No le hablaré tampoco de las defensas que podrían hacer abogados de talento, conocedores de los hechos curiosos de esta causa, ni del partido que sacarían de las cartas que usted recibió de su primer marido antes de la celebración de su matrimonio con el segundo.

—¡Eso es falso! dijo la condesa con toda la violencia de una tirana. Yo no he recibido nunca cartas del conde Chabert, y si alguien dice ser el coronel, será, sin duda, algún intrigante, algún escapado del presidio, como Cogniard. Solamente de pensar en ello me estremezco. Señor mío, ¿acaso puede resucitar el coronel? Bonaparte me comunicó su muerte por un ayudante de campo, y hoy mismo percibo yo tres mil francos de pensión que me concedieron las cámaras, como viuda de él. Creo, pues, que he tenido mil veces razón al rechazar á todos los Chabert que se han presentado, como rechazaré también á todos los que se presenten.

—Por fortuna, estamos solos, señora, y podemos mentir cuanto queramos, dijo Derville fríamente, entreteniéndose en excitar la cólera que agitaba á la condesa, á fin de arrancarle alguna indiscreción mediante una maniobra, muy familiar á los procuradores, que acostumbran siempre á permanecer tranquilos y sosegados cuando sus adversarios ó sus clientes se enfurecen. Ahora nos veremos, se dijo á sí mismo el hábil curial discurriendo al instante un lazo para demostrar á su contrincante su propia debilidad. La prueba de que la primera carta le fue á usted entregada, consta, señora, repuso en alta voz. Dicha carta contenía valores...

—¡Oh! ¡eso no es verdad! no contenía ningún valor.

—¿Luego la habéis recibido? repuso Derville sonriéndose.

Ha caído usted ya en el primer lazo que le tiende un procurador, y cree usted poder luchar con la justicia...

La condesa se puso roja, pálida, se ocultó la cara entre las manos, y después, sacudiendo su vergüenza, repuso con la sangre fría propia de esta clase de mujeres:

—Puesto que es usted el procurador del pretendido Chabert, hágame el favor de...

—Señora, en este momento soy aún tan procurador de usted como del coronel.

¿Cree usted acaso que yo quiero perder una clientela tan preciosa como la de usted?

Pero se niega usted á escucharme, y...

—Hable usted, caballero, dijo la condesa con mucha amabilidad.

—Su fortuna de usted proviene del señor conde Chabert y usted le ha rechazado.

La fortuna de usted es colosal, y le permite usted mendigar. Señora, los abogados son muy elocuentes cuando las causas son elocuentes por sí mismas, y en esta se encuentran circunstancias capaces de levantar contra usted la opinión pública.

—Pero, caballero, dijo la condesa impacientada al ver la manera como Derville la manejaba á su gusto; suponiendo que ese señor Chabert exista, los tribunales apoyarán mi segundo matrimonio á causa de los hijos, y yo quedaré en paz devolviendo doscientos veinticinco mil francos al señor Chabert.

—Señora, no sabemos cómo apreciarán los tribunales la parte sentimental de este asunto. Si por una parte existe una madre con hijos, por otra tenemos un hombre agobiado por las desgracias y envejecido por su culpa de usted y por sus negativas. ¿En dónde encontrará él ahora una mujer? Además, ¿pueden los jueces anular la ley? Su matrimonio con el coronel tiene la fuerza que da el derecho de la prioridad, y si usted es representada bajo odiosos colores, podría presentársele un adversario con el que ni siquiera cuenta usted ahora. He aquí, señora, el peligro de que yo quiero preservarla.

—¡Un nuevo adversario! dijo la condesa. ¿Quién?

—El señor conde Ferraud, señora.

—El señor Ferraud siente por mí un entrañable cariño y un gran respeto por la madre de sus hijos.

—Señora, no diga usted esas tonterías á gente de justicia acostumbrada á leer en el fondo de los corazones, dijo Derville interrumpiéndola. En este momento, el señor conde Ferraud no tiene el menor deseo de anular su matrimonio y estoy persuadido de que la adora á usted; pero si alguien le dijera que su matrimonio puede ser anulado y que su mujer va á ser llevada como criminal al banco de los acusados...

—Me defendería, caballero.

—Le digo á usted que no, señora.

—¿Qué razón puede tener para abandonarme?

—La de casarse con la hija única de un par de Francia, y de obtener así, mediante un decreto, la dignidad de par.

La condesa palideció.

—Ya te tengo, y el pleito del pobre coronel está ganado, se dijo para sus adentros Derville.

—Por otra parte, señora, repuso en alta voz, su actual esposo sentiría tanto menos los remordimientos, por cuanto que el que le exige su mujer es un hombre cubierto, de gloria, general, conde, gran oficial de la Legión de honor.

