Su madre murió poco después de nacer él, y no hace mucho se quedó también sin padre…

El viejo.- ¡Pobrecillo! Así le hago yo más falta…

Madav.- El médico dice que no hay parte sana en su cuerpecito, y que no tiene esperanza de que viva.

Dice que lo único que hay que hacer es guardarlo de este viento del otoño y de este sol… ¡Pero tú eres el demonio!… ¡Cuidado con tu manía de irte por ahí, a tus años, con los chiquillos!

El viejo.- ¡Bendito Dios! ¿Conque tan malo como el viento y el sol del otoño, eh? ¡Pues también sé hacer que se estén los niños quietecitos en casa, amigo!… Esta tarde, cuando acabe el trabajo, me vendré por aquí a jugar con tu niño…

(Sale).

Escena tercera

(Madav y Amal)

Amal (entrando).- Tío; oye, tío…

Madav.- Amal, hijo, ¿eres tú?

Amal.- ¿No me dejas salir un poquito del patio?

Madav.- No, rey de mi corazón, no salgas…

Amal.- ¡Anda, un poquito nada más!… Voy con tita, a verla majar las lentejas. ¡Mira la ardilla, allí sentada con su rabo tieso; mira cómo coje con sus manitas las semillas y se las come!… ¿Voy de una carrera?

Madav.- No, vida mía, no…

Amal.- ¡Ojalá fuera yo una ardilla!

¡Iba a jugar más!… Tío, ¿por qué no me dejas ir donde yo quiera?

Madav.- Porque el médico dice que no es bueno para ti, hijo.

Amal.- ¿Y cómo lo sabe él, di?

Madav.- ¡Qué ocurrencias tienes!

¿Cómo no ha de saberlo, con esos libros tan gordos que lee?

Amal.- ¿Y en los libros lo pone todo?

Madav.- Claro, ¿no sabes que sí?

Amal (suspirando).- Yo qué sé…

Como yo no leo libros…

Madav.- Pues para que lo sepas; los hombres sabios, que lo saben todo, son como tú; nunca salen de casa…

Amal.- ¿De veras? ¿Nunca?

Madav.- Nunca. ¿Cómo quieres que salgan? Desde que se levantan hasta que se acuestan, están dale que le das a los libros, y no les queda tiempo, ni tienen ojos para otra cosa. Cuando tú seas mayor, serás sabio. Siempre estarás metido en casa, leyendo librotes. Y la jente que pase se quedará mirándote, y dirá: “!Lo que sabe! ¡Es una maravilla!”

Amal.- ¡No, tío, no; por tus queridos pies; no, yo no quiero ser sabio; no quiero, no quiero!…

Madav.- Pues mira, mira, mi suerte hubiera sido ser sabio…

Amal.- A mí me gustaría más ir a muchos sitios y ver todo lo que hay que ver.

Madav.- ¡Tontón, ver! ¿Y qué quieres ver? ¡Vamos! ¿Qué es eso que tiene tanto que ver?

Amal.- Mira esa montaña que se divisa desde la ventana… ¡Algunas veces me dan unas ganas de irme corriendo por encima de ella!

Madav.- ¡Eres tonto! ¿Tú crees que no hay más que ir y subirse a la punta de la montaña? ¿Y luego qué, vamos a ver?… ¡Tú estás loco, hijo! ¿No comprendes tú que si esa montaña está ahí de pie, como está, está para algo? Si pudiéramos ir más allá, ¿para qué amontonar tanto pedrote? ¿A qué habrían hecho una cosa tan grande? Vamos hombre…

Amal.- ¿Tú crees, tío, que la han hecho para que nadie pase? Pues a mí me parece que es que como la tierra no puede hablar, levanta las manos hasta el cielo y nos llama; y los que viven lejos y están sentados, solos siempre, en su ventana, la ven llamar… Pero será que los que son sabios…

Madav.- ¡Te figurarás tú que los sabios no tienen que pensar más que en esas tonterías! ¡Tendrían que estar tan locos como tú!…

Amal.- Pues oye, ayer conocí a uno que está entonces tan loco como yo…

Madav.- ¡Dios santo! ¿De veras?

