazo…

—Sí, en cuanto a los pedazos se podrían encontrar —dijo Petrovich—; sólo que no se pueden poner, pues el paño está completamente podrido y se deshará en cuanto se toque con la aguja.

—Pues que se deshaga, tú no tienes más que ponerle un remiendo.

—No puedo poner el remiendo en ningún sitio, no hay dónde fijarlo, además, sería un remiendo demasiado grande. Esto ya no es paño; un golpe de viento basta para arrancarlo.

—Bueno, pues refuérzalo…; cómo no…, efectivamente, eso es…

—No —dijo Petrovich con firmeza—; no se puede hacer nada. Es un asunto muy malo. Será mejor que se haga con él unas onuchkas para cuando llegue el invierno y empiece a hacer frío, porque las medias no abrigan nada, no son más que un invento de los alemanes para hacer dinero —Petrovich aprovechaba gustoso la ocasión para meterse con los alemanes—. En cuanto al abrigo, tendrá que hacerse otro nuevo.

Al oír la palabra nuevo, Akakiy Akakievich sintió que se le nublaba la vista y le pareció que todo lo que había en la habitación empezaba a dar vueltas. Lo único que pudo ver claramente era el semblante del general tapado con el papel en la tabaquera de Petrovich.

—¡Cómo uno nuevo! —murmuró como en sueño—. Si no tengo dinero para ello.

—Sí; uno nuevo —repitió Petrovich con brutal tranquilidad.

—…Y de ser nuevo…, ¿cuánto sería…?

—¿Que cuánto costaría?

—Sí.

—Pues unos ciento cincuenta rublos —contestó Petrovich, y al decir esto apretó los labios.

Era muy amigo de los efectos fuertes y le gustaba dejar pasmado al cliente y luego mirar de soslayo para ver qué cara de susto ponía al oír tales palabras.

—¡Ciento cincuenta rublos por el abrigo! —exclamó el pobre Akakiy Akakievich.

Quizá por primera vez se le escapaba semejante grito, ya que siempre se distinguía por su voz muy suave.

—Sí —dijo Petrovich—. Y además, ¡qué abrigo! Si se le pone un cuello de marta y se le forra el capuchón con seda, entonces vendrá a costar hasta doscientos rublos.

—¡Por Dios, Petrovich! —le dijo Akakiy Akakievich con voz suplicante, sin escuchar, es decir, esforzándose en no prestar atención a todas sus palabras y efectos—. Arréglalo como sea para que sirva todavía algún tiempo.

—¡No! Eso sería tirar el trabajo y el dinero… —repuso Petrovich.

Y tras aquellas palabras, Akakiy Akakievich quedó completamente abatido y se marchó. Mientras tanto, Petrovich permaneció aun largo rato en pie, con los labios expresivamente apretados, sin comenzar su trabajo, satisfecho de haber sabido mantener su propia dignidad y de no haber faltado a su oficio.

Cuando Akakiy Akakievich salió a la calle se hallaba como en un sueño.

«¡Qué cosa! —decía para sí—. Jamás hubiera pensado que iba a terminar así… ¡Vaya! —exclamó después de unos minutos de silencio—. ¡He aquí al extremo que hemos llegado! La verdad es que yo nunca podía suponer que llegara a esto… —y después de otro largo silencio, terminó diciendo—: ¡Pues así es! ¡Esto sí que es inesperado!… ¡Qué situación!…»

Dicho esto, en vez de volver a su casa se fue, sin darse cuenta, en dirección contraria. En el camino tropezó con un deshollinador, que, rozándole el hombro, se lo manchó de negro; del techo de una casa en construcción le cayó una respetable cantidad de cal; pero él no se daba cuenta de nada. Sólo cuando se dio de cara con un guardia, que habiendo colocado la alabarda junto a él echaba rapé de la tabaquera en su palma callosa, se dio cuenta porque el guardia le gritó:

—¿Por qué te metes debajo de mis narices? ¿Acaso no tienes la acera?

Esto le hizo mirar en torno suyo y volver a casa. Solamente entonces empezó a reconcentrar sus pensamientos, y vio claramente la situación en que se hallaba y comenzó a monologar consigo mismo, no en forma incoherente, sino con lógica y franqueza, como si hablase con un amigo inteligente a quien se puede confiar lo más íntimo de su corazón

—No —decía Akakiy Akakievich—; ahora no se puede hablar con Petrovich, pues está algo…; su mujer debe de haberle proporcionado una buena paliza. Será mejor que vaya a verle un domingo por la mañana; después de la noche del sábado estará medio dormido, bizqueando, y deseará beber para reanimarse algo, y como su mujer no le habrá dado dinero, yo le daré una moneda de diez kopeks y él se volverá más tratable y arreglará el abrigo…

Y ésta fue la resolución que tomó Akakiy Akakievich. Y procurando animarse, esperó hasta el domingo. Cuando vio salir a la mujer de Petrovich, fue directamente a su casa. En efecto, Petrovich, después de la borrachera de la víspera, estaba más bizco que nunca, tenía la cabeza inclinada y estaba medio dormido; pero con todo eso, en cuanto se enteró de lo que se trataba, exclamó como si le impulsara el propio demonio:

—¡No puede ser! ¡Haga el favor de mandarme hacer otro abrigo!

Y entonces fue cuando Akakiy Akakievich le metió en la mano la moneda de diez kopeks.

—Gracias, señor; ahora podré reanimarme un poco bebiendo a su salud —dijo Petrovich—. En cuanto al abrigo, no debe pensar más en él, no sirve para nada. Yo le haré uno estupendo…, se lo garantizo.

Akakiy Akakievich volvió a insistir sobre el arreglo; pero Petrovich no le quiso escuchar.

—Le haré uno nuevo, magnífico… Puede contar conmigo; lo haré lo mejor que pueda. Incluso podrá abrochar el cuello con corchetes de plata, según la última moda.

Sólo entonces vio Akakiy Akakievich que no podía pasarse sin un nuevo abrigo y perdió el ánimo por completo.

Pero ¿cómo y con qué dinero iba a hacérselo? Claro, podía contar con un aguinaldo que le darían en las próximas fiestas.