De nuevo le pareció la vida luminosa y bella, y su acostumbrado buen humor volvió a él.

Un día, sin embargo, mientras se encontraba en la casa de la calle Curzon, acompañado por el abogado de lady Clementina, y de Sybil, quemando paquetes de cartas borrosas y vaciando cajones donde se fueron guardando cachivaches viejos y otras bagatelas, de pronto la joven lanzó una exclamación alegre.

—¿Qué has encontrado, Sybil? —dijo lord Arthur levantando la vista de su tarea y sonriendo.

—Esta encantadora bonbonnière, de plata, Arthur. ¿No es rara? Parece holandesa. ¡Dámela! Sé que las amatistas no me favorecerán sino cuando haya pasado de los ochenta.

Era la caja que había contenido la cápsula de aconitina.

Lord Arthur se estremeció, y un ligero rubor cubrió sus mejillas.

Casi se había olvidado de lo que había hecho, y le pareció una extraña coincidencia que Sybil, por cuyo bien tuvo que pasar todas aquellas terribles ansiedades, hubiese sido la primera en traérselas a la memoria.

—Por supuesto que puedes quedártela. Yo se la regalé a lady Clem.

—¡Oh!, gracias Arthur; ¿y puedo también quedarme con el bombón? No sabía que a lady Clementina le gustasen los dulces. Creía que era demasiado intelectual.

Lord Arthur se puso intensamente pálido, y una idea horrible cruzó por su mente.

—¿Bombón, Sybil? ¿Qué dices? —murmuró en voz baja y ronca.

—Hay uno dentro; es todo. Parece viejo, está cubierto de polvo y no me da la más mínima gana de comerlo. ¿Qué te pasa, Arthur? ¡Qué pálido estás!

La conmoción de aquel descubrimiento superaba sus fuerzas, y tirando la cápsula al fuego, se dejó caer en el sofá con un sollozo de desesperación.

CAPITULO V

 

Mister Merton se mostraba muy contrariado con este segundo aplazamiento del matrimonio, y lady Julia, que ya había encargado su vestido para la boda, hizo todo lo posible para que Sybil rompiese su compromiso. Pero aunque Sybil amaba profundamente a su madre, había entregado su vida en manos de lord Arthur, y nada de lo que lady Julia pudiese decir iba a hacer vacilar su fe hacia él. En cuanto a lord Arthur, fueron muchos los días que necesitó para reponerse de aquella terrible decepción, y por algún tiempo tuvo los nervios deshechos. Sin embargo, su excelente sentido común pronto se impuso, y su mente sana y práctica no le dejó titubear por mucho tiempo acerca de lo que debería hacer. Ya que el veneno había sido un completo fracaso, la dinamita, o cualquier otra forma de explosivo, era lo que debería probar.

En consecuencia, volvió a examinar la lista de amigos y parientes y, después de un cuidadoso examen, y de considerar detenidamente cada caso, llegó a la conclusión de volar a su tío, el deán de Chichester. Hombre de gran cultura y saber, tenía una gran afición por los relojes, y era dueño de una magnífica colección de esos contadores del tiempo, desde los más raros fabricados en el siglo xv, hasta los de nuestros días, y esto le pareció una excelente coyuntura para llevar a cabo su plan. El dónde conseguir la máquina infernal, ya era otra cosa. La Guía de Londres no le proporcionó ninguna información al respecto, y comprendía que de nada le iba a ser útil acudir a Scotland Yard en aquel sentido, pues parece que ignoraban todo lo concerniente a las actividades de los dinamiteros hasta que no ocurría una explosión, y aún así permanecían más o menos en la misma ignorancia.

De repente se acordó de su amigo Rouvaloff, un joven raso, de grandes tendencias revolucionarias, y a quien había conocido en casa de lady Windermere durante el invierno. Según parece, el conde Rouvaloff se dedicaba a escribir una vida de Pedro el Grande, y había venido a Inglaterra con el fin de estudiar los documentos relacionados con la residencia del zar en aquel país, como carpintero de ribera; pero existía la sospecha, muy generalizada, de que se trataba de un agente nihilista, e indudablemente la embajada rusa no veía con buenos ojos su presencia en Londres. Lord Arthur pensó que ése era el hombre que necesitaba para llevar a cabo sus propósitos, y una mañana se dirigió a su alojamiento en Bloomsbury, para pedirle consejo y ayuda.

