Y no advertirán siquiera la ironía de cuanto les invitan a arrebañarse en nombre de ideales que pueden servir, no comprender. Todo ensueño seguido por muchedumbres, sólo es pensado por pocos visionarios que sor sus amos.
La desigualdad humana no es un descubrimiento moderno. Plutarco escribió, ha siglos, que «los animales de una misma especie difieren menos entre si que unos hombres de otros» (Obras morales, vol. 3).
Montaigne suscribió esa opinión: «Hay más distancia entre tal y tal hombre, que entre tal hombre y tal bestia: es decir, que el más excelente animal está más próximo del hombre menos inteligente, que este último de otro hombre grande y excelente» (Ensayos, vol. I, cap. XLII).
No pretenden decir más los que siguen afirmando la desigualdad humana: ella será en el porvenir tan absoluta como en tiempos de Plutarco o de Montaigne.
Hay hombres mentalmente inferiores al término medio de su raza, de su tiempo y de su clase social; también los hay superiores. Entre unos y otros fluctúa una gran masa imposible de caracterizar por inferioridades o excelencias.
Los psicólogos no han querido ocuparse de estos últimos; el arte los desdeña por incoloros; la historia no sabe sus nombres. Son poco interesantes; en vano buscaríase en ellos la arista definida, la pincelada firme, el rasgo característico. De igual desdén les cubren los moralistas; individualmente no merecen el desprecio, que fustiga a los perversos, ni la apología, reservada a los virtuosos.
Su existencia es, sin embargo, natural y necesaria. En todo lo que ofrece grados hay mediocridad; en la escala de la inteligencia humana ella representa el claroscuro entre el talento y la estulticia.
No diremos, por eso, que siempre es loable. Horacio no dijo aurea mediocritas en el sentido general y absurdo que proclaman los incapaces de sobresalir por su ingenio, por sus virtudes o por sus obras.
Otro fue el parecer del poeta: poniendo en la tranquilidad y en la independencia el mayor bienestar del hombre, enalteció los goces de un vivir sencillo que dista por igual de la opulencia y la miseria, llamando áurea a esa mediocridad material. En cierto sentido epicúreo, su sentencia es verdadera y confirma el remoto proverbio árabe: «Un mediano bienestar tranquilo es preferible a la opulencia llena de preocupaciones».
Inferir de ello que la mediocridad moral, intelectual y de carácter es digna de respetuoso homenaje, implica torcer la intención misma de Horacio: en versos memorables (Ad Pis., 472) menospreció a los poetas mediocres:
…Mediocribus esse poetis
Non di, non homines, non concessere columnae.
Y es lícito extender su dicterio a cuantos hombres lo son de espíritu. ¿Por qué subvertiríamos el sentido de aurea mediocritas clásico? ¿Por qué suprimir desniveles entre los hombres y las sombras, como si rebajando un poco a los excelentes y puliendo un poco a los bastos se atenuaran las desigualdades creadas por la naturaleza?
No concebimos el perfeccionamiento social como un producto de la uniformidad de todos los individuos, sino como la combinación armónica de originalidades incesantemente multiplicadas, Todos los enemigos de la diferenciación vienen a serlo del progreso; es natural, por ende, que consideren la originalidad como un defecto imperdonable.
Los que tal sentencian inclínanse a confundir el sentido común con el buen sentido, como si enmarañando la significación de los vocablos quisieran emparentar las ideas correspondientes. Afirmemos que son antagonistas. El sentido común es colectivo, eminentemente retrógrado y dogmatista; el buen sentido es individual, siempre innovador y libertario. Por la obsecuencia al uno o al otro se reconocen la servidumbre y la aristocracia naturales. De esa insalvable heterogeneidad nace la intolerancia de los rutinarios frente a cualquier destello original; estrechan sus filas para defenderse, como si fueran crímenes las diferencias. Esos desniveles son un postulado fundamental de la psicología. Las costumbres y las leyes pueden establecer derechos y deberes comunes a todos los hombres; pero éstos serán siempre tan desiguales como las olas que erizan la superficie de un océano.
II.— LOS HOMBRES SIN PERSONALIDAD
Individualmente considerada, la mediocridad podrá definirse como una ausencia de características personales que permitan distinguir al individuo en su sociedad. Ésta ofrece a todos un mismo fardo de rutinas, prejuicios y domesticidades; basta reunir cien hombres para que ellos coincidan en lo impersonal: «Juntad mil genios en un Concilio y tendréis el alma de un mediocre». Esas palabras denuncian lo que en cada hombre no pertenece a él mismo y que, al sumarse muchos, se revela por el bajo nivel de las opiniones colectivas.
La personalidad individual comienza en el punto preciso donde cada uno se diferencia de los demás; en muchos hombres ese punto es simplemente imaginario. Por ese motivo, al clasificar los caracteres humanos, se ha comprendido la necesidad de separar a los que carecen de rasgos característicos: productos adventicios del medio, de las circunstancias, de la educación que se les suministra, de las personas que los tutelan, de las cosas que los rodean. «Indiferentes» ha llamado Ribot a los que viven sin que se advierta su existencia. La sociedad piensa y quiere por ellos. No tienen voz, sino eco. No hay líneas definidas ni en su propia sombra, que es, apenas, una penumbra.
Cruzan el mundo a hurtadillas, temerosos de que alguien pueda reprocharles esa osadía de existir en vano, como contrabandistas de la vida