¿Quién?

Amal.-…Llevaba un palo de bambú al hombro, con un lío en la punta, y llevaba un perol en las mano, y tenía puestas unas botas más viejas…

Iba, camino de los montes, por aquel prado que está allí… Y yo le grité: “?Dónde vas?” Él contestó: “Qué sé yo, no sé, a cualquier parte…” Y yo le pregunté otra vez: “?Por qué te vas?” Y me dijo:

“Voy a buscar trabajo…” Tío, di, ¿tú no tienes que buscar trabajo?

Madav.- ¡Claro que sí! Hay mucha jente que busca trabajo por ahí…

Amal.- ¡Qué gusto! Pues yo me voy a ir también por ahí a buscar cosas que hacer…

Madav.- Pon que no encuentres nada.

¿Entonces?

Amal.- ¡Eso sí que sería divertido!

Pues entonces iría más lejos todavía… Tío, yo estuve mirando mucho tiempo a aquel hombre que se iba, despacio, despacio, con sus botas viejas… Cuando llegó a ese sitio por donde el arroyo pasa debajo de la higuera, se puso a lavarse los pies… Luego, sacó de su lío una poca de harina de grama, le echaba un chorrito de agua, y se la comía… Luego, ató su lío y se lo cargó otra vez al hombro; se recojió el faldón hasta la rodilla, y pasó el arroyo… Ya le he dicho yo a tita que me tiene que dejar ir al arroyo a comerme mi harina de grama, como él…

Madav.- ¿Y qué te ha dicho tita?

Amal.- Me dijo: “Ponte bueno, y entonces te llevaré al arroyo…” Di tú, ¿cuándo voy a ponerme bueno?

Madav.- Ya pronto, vida mía.

Amal.- ¡Qué bien! Entonces, en cuantito esté bueno otra vez, me iré, ¿verdad?

Madav.- Y ¿adónde quieres ir, di?

Amal.- No sé. Me iré andando, andando… Pasaré muchos arroyos, metiéndome en el agua. Toda la jente estará dormida, con las puertas cerradas, porque hará ya mucho calor… Y yo seguiré andando, andando; y buscaré trabajo lejos, muy lejos, más lejos cada vez…

Madav.- Bueno; pero creo que primero debes procurar ponerte bien, y después…

Amal.- Entonces, ¿ya no vas tú a querer que yo sea sabio, verdad, tío?

Madav.- ¿Y qué te gustaría ser a ti, vamos a ver?

Amal.- Ahora no lo tengo pensado; pero ya te lo diré yo luego.

Madav.- Y mira: no quiero que llames a ningún desconocido ni que te pongas a hablar con todo el que pasa, ¿sabes?

Amal.- ¡Si a mí me gusta tanto hablar con ellos!

Madav.- ¿Y si te robaran?

Amal.- ¡Eso sí que me gustaría!

Pero no; nadie me lleva nunca; todos quieren que me quede siempre aquí…

Madav.- Tengo que irme a trabajar, hijo. ¿Verdad que tú no saldrás?

Amal.- No, tío, no saldré pero déjame estar en este cuarto que da al camino… (Sale Madav).

Escena cuarta

(Amal y el lechero)

El lechero (fuera).-…¡Quesitos, quesitos, a los ricos quesitos!

Amal.- ¡El de los quesitos, oye, el de los quesitos!

El lechero (entrando).- ¿Me has llamado, niño? ¿Quieres comprarme quesitos?

Amal.- ¿Cómo quieres que te los compre, si no tengo dinero?

El lechero.- Entonces, niño, ¿para qué me llamas? ¡Uf! ¡Vaya una manera de perder el tiempo, hombre!

Amal.- Si yo pudiera, me iría contigo…

El lechero.- ¡Conmigo!… ¿Qué estás diciendo?

