Llegaron los cirenaicos a despreciar la vida misma; sus últimos pregoneros encomiaron el suicidio. Tal ética, practicada instintivamente por los escépticos y los depravados de todos los tiempos, no fue lealmente erigida en sistema después de entonces. El placer —como simple sensualidad cuantitativa— es absurdo e imprevisor; no puede sustentar una moral. Sería erigir a los sentidos en jueces. Deben ser otros. ¿Estaría la felicidad en perseguir un interés bien ponderado? Un egoísmo prudente y cualitativo, que elija y calcule, reemplazaría a los apetitos ciegos. En vez del placer basto tendríase el deleite refinado, que prevé, coordina, prepara, goza antes e infinitamente más, pues la inteligencia gusta de centuplicar los goces futuros con sabias alquimias de preparación. Los epicúreos se apartan ya del cirenaísmo. Aristipo refugiaba la dicha en los burdos goces materiales; Epicuro la encumbra a la mente, la idealiza por la imaginación. Para aquél valen todos los placeres y se buscan de cualquier manera, desatados sin freno; para éste, deben ser elegidos y dignificados por un sello de armonía. La originaria moral de Epicuro es toda refinamiento: su creador vivió una vida honorable y pura. Su ley fue buscar la dicha y huir del dolor, prefiriendo las cosas que dejan un saldo a favor de la primera. Esa aritmética de las emociones no es incompatible con la dignidad, el ingenio y la virtud, que son perfecciones ideales; permite cultivarlas, si en ellas puede encontrarse una fuente de placer.
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Es en otra moral helénica, sin embargo, donde encuentra sus moldes perfectos el idealismo experimental. Zenón dio ala humanidad una suprema doctrina de virtud heroica. La dignidad se identifica con el ideal; no conoce la historia más bellos ejemplos de conducta. Séneca, digno de la corte del propio Nerón, además de predicar con arte exquisito su doctrina, la aplicó con bello coraje en la hora extrema. Solamente Sócrates murió mejor que él, y ambos más dignamente que Jesús. Son las tres grandes muertes de la historia.
La dignidad estoica tuvo su apóstol en Epicteto. Una convincente elocuencia de sofista caldeaba su palabra de liberto. Vivió como el más humilde, satisfecho con lo que tenía. durmiendo en casa sin puertas, entregado a meditar y educar, hasta el decreto que proscribió de Roma a los filósofos. Enseñó a distinguir, en toda cosa, lo que depende y lo que no depende de nosotros. Lo primero nadie puede cohibirlo; lo demás está subordinado a fuerzas extrañas. Colocar el Ideal en lo que depende de nosotros y ser indiferente a lo demás: he ahí una fórmula para el idealismo experimental.
Es desdeñable todo lo que suele desear o temer el egoísta. Si las resistencias en el camino de la perfección dependen de otros, conviene hacer de ellas caso omiso, como si no existiesen, y redoblar el esfuerzo enaltecedor. Ningún contratiempo material desvía al idealista. Si deseara influir de inmediato sobre cosas que de él no dependen, encontraría obstáculos en todas partes; contra esa hostilidad de su ambiente sólo puede rebelarse con la imaginación, mirando cada vez más hacia su interior. El que sirve a un ideal, vive de él; nadie le forzará a soñar lo que no quiere ni le impedirá ascender hacia su sueño.
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Esta moral no es una contemplación pasiva; renuncia solamente a participar del alma. Su asentimiento a lo inevitable no es apatía ni inercia. Apartarse no es morir; es, simplemente, esperar la posible hora de hacer, apresurándola con la predicación o con el ejemplo.
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