—¡Basta! ¡basta, caballero! usted será siempre mi único procurador. ¿Qué hay que hacer?

—¡Transigir! dijo Derville.

—¿Me ama aún? preguntó la condesa.

—No creo que haya dejado de amarle á usted.

Al oír estas palabras, la condesa irguió la cabeza. Un rayo de esperanza brilló en sus ojos: sin duda contaba especular con la ternura de su primer marido, para ganar su causa mediante alguna astucia de mujer.

—Señora, esperaré sus órdenes para saber si es preciso notificarle judicialmente ó si quiere usted venir á mi casa para ajustar las bases de una transacción, dijo Derville á la condesa.

Ocho días después, durante una hermosa mañana del mes de julio, los dos esposos, desunidos por una casualidad casi sobrenatural, partieron de los dos puntos más opuestos de París para ir á encontrarse en el estudio de su común procurador. Los anticipos que Derville había hecho al coronel Chabert le habían permitido vestirse con arreglo á su posición. El difunto llegó, pues, en un cabriolé muy decente. Llevaba la cabeza cubierta con una peluca apropiada á su fisonomía, iba vestido de azul y lucía sobre el chaleco el botón rojo de los grandes oficiales de la Legión de honor. Con las lujosas ropas que le correspondían había recobrado también su antigua elegancia marcial. Se mantenía recto, y su cara grave y misteriosa, donde se pintaban la dicha y todas sus esperanzas, parecía haberle rejuvenecido. Se parecía tanto al Chabert del viejo carrique, como se parece una moneda roñosa de cinco céntimos á una pieza de cuarenta francos recientemente acuñada. Al verle, los transeúntes hubiesen reconocido fácilmente en él á uno de los hermosos restos de nuestro antiguo ejército, á uno de aquellos hombres heroicos en los que se refleja nuestra gloria militar y que la representan como representa al sol el espejo por él iluminado. Aquellos veteranos son, al mismo tiempo, cuadros y libros. Cuando el conde bajó del coche para subir á casa de Derville, saltó ligeramente como hubiera podido hacerlo un joven.

Apenas había dado la vuelta á la esquina su cabriolé, cuando llegó también un bonito coche que ostentaba en sus portezuelas un escudo condal. La señora condesa de Ferraud salió de él sencillamente ataviada, pero lo suficiente para mostrar la esbeltez de su talle. Llevaba una bonita capota forrada de color rosa, que sentaba perfectamente á su rostro, disimulando sus contornos y favoreciéndolos. Pero si los clientes se habían rejuvenecido, el estudio seguía siendo el mismo y ofrecía el mismo aspecto que dejamos descrito al empezar esta historia. Simonín almorzaba, con el hombro apoyado en la ventana, que estaba á la sazón abierta, y contemplaba el azul del cielo por la abertura de aquel patio rodeado de cuatro negros cuerpos de edificio.

—¡Ah! exclamó el aprendiz de pasante, ¿quién quiere apostar un espectáculo á que el coronel Chabert es general y gran oficial de la Legión de honor?

—Nuestro principal es un famoso mago, dijo Godeschal.

—¿De modo que ahora no podemos jugarle ninguna mala pasada? preguntó Desroches.

—Ahora será su mujer, la condesa de Ferraud, la que se encargará de ello, dijo Boucard.

—¿De modo que la condesa de Ferraud pertenece ahora á dos hombres? dijo Godeschal.

—¡Aquí está! dijo Simonín.

En este momento, el coronel entró y preguntó por Derville.

—¡Ah! ¡pillastre! ¿de modo que no eres sordo? dijo Chabert cogiendo al saltacharcos por la oreja y estirándosela, con gran satisfacción de los pasantes, que se echaron á reír y miraron á Chabert con la curiosa consideración debida á tan singular personaje.

El conde Chabert estaba en el despacho de Derville en el momento en que su mujer entraba por la puerta del estudio.

—Oiga usted, Boucard, ¡vaya una escena más extraña que se va á desarrollar en el despacho del principal! He ahí una mujer que puede ir los días pares á casa del conde Ferraud y los impares á casa del conde Chabert.

—El conde figurará en los años bisiestos, dijo Godeschal.

—¡Callen ustedes, señores, que se puede oír! dijo severamente Boucard. Yo no he visto nunca un estudio donde se bromee, como en este, con todos los clientes.

Derville había mandado al coronel que se metiese en una alcoba inmediata, cuando la condesa se presentó.

—Señora, le dijo el procurador, no sabiendo si le agradaría á usted ver al conde Chabert, los he separado á ustedes.