Amal.- Sí; ¡me entra una tristeza cuando te oigo pregonar allá lejos, por el camino!…

El lechero (dejando en el suelo su balancín).- Y tú, ¿qué es lo que haces aquí, hijo?

Amal.- El médico me ha mandado que no salga, y aquí donde tú me ves estoy sentado todo el día…

El lechero.- ¡Pobre! ¿Qué tienes?

Amal.- No sé; como no soy sabio, no sé qué tengo. Pero di tú, lechero; tú, ¿de dónde eres?

El lechero.- De mi pueblo…

Amal.- ¿De tu pueblo? ¿Y está muy lejos de aquí tu pueblo?

El lechero.- Mi pueblo está junto al río Shamli, al pie de los montes de Panchmura.

Amal.- ¿Los montes de Panchmura has dicho? ¿El río Shamli? Sí, sí; yo creo que he visto una vez tu pueblo; pero no sé cuándo ha sido…

El lechero.- ¿Que has visto tú mi pueblo? ¿Tú has ido hasta los montes de Panchmura?

Amal.- No, yo no he ido; pero me parece que me acuerdo de haber visto tu pueblo… Tu pueblo está debajo de unos árboles muy grandes, muy viejos que hay allí, ¿no?; junto a un camino colorado, ¿no?

El lechero.- Sí, sí, allí está…

Amal.- Y en la ladera está el ganado comiendo…

El lechero.- ¡Qué maravilloso! El ganado comiendo… Pues es verdad…

Amal.- Y las mujeres, con sus saris granas, van y llenan los cántaros en el río, y luego vuelven con ellos en la cabeza…

El lechero.- Así mismo. Las mujeres de mi pueblo lechero todas van por agua al río; pero no creas tú que tienen todas un sari grana que ponerse… Pues sí, no cabe duda; tú has estado alguna vez de paseo en el pueblo de los lecheros…

Amal.- Te digo, lechero, que no he estado nunca allí. Pero el primer día que me deje el médico salir, ¿vas tú a llevarme a tu pueblo?

El lechero.- Sí; me gustaría mucho que vinieras conmigo.

Amal.- ¿Y me vas a enseñar a pregonar quesitos, y a ponerme el balancín en los hombros, como tú, y a andar por ese camino tan largo, tan largo…?

El lechero.- Calla, calla… ¡Pues estaría bueno! ¿Y para qué ibas tú a vender quesitos? No, hombre; tú leerás unos libros muy grandes, y serás sabio…

Amal.- ¡No, no; yo no quiero ser sabio nunca! Yo quiero ser como tú… Vendré con mis quesitos de un pueblo que está en un camino colorado, junto a un viejo baniano, y los iré vendiendo de choza en choza…

Qué bien pregonas tú: “!Quesitos, quesitos, a los ricos quesitos!” ¿Me quieres enseñar a echar tu pregón?

El lechero.- ¿Para qué quieres tú saber mi pregón? ¡Qué cosas tienes!

Amal.- ¡Sí, enséñamelo! Me gusta tanto oírte… Yo no te puedo explicar lo que me pasa cuando te oigo en la vuelta de ese camino, entre esa hilerita de árboles…

¿Sabes? Lo mismo que siento cuando oigo los gritos de los milanos, tan altos, allá en el fin del Cielo…

El lechero.- Bueno, bueno; anda, ten unos quesitos; ten, cójelos…

Amal.- Pero si no tengo dinero…

El lechero.- ¡Deja el dinero! ¡Me iría tan alegre si quisieras tomar esos quesitos!

Amal.-…Lechero, ¿te he entretenido mucho?

El lechero.- No, hombre, nada. No sabes tú lo contento que me voy…

Ya ves; me has enseñado a ser feliz vendiendo quesitos (Sale).

Escena quinta

(Amal solo)

Amal (pregonando).-…¡Quesitos, quesitos, a los ricos quesitos del pueblo de los lecheros, en el campo de los montes de Panchmura, junto al río Shamil! ¡Quesitos, a los buenos quesitos! ¡Al amanecer, las mujeres ponen en fila las vacas, debajo de los árboles, y las ordeñan; por la tarde, hacen quesitos con la leche! ¡Quesitos, quesitos, a los ricos quesitos!…

Ya está ahí el Guarda… Ahora viene para abajo (Al Guarda).

