Es preciso quitar eso inmediatamente.
La vieja sonrió y con voz misteriosa repuso:
—Es sangre de lady Leonor de Canterville, que fue muerta en ese mismo sitio por su propio marido, sir Simon de Canterville, en 1565. Sir Simon la sobrevivió nueve años, desapareciendo de repente en circunstancias misteriosísimas. Su cuerpo no se encontró nunca, pero su alma culpable sigue embrujando la casa. La mancha de sangre ha sido muy admirada por los turistas y otras personas y no puede quitarse.
—Todo eso son tonterías —exclamó Washington Otis—. El producto quitamanchas, el limpiador incomparable Campeón, marca Pinkerton, y el detergente Paragon harán desaparecer eso en un instante.
Y sin dar tiempo a que el ama de gobierno, aterrada, pudiese intervenir, ya se había arrodillado y frotaba rápidamente el entarimado con una barrita de una sustancia parecida al cosmético negro. A los pocos instantes la mancha había desaparecido sin dejar rastro.
—Ya sabía yo que el Pinkerton la borraría —exclamó en tono triunfal, paseando la mirada sobre su familia llena de admiración.
Pero apenas había pronunciado aquellas palabras cuando un relámpago iluminó la estancia sombría y el retumbar del trueno levantó a todos, menos a la señora Umney, que se desmayó.
—¡Qué clima más atroz! —dijo tranquilamente el ministro, encendiendo un largo veguero—. Creo que el país de los abuelos está tan lleno de gente, que no hay buen tiempo bastante para todos. Siempre opiné que lo mejor que pueden hacer los ingleses es emigrar.
—Querido Hiram —replicó la señora Otis—, ¿qué podemos hacer con una mujer que se desmaya?
—Descontaremos eso de su salario. Así no se volverá a desmayar. En efecto, la señora Umney no tardó en volver en sí. Sin embargo, veíase que estaba conmovida hondamente, y con voz solemne advirtió a la señora Otis que algún contratiempo iba a ocurrir en la casa.
—Señores, he visto con mis propios ojos unas cosas… que pondrían los pelos de punta a un cristiano. Y durante noches y noches no he podido pegar los ojos a causa de las cosas terribles que pasaban aquí.
A pesar de lo cual, míster Otis y su esposa aseguraron a la buena mujer que no tenían miedo ninguno de los fantasmas.
La vieja ama de llaves, después de haber impetrado la bendición de la Providencia sobre sus nuevos amos y de discutir la posibilidad de un aumento de salario, se retiró a su habitación renqueando.
Capítulo II
La tempestad se desencadenó durante toda la noche, pero no produjo nada extraordinario.
Al día siguiente, por la mañana, cuando bajaron a almorzar, encontraron de nuevo la terrible mancha sobre el entarimado.
—No creo —dijo Washington—, que tenga la culpa el limpiador Paragon; lo he ensayado sobre toda clase de manchas. Debe ser cosa del fantasma.
En consecuencia, borró la mancha, después de frotar un poco, pero al otro día, por la mañana, había reaparecido. A la tercera mañana volvió a estar allí, y, sin embargo, la biblioteca permaneció cerrada la noche anterior, llevándose arriba la llave la señora Otis.
Desde entonces la familia empezó a interesarse por aquello. Míster Otis se hallaba a punto de creer que había estado demasiado dogmático negando la existencia de los fantasmas.
La señora Otis expresó su intención de afiliarse a la Sociedad Psíquica, y Washington preparó una larga carta a Myers y Podmore[2] basado en la persistencia de las manchas de sangre cuando provienen de un crimen. Aquella noche disipó todas las dudas sobre la existencia objetiva de los fantasmas.
La familia había aprovechado la frescura de la tarde para dar un paseo en coche. Regresaron a las nueve, tomando una ligera cena. La conversación no recayó ni un momento sobre los fantasmas, de manera que faltaban hasta las condiciones más elementales de espera y de receptibilidad que preceden tan a menudo a los fenómenos psíquicos.
Los asuntos que discutieron, por lo que luego he sabido por la señora Otis, fueron simplemente los habituales en la conversación de los americanos cultos que pertenecen a las clases elevadas, como, por ejemplo, la inmensa superioridad de miss Fanny Davenport sobre Sarah Bernhardt, como actriz; la dificultad para encontrar maíz verde, galletas de trigo sarraceno y el hominy[3] aun en las mejores casas inglesas, la importancia de Boston en el desenvolvimiento del alma universal; las ventajas del sistema que consiste en anotar los equipajes de los viajeros y la dulzura del acento neoyorquino, comparado con el dejo de Londres. No se trató para nada de lo sobrenatural, no se hizo ni la menor alusión indirecta a sir Simon de Canterville.
A las once la familia se retiró, y a las once y media estaban apagadas todas las luces.
Poco después, míster Otis se despertó con un ruido singular en el corredor, fuera de su habitación. Parecía un ruido de hierros viejos, y se acercaba cada vez más.
Se levantó en el acto, encendió una luz y miró la hora. Era la una en punto. Míster Otis estaba perfectamente tranquilo. Se tomó el pulso y no lo encontró nada alterado.
El ruido extraño continuaba, al mismo tiempo que se oía claramente el sonar de unos pasos. Míster Otis se puso las zapatillas, cogió una aceitera alargada de su tocador y abrió la puerta, y vio frente a él, en el pálido claro de luna, a un viejo de aspecto terrible.
Sus ojos parecían carbones encendidos. Una larga cabellera gris caía en mechones revueltos sobre sus hombros. Sus ropas, de corte anticuado, estaban manchadas y en jirones. De sus muñecas y de sus tobillos colgaban unas pesadas cadenas y unos grilletes herrumbrosos.
—Mi distinguido señor —dijo míster Otis—, permítame que le ruegue vivamente que engrase esas cadenas. Le he traído para ello el engrasador Tammany Sol Naciente. Dicen que es eficacísimo, y que basta una sola aplicación. En la etiqueta hay varios certificados de nuestros adivinos más ilustres que dan fe de ello.
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