De todos modos, este solo hecho indiscutible responde a todas las dificultades: de lo existente a lo posible me parece legítima la consecuencia.

Capítulo XIII
Continuación

No basta que el pueblo reunido haya fijado una vez la constitución del Estado dando la sanción a un cuerpo de leyes; no basta que haya establecido un gobierno perpetuo o que haya provisto de una vez para siempre la elección de los magistrados; además de las asambleas extraordinarias motivadas por casos imprevistos, es preciso que haya otras fijas y periódicas, a las cuales nada puede abolir ni prorrogar, de tal modo que, en el día señalado, el pueblo sea legítimamente, convocado por la ley, sin que se haga necesario para ello ninguna otra convocatoria formal.

Por fuera de estas asambleas jurídicas, por su fecha determinada, toda asamblea del pueblo que no haya sido convocada por los magistrados previamente nombrados a este efecto, y según las formas prescriptas, debe ser considerada como ilegítima, y cuanto se haga en ellas como nulo, porque la orden misma de reunión debe emanar de la ley.

En cuanto a la repetición más o menos frecuente de las asambleas legítimas, depende de tantas consideraciones que no se pueden dar reglas precisas sobre ello. Sólo puede afirmarse, en general, que mientras más fuerza tiene el gobierno, más frecuentemente debe actuar el soberano.

Se me dirá que esto puede ser conveniente para una sola ciudad; pero ¿qué hacer cuando el Estado comprende varías? ¿Se dividirá la autoridad soberana o se la debe concentrar en una sola ciudad y someter a ella las restantes?

Yo contesto que no debe hacerse ni lo uno ni lo otro. En primer lugar, la autoridad soberana es simple y una, y no se la puede dividir sin destruirla. En segundo lugar, una ciudad, lo mismo que una nación, no puede ser legítimamente sometida a otra, porque la esencia del cuerpo político reside en el acuerdo de la obediencia y la libertad, y las palabras de súbdito y soberano son correlaciones idénticas, cuya idea queda comprendida en la sola palabra de ciudadano.

Contesto, además, que siempre es un mal unir varias ciudades en una sola y que, queriendo hacer esta unión, no debe uno alabarse de evitar sus inconvenientes naturales. No se debe argumentar con el abuso de los grandes Estados a quien sólo quiere los pequeños. Pero ¿cómo dar a los pequeños Estados bastante fuerza para resistir a los grandes? Como en otro tiempo las ciudades griegas resistieron el gran rey y como, más recientemente, Holanda y Suiza han resistido a la Casa de Austria.

Sin embargo, si no se puede reducir el Estado a justos límites, queda aún un recurso: no soportar una capital, dar asiento al gobierno alternativamente en cada ciudad y reunir también en ellas, sucesivamente, los estados del país.

Poblad igualmente el territorio, extended por todas sus partes los mismos derechos, llevad por todos lados la abundancia y la vida; así es como el Estado llegará a ser a la vez el más fuerte y el mejor gobernado posible. Acordaos de que los muros de las ciudades no sé hacen sino del cascote de las casas de campo. Por cada palacio que veo edificar en la capital, me parece ver derrumbarse todo un país.

Capítulo XIV
Continuación

Desde el instante en que el pueblo está legítimamente reunido en cuerpo soberano cesa toda jurisdicción del gobierno, se suspende el poder ejecutivo y la persona del último ciudadano es tan sagrada e inviolable como la del primer magistrado, porque donde se encuentra el representado no hay representante. La mayor parte de los tumultos que se elevaron en Roma en los comicios provino de haber ignorado o descuidado en su aplicación esta regla. Los cónsules entonces no eran sino los presidentes del pueblo; los tribunos, simples oradores[34]; el Senado no era absolutamente nada.

Estos intervalos de suspensión, en que el príncipe reconocía o debía reconocer un superior actual, los lamentó siempre, y estas asambleas del pueblo, que son la égida del cuerpo político y el freno del gobierno, han sido en todos los tiempos el horror de los jefes, por lo cual no perdonan cuidados, objeciones, dificultades ni promesas para desanimar a los ciudadanos. Cuando éstos son avaros, cobardes, pusilánimes, más amantes del reposo que de la libertad, no se mantienen mucho tiempo contra los esfuerzos redoblados del gobierno, y por ello, aumentando la fuerza de resistencia sin cesar, se desvanece al fin la autoridad soberana y la mayor parte de las ciudades caen y perecen antes de tiempo.