¡Guarda, oye, ven a hablar un ratito conmigo!

Escena sexta

(Amal y el guarda)

El guarda (entrando).- Pero, ¿qué escándalo es éste? ¿No me tienes miedo a mí?

Amal.- ¿Yo? ¿Por qué voy a tenerte miedo?

El guarda.- ¡A que te llevo preso!

Amal.- ¿Adónde me llevarías, di?

¿Muy lejos? ¿Más allá de esos montes?

El guarda.- Me parece que a quien voy a llevarte es al Rey.

Amal.- ¡El Rey! Sí, sí, llévame, ¿quieres? Pero el médico no me deja salir… ¡Nunca puede nadie llevarme!… ¡Todo el santo día tengo que estar aquí sentado!

El guarda.- ¿No te deja el médico, verdad? ¡Pobrecillo! Sí que estás descolorido; y ¡qué ojeras tan negras tienes, hijo mío! ¡Cómo te resaltan las venas en las manos tan delgaditas!

Amal.- ¿Quieres tocar el gongo, guarda?

El guarda.- Después, que todavía no es tiempo.

Amal.- ¡Qué raro! Unos dicen que el tiempo no ha venido y otros que el tiempo ha pasado. Pero yo estoy seguro que si tocas el gongo será el tiempo.

El guarda.- No, hombre; eso no puede ser; yo no puedo tocar el gongo sino cuando es el tiempo.

Amal.- Sí; y ¡cómo me gusta oír el gongo! Al mediodía, cuando acabamos de comer, mi tío se va al trabajo, y mi tita se duerme leyendo su Ramayana; y el perro, con el hocico metido en su rabo enroscado, se echa a la sombra de la pared… Entonces tu gongo suena: ¡Don, don, don!…

Di, ¿por qué tocas tu gongo?

El guarda.- Pues lo toco para decirles a todos que el tiempo no se espera, sino que está siempre andando…

Amal.- ¿Y adónde, a qué pueblo va el tiempo, di?

El guarda.- ¡Eso sí que no lo sabe nadie!

Amal.- Entonces será que nadie ha estado allí nunca… ¡cómo me gustaría a mí irme con el tiempo a ese país que nadie ha visto!

El guarda.- Todos tenemos que ir allí algún día, hijo.

Amal.- ¿Y yo también?

El guarda.- Sí; tú también…

Amal.- Pero como el médico no me deja salir…

El guarda.- Quizás él mismo te lleve de la mano algún día…

Amal.- ¡No, no lo hará, estoy seguro! ¡Tú no lo conoces! ¡Si tú vieras; no quiere más que tenerme aquí encerrado!

El guarda.- Pero hay uno más grande que él, y viene, y nos abre la puerta…

Amal.- Pues que venga ya por mí ese gran médico, y me saque de aquí, ¡que ya no puedo más!

El guarda.- No debías decir eso, hijo…

Amal.- Bueno, no lo digo, Aquí me estaré, donde me han puesto, y no me moveré ni un poquito. Pero cuando tocas tu gongo: Don, don, don. ¡me da una cosa!… Di, guarda…

El guarda.- ¿Qué quieres?

Amal.- ¿Qué hay en esa casa grande del otro lado del camino, que tiene arriba, volando, una bandera? Entra y sale más jente, más jente…

El guarda.- ¡Ah! Es el Correo nuevo…

Amal.- ¿El Correo nuevo? ¿Y de quién es?

El guarda.- ¿Pues de quién ha de ser? Del Rey…

Amal.- Y entonces, ¿vienen cartas del Rey aquí, a su Correo nuevo?

El guarda.- Claro está. El día menos pensado hay una carta para ti.

Amal.- ¿Para mí? Si yo soy un niño chico…

El guarda.- Sí; pero es que el Rey también escribe cartitas a los niños chicos.