—¿Así es que usted está tomando en serio la política? —contestó el conde Rouvaloff, al terminar lord Arthur de explicarle el objeto de su visita.

Pero lord Arthur, que detestaba las baladronadas de cualquier clase que fuesen, se sintió obligado a declarar que en él no existía el menor interés por las cuestiones sociales, y que simplemente deseaba un aparato explosivo para un asunto privado y familiar, en el cual nadie estaba implicado más que él.

El conde Rouvaloff le miró por unos instantes con asombro y, entonces, viendo que la cosa iba en serio, escribió una dirección en un trozo de papel, puso sus iniciales, y se lo alargó por encima de la mesa.

—Scotland Yard daría cualquier cosa por conocer esta dirección, querido amigo.

—Pues no la obtendrán —dijo lord Arthur riendo—, y después de estrechar efusivamente la mano del joven ruso, bajó de prisa las escaleras leyendo lo escrito en el papel e indicando al cochero que se dirigiese a la Plaza Soho. Al llegar allí o despidió y se fue caminando por la calle Greek, hasta llegar a una plazoleta llamada Bayle Court. Al pasar bajo la arcada se encontró en una especie de cul—de—sac, que aparentaba estar ocupado por una lavandería francesa, pues de casa a casa, una verdadera red de cuerdas cargadas de ropa blanca se mecía, en el aire matinal. Fue caminando hasta el final del callejón, tocando en la puerta de una pequeña vivienda pintada de verde. Después de esperar un rato, durante el cual cada una de las ventanas se convertía en una masa informe de caras curiosas, la puerta le fue franqueada por un individuo de aire ordinario y extranjero, que en mal inglés le preguntó qué era lo que se le ofrecía. Lord Arthur le hizo entrega del papel que el conde Rouvaloff le había dado, y el hombre, al terminar de examinarlo, haciendo una reverencia, le introdujo a un cuarto del primer piso, destartalado y triste. Poco después Herr Winckelkopf, como se le llamaba en Inglaterra, entró apresurado, con una servilleta al cuello, llena de manchas de vino, y un tenedor en la mano izquierda.

—El conde Rouvaloff me ha entregado para usted estas líneas de presentación —dijo lord Arthur inclinándose—. Y tengo gran interés en entrevistarme con usted para un negocio. Mi nombre es Smith, mister Robert Smith, y quisiera que me vendiese un reloj de dinamita.

—Encantado de conocerle, lord Arthur —dijo el genial hombrecillo alemán, riendo—. No se alarme usted, es mi obligación el conocer a todo el mundo, y recuerdo haberle visto una noche en casa de lady Windermere; espero que Su Gracia se encuentre bien. ¿No le importa sentarse conmigo mientras termino de desayunar? Hay un excelente pâté, y mis amigos son tan amables que dicen que mi vino del Rhin es mejor que cualquiera de los que beben en la embajada de Alemania.

Y antes de que lord Arthur se hubiese repuesto de su sorpresa por haber sido reconocido, se encontró sentado en la estancia del fondo, bebiendo el más delicioso Marcobruner, escanciado de un botellón donde se destacaba el monograma imperial; y hablando de la manera más amistosa con el famoso conspirador.

—Los relojes de dinamita —dijo Herr Winckelkopf— no son un buen artículo de exportación extranjera, ya que aun suponiendo que haya suerte en pasar las aduanas, el servicio de ferrocarriles es tan irregular, que por lo general explotan antes de llegar a su destino. Pero, sin embargo, si usted lo que desea es para taso doméstico, le puedo proporcionar un excelente artículo, y garantizarle que los resultados habrán de satisfacerle. Pero, ¿puedo preguntarle para quién es? Si es para la policía o para alguien relacionado con Scotland Yard, me temo que no voy a poder ayudarle. Los detectives ingleses son nuestros mejores amigos, y siempre he llegado a la concusión de que tomando en cuenta su estupidez, siempre podemos hacer lo que queramos. No podría prescindir de ninguno de ellos.

—Le aseguro —dijo lord Arthur— que el asunto no tiene nada que ver con la policía.