Mas entre la autoridad soberana y el gobierno arbitrario se introduce algunas veces un poder medio, del que es preciso hablar.

Capítulo XV
De los diputados o representantes

Tan pronto como el servicio público deja de ser el principal asunto de los ciudadanos y prefieren servir con su bolsillo a hacerlo con su persona, el Estado se halla próximo a su ruina. Entonces, si es preciso ir a la guerra, pagan tropas y se quedan en su casa; si es preciso ir al Consejo, nombran diputados y se quedan en su casa también. A fuerza de pereza y de dinero consiguen tener soldados para avasallar a la patria y representantes para venderla.

El movimiento del comercio y de las artes, el ávido interés de ganancia, la indolencia y el amor a las comodidades es lo que hace cambiar los servicios personales en dinero. Se cede una parte de su propio provecho para aumentarlo a su gusto. Dad dinero, y pronto tendréis cadenas. La palabra hacienda es una palabra de esclavo, desconocida en la ciudad. En un país verdaderamente libre, los ciudadanos todo lo hacen con sus brazos y nada con el dinero; lejos de pagar para eximirse de sus deberes, pagarán para llenarlos ellos mismos. Yo me hallo muy distante de las ideas comunes, pues creo las prestaciones personales menos contrarias a la libertad que los impuestos.

Cuanto mejor constituido se halla el Estado, más prevalecen los asuntos públicos sobre los privados en el espíritu de los ciudadanos. Hasta hay muchos menos asuntos privados, porque proporcionando la felicidad común una suma más considerable a la de cada individuo, quédale a cada cual menos que buscar en los asuntos particulares. En una ciudad bien conducida, todos van presurosos a las asambleas; pero con un mal gobierno, nadie quiere dar un paso para incorporarse a ellas, porque nadie pone interés en lo que allí se hace, ya que se prevé que la voluntad general no dominará y que a la postre los cuidados domésticos todo lo absorben. Las buenas leyes inducen a hacer otras mejores; las malas, otras peores. En cuanto alguien dice de los asuntos del Estado «¡qué me importa!», se debe contar con que el Estado está perdido.

El entibiamiento del amor a la patria, la actividad del interés privado, la gran extensión de los Estados, las conquistas, el abuso del gobierno, han dado lugar a la existencia de diputados o representantes del pueblo en las asambleas de la nación. A esto es a lo que en ciertos países se ha osado llamar el tercer estado. Así, el interés particular de dos órdenes ocupa el primero y e| segundo rangos, en tanto que el interés público está colocado en el tercero.

La soberanía no puede ser representada, por la misma razón que no puede ser enajenada; consiste esencialmente en la voluntad general, y ésta no puede ser representada; es ella misma o es otra; no hay término medio. Los diputados del pueblo no son, pues, ni pueden ser, sus representantes; no son sino sus comisarios; no pueden acordar nada definitivamente. Toda ley no ratificada en persona por el pueblo es nula; no es una ley. El pueblo inglés cree ser libre: se equivoca mucho; no lo es sino durante la elección de los miembros del Parlamento; pero tan pronto como son elegidos es esclavo, no es nada. En los breves momentos de su libertad, el uso que hace de ella merece que la pierda.

La idea de los representantes es moderna: procede del gobierno feudal, de ese inicuo y absurdo gobierno en el cual la especie humana se ha degradado y en la cual el nombre de hombre ha sido deshonrado. En las antiguas repúblicas y en las monarquías, el pueblo no tuvo jamás representantes; no se conocía esta palabra. Es muy singular que en Roma, donde los tribunos eran tan sagrados, no se haya ni siquiera imaginado que pudiesen usurpar las funciones del pueblo, y que en medio de tan grande multitud no hayan intentado nunca sustraer a su jefe un solo plebiscito.