Amal.- ¡Qué bien! Y ¿cuándo recibiré yo mi carta, di? ¿Quién te lo dijo a ti, guarda?

El guarda.- Si no, ¿para qué iría a poner el Rey su Correo frente a tu ventana abierta, con su bandera amarilla volando?

Amal.- Pero, ¿quién va a traerme la carta de mi Rey, cuando me escriba?

El guarda.- El Rey tiene muchos carteros… ¿Tú no los ves cómo corren por ahí? Unos que llevan un redondel dorado en el pecho…

Amal.- ¿Y adónde van, di?

El guarda.- Pues a todas partes…

Amal.- ¡Ay, qué bien! ¡Yo voy a ser cartero del Rey cuando sea grande!

El guarda (riéndose).- ¡Qué ocurrencia! ¡Cartero! ¿Pero tú sabes lo que dices? Que llueva o que haga sol, al rico y al pobre, de puerta en puerta, cartas y más cartas, siempre, siempre, siempre… ¡Vamos! ¡Que creerás tú que eso no es trabajo!

Amal.- ¡Ya lo creo que es! ¡Cómo me gustaría! ¿Por qué te ríes? ¡Si ya sé yo que tú también trabajas mucho!… Cuando, al mediodía, hace tanto calor, y no se oye nada, tu gongo suena: Don, don, don… Y algunas veces que me despierto de pronto, por la noche, y que se ha apagado la mariposa, oigo en la oscuridad tu gongo, muy despacito:

Don, don, don…

El guarda.- ¡Ahí viene el jefe! Me voy, que si llega a cojerme hablando contigo, para qué quiero más…

Amal.- ¿El jefe? ¿Dónde?

El guarda.- Ya está aquí, míralo.

¿No ves ese quitasol grande de palma, que parece que viene saltando?

Ése.

Amal.- Será que el Rey le ha dicho que sea jefe de aquí, ¿no?

El guarda.- El Rey… ¡No!… ¡Es un tío fastidioso! ¡No le gusta más que molestar! Si vieras… Hace todo lo que puede por ser desagradable, y no hay quien lo pueda ver.

Eso es lo que les gusta a los que son como él, jeringar a todo el mundo… Bueno, me voy. ¡Fuera pereza! Ya me dejaré caer por aquí mañana temprano y te contaré todo lo que pase por el pueblo… (Sale).

Escena séptima

(Amal solo)

Amal.- ¡Si yo recibiera todos los días una carta del Rey!… Las leería aquí en la ventana… Pero si no sé leer todavía… ¿Quién querría leérmelas? Quizás tita entienda la letra del Rey… Como lee su Ramayana… Y si no sabe nadie, entonces las tendré que guardar con mucho cuidadito y las leeré cuando sea mayor… Y ahora que me acuerdo, ¿y si el cartero no sabe quién soy? (Al jefe). ¡Señor jefe, señor jefe!, ¿puedo decirte una cosa?

Escena octava

(Amal y el jefe)

El jefe (entrando).- ¿Qué gritos son éstos? ¡Y en el camino! ¡Vaya con el monigote!

Amal.- ¿Tú eres el jefe, verdad?

Todo el mundo hace lo que tú dices, ¿no?

El jefe (con satisfacción).- ¡Pues no faltaría más que no lo hicieran!

Amal.- ¿Y también mandas tú en los carteros del Rey?

El jefe.- ¡También! ¡Tendría que ver!

Amal.- ¿Querrías decirle al cartero, que Amal es el niño que está sentado aquí en la ventana?

El jefe.- ¿Y para qué?

Amal.- Porque si viniera una carta para mí…

El jefe.- ¡Para ti! ¿Quién va a escribirte una carta a ti?

Amal.- Quizás me la escriba el Rey…

El jefe (a risotadas).- ¡El Rey!

¡Vamos, tú estás soñando! ¡Pues no digo nada, lo que quiere el niño!

¡Claro, como que tú eres su mejor amigo, y no os habéis visto en tanto tiempo, el Rey no puede con el disguto, y…¡ ¡Sí, espera ahí sentado, que mañana tendrás la carta!

Amal.- Señor jefe, ¿por qué me hablas así? ¿Estás enfadado conmigo?

El jefe.- Contigo, ¿eh? ¡Conque el Rey!… ¡Pues no se da tono Madav, que digamos! ¡Claro, como ha ganado ese fortunón, ya no se habla más que de reyes y padishas en su casa! ¡Que yo lo vea y no va a ser Rey lo que le voy a dar…! Y tú, mequetrefe, ¡ya diré yo que te traigan la carta del Rey; ten la seguridad!

Amal.- No, no; si te molesta, que no me la traigan.

El jefe.- ¡Sí, hombre!, ¿por qué no?; ¡si se lo voy a decir ahora mismo al Rey! ¡No te apures, que no tardará la carta! ¡En cuanto el Rey lo sepa, te mandará un criado suyo a saber de ti! ¡No faltaba otra cosa!… ¡Valiente impertinencia! ¡Lo que es como el Rey se entere, ya le dará a Madav tono, ya!… (Sale).

Escena novena

(Amal y Sada)

Amal.- ¿Quién eres tú, niña? ¡Cómo repican tus ajorcas! ¡Espérate un poquito!, ¿quieres? (Entra una niña).

Niña.- ¡No puedo, no tengo tiempo, es muy tarde!

Amal.- Ya lo sé. Pero, ¿no quieres esperarte? ¡Tampoco a mí me gusta quedarme aquí!

Niña.- ¿Qué tienes, que pareces una estrella tardía de la mañana?

Amal.- No sé; el médico no quiere que salga…

Niña.- ¡Ay, pues no salgas! Debes hacer caso de lo que te diga el médico, porque si eres malo, se va a enfadar contigo. Ya sé yo que te cansará mucho estar siempre mirando por esa ventana… Deja que te la cierre un poquito…

Amal.- No, no la cierres. Ésta es la única ventana que hay abierta…

Todas las demás están cerradas…

¿Quieres decirme quién eres tú? Me parece que no te conozco…

Niña.- Yo soy Sada.

Amal.- ¿Sada? ¿Qué Sada?

Sada.- Yo soy la hija de la vendedora de flores del pueblo. ¿No lo sabías?

Amal.- Y tú, ¿qué haces, di?

Sada.- ¿Yo? Yo cojo flores en mi canasto.

Amal.- ¡Cojes flores! ¡Por eso tienes tan alegres los pies, y tus ajorcas cantan tan contentas cuando vas andando! ¡Quién pudiera irse por ahí, como tú!… Yo te cojería flores de las ramas más altas, que ya no se ven…

Sada.- ¿De veras? ¿A que no sabes tú tantas cosas de las flores como yo?

Amal.- Sí, tanto como tú. Sé todo lo de Champaca, el del cuento de hadas, y sus siete hermanos. Y si me dejaran un momentito siquiera, me iría corriendo al bosque aquel tan grande, y me perdería; y en aquel sitio en donde el colibrí que chupa la miel se mece en la punta de su ramita, me abriría yo como una flor de champaca… ¿Quieres tú ser mi hermana Parul?

Sada.- ¡Qué tontísimo eres! ¿Cómo voy yo a ser tu hermana Parul, si yo soy Sada, y mi madre es Sasi, la que vende flores? ¡Si supieras tú las biznagas que tengo que hacer todos los días!… ¡Ay! ¡Que no me iba a divertir yo si pudiera estarme aquí sin hacer nada, como tú!

Amal.- ¿Y qué ibas a hacer en todo el día, tan largo?

Sada.- ¡Pues poco que iba yo a jugar con mi muñeca Beney, la novia, y con la gata Meni, y con…! Pero mira, es muy tarde, y no puedo quedarme más; que si no, me voy a volver sin una flor.

Amal.- ¡Espérate otro poquito, anda, que estoy tan bien contigo!

Sada.- ¡No seas así! Si eres bueno y te estás aquí quietecito, cuando vuelva yo con las flores, me pararé a hablar contigo.

Amal.- ¿Y me vas a traer una flor?

Sada.- ¡No puedo!… Tienen que comprarse…

Amal.- Yo te la pagaré cuando sea grande, antes de irme a buscar trabajo más allá de aquel arroyo que está allí…

Sada.- Bueno.

Amal.- Di, ¿vas a volver, cuando hayas cojido las flores?

Sada.- Sí, volveré.

Amal.- ¿De veras volverás?

Sada.- Sí, de veras.

Amal.- ¿Te acordarás bien de mí? Yo soy Amal, acuérdate bien…

Sada.- ¡Ya tú verás cómo me acuerdo!

(Sale).

Escena décima

(Amal y unos chiquillos)

Amal.- ¿Adónde vais, hermanos? ¡No os vayáis todos; estaos conmigo un poquito!

Chiquillos (entrando).- Si vamos a jugar…

Amal.- ¿A qué vais a jugar, hermanos?

Chiquillos.- Vamos a jugar a los aradores.

Primer chiquillo (con un palo).- ¡Aquí está el arado!

Segundo chiquillo.- Y éste y yo somos la yunta de bueyes.

Amal.- ¿Y os vais a pasar jugando todo el día?

Chiquillos.- ¡Todo el día!

Amal.- Y cuando oscurezca, volveréis a casa por el camino de la ribera, ¿no?

Chiquillos.- Por la mismita orilla…

Amal.- ¿Y pasaréis por aquí delante?

Chiquillos.-…¡Anda, vente a jugar con nosotros, vente!

Amal.- ¡Si no me deja salir el médico!

Chiquillos.- ¿El médico? ¿Y tú haces caso del médico? ¡Anda, vámonos, que es ya muy tarde; anda, vente!

Amal.- No, no. ¿Por qué no jugáis aquí en el camino, delante de mi ventana, para que yo os vea?

Chiquillos.- ¿Y a qué vamos a jugar aquí?

Amal.- ¡Yo os daré todos mis juguetes! ¡Sí, ya está; tened mis juguetes! Yo no puedo jugar solo, y se están empolvando; ¿para qué los quiero yo?

Chiquillos.- ¡Ay, qué juguetes tan bonitos! ¡Un barco! ¡Aquí está la abuela Yatai! ¡Qué cipayo tan precioso! Y ¿nos los vas a dar todos?

¿No te importa dárnoslos?

Amal.- No, no, tenedlos; yo, ¿para qué los quiero?

Chiquillos.- ¿No los querrás ya nunca más?

Amal.- No, no; para vosotros. A mí no me sirven para nada.

Chiquillos.- ¡Mira que van a reñirte!

Amal.- No, no me riñe nadie. Pero, ¿vais a venir a jugar con ellos delante de mi puerta, todas las mañanas?… Cuando se rompan, yo os daré otros…

Chiquillos.- Pues ¿no hemos de venir? ¡Vamos a jugar a la guerra!

¡Poned en fila estos cipayos!

¿Dónde habrá un fusil? Esta caña sirve… Pero, ¿ya te estás durmiendo?

Amal.- Me parece que me está dando sueño… ¡Qué sé yo! Muchas veces me pasa. Como estoy siempre sentado, me canso; y luego, me duele tanto la espalda…

Chiquillos.- ¡Pero si no es más que mediodía!… ¡No te duermas, hombre! Oye el gongo; ahora está dando la primera vela…

Amal.- Sí… Don, don, don… ¡Qué sueño tengo!

Chiquillos.- Pues entonces, mejor será que nos vayamos, y mañana por la mañana volveremos.

Amal.- ¡Esperad un momento! Vosotros que estáis siempre por el camino, ¿no conocéis a los carteros del Rey?

Chiquillos.- ¡Sí, ya lo creo!

Amal.- ¿Cómo se llaman? ¿Quiénes son?

Chiquillos.- Uno, Badal. Otro, Sarat.