Y salió junto con Raoul, quien se encontró en el pasillo completamente desamparado. El doctor le dijo:

— No la reconozco esta noche… normalmente es tan dulce…

Y lo dejó allí.

Raoul le quedó solo. Toda aquella parte del teatro se encontraba ahora desierta. La ceremonia de despedida debía haber empezado en el foyer de la ópera. Raoul pensó que quizá la Daaé iría y esperó sumido en la soledad y el silencio. Incluso se escondió en la sombra propicia del quicio de una puerta. Seguía teniendo aquel horrible dolor en el corazón. Y era de eso de lo que quería hablarle a la Daaé sin demora. De repente, el camerino se abrió y vio a la criada que salía completamente sola, llevando unos paquetes. Se interpuso en su camino y le pidió noticias de su ama. Ella le contestó riendo que se encontraba bien, pero que no debía molestarla puesto que quería estar sola. Y se escapó. Una idea atravesó el cerebro abrasado de Raoul. ¡Evidentemente, la Daaé quería estar sola para él…! ¿Acaso no le había dicho que quería conversar en privado? Esta era la razón por la que había despedido a los demás. Respirando con dificultad, se acercó al camerino y, con la oreja pegada a la puerta para escuchar lo que iban a contestarle, se dispuso a llamar. Pero su mano se detuvo. Acababa de percibir, en el camerino, una voz de hombre que decía con entonación particularmente autoritaria:

— ¡Christine, es preciso que me ames!

Y la voz de Christine, dolorida, que se adivinaba entrecortada por las lágrimas, una voz temblorosa, respondía:

— ¿Cómo puede decirme esto? ¡A mí, que no canto más que para usted!

Raoul se apoyó en un panel, tal fue su sufrimiento. El corazón, al que creía haber perdido para siempre, había vuelto a su pecho y latía con estruendo. El corredor entero retumbaba y los oídos de Raoul estaban como aturdidos. Seguramente, si su corazón seguía haciendo tanto ruido, iban a oírlo, iban a abrir la puerta y el joven sería vergonzosamente expulsado. ¡Qué papel para un Chagny! ¡Escuchar detrás de una puerta! Se apretó el corazón con ambas manos para hacerlo callar. Pero un corazón no es el hocico de un perro e, incluso sujetándolo el morro a un perro que ladra sin parar, siempre se le oye gruñir.

La voz del hombre prosiguió:

— Debes estar muy cansada.

— Oh! Esta noche le he entregado mi alma y estoy muerta.

— Tu alma es extraordinariamente bella, hija mía —siguió diciendo la voz grave del hombre—, y te lo agradezco. No hubo emperador que recibiera un regalo como éste. ¡Esta noche han llorado los ángeles!

Después de estas palabras, esta noche han llorado los ángeles, el conde ya no oyó más.

Sin embargo, no se fue. Como temía ser sorprendido, se ocultó en un rincón sombrío decidido a esperar a que el hombre abandonase el camerino. En un mismo instante acababa de conocer el amor y el odio. Sabía a quién amaba. Quería saber a quién odiaba. Ante su gran estupor de su parte, la puerta se abrió y Christine Daaé, envuelta en pieles y escondido el rostro bajo un encaje, salió sola. Cerró la puerta, pero Raoul observó que no la cerraba con llave.