¿De veras me la obsequias?, eres muy amable. ¿Y es ésta la medicina maravillosa? Parece un bonbon. Me la tomaré ahora mismo.

—¡Cielo santo! ¡Lady Clem! —gritó lord Arthur deteniéndole la mano—, no debe hacerlo. Se trata de un medicamento homeopático, y si lo toma no sintiendo ese ardor de estómago, le puede hacer un daño terrible. Espere a tener un nuevo ataque, y entonces lo toma. Se quedará sorprendida por los rápidos resultados.

—Me gustaría tomarlo ahora, replicó lady Clementina, sosteniendo contra la luz la pequeña cápsula transparente que dejaba ver su burbuja flotante de aconitina—. Estoy segura de que es deliciosa. La cosa es que, aunque odio a los doctores, me encantan las medicinas. Sin embargo, la reservaré para mi próxima crisis.

—¿Y cuándo cree usted tenerla? —preguntó ansiosamente lord Arthur—. ¿Será pronto?

—Espero que no sea antes de una semana. Ayer en la mañana la pasé muy mal. Pero una nunca sabe...

—¿Entonces está usted segura de que le volverá a dar otro ataque antes del fin de mes, lady Clem?

—Me lo temo. ¡Pero te muestras muy atento conmigo hoy, Arthur! De veras, Sybil te ha hecho mucho bien. Y ahora debes irte en seguida, porque esta noche voy a cenar con gente muy aburrida, que no comenta los escándalos ni las novedades, y sé que si no duermo mi siesta acostumbrada ahora, no podré mantenerme despierta durante la cena. Adiós Arthur, dale mis cariños a Sybil, y muchas gracias por esa medicina americana.

—¿No olvidará tomarla, lady Clem, verdad? —dijo lord Arthur levantándose de su asiento.

—Claro que no, tonto. Eres muy bueno por acordarte de mí, y te escribiré para decirte si quiero más.

Lord Arthur abandonó la casa muy animado; y con una sensación de inmenso alivio.

Esa misma noche se entrevistó con Sybil Merton. Le contó cómo de pronto se había visto envuelto en una situación terriblemente difícil, y de la cual ni el honor ni el deber le permitían retirarse. Le dijo que el matrimonio tendría que posponerse por el momento, hasta que él se viese libre de esos delicados compromisos, pues no era un hombre libre. Le imploró que tuviese confianza en él, y que no dudase para nada del futuro. Todo saldría bien, pero la paciencia era necesaria.

La escena tuvo lugar en el invernadero de la casa de mister Merton, situada en Park Lane, y en la que lord Arthur había cenado como de costumbre. Sybil nunca había parecido ser más feliz, y por un momento lord Arthur se sintió tentado de portarse como un cobarde, y escribir a lady Clementina que le devolviera la píldora, y dejar que el matrimonio se realizase, como si en el mundo no existiese el tal mister Podgers. Sin embargo, su buen juicio se impuso en seguida, y no flaqueó cuando Sybil se arrojó llorando en sus brazos. Aquella belleza que estremecía sus sentidos, también le tocó la conciencia. Pensó que destrozar una vida tan preciosa, por anticipar unos pocos meses de placer, sería una mala acción.

Permaneció con Sybil hasta cerca de la medianoche, consolándola y consolándose él al mismo tiempo. Muy temprano, a la mañana siguiente, salió rumbo a Venecia, después de haber escrito, en forma varonil, una carta muy caballerosa a mister Merton, explicándole el aplazamiento necesario de su matrimonio.

CAPITULO IV

 

En Venecia se encontró con su hermano, lord Surbiton, que acababa de llegar de Corfú en su yate. Los dos jóvenes pasaron juntos dos semanas deliciosas. En las mañanas paseaban por el Lido, o se deslizaban en su larga góndola negra, sobre los verdes canales; en las tardes recibían a sus visitas en el yate; y en las noches cenaban en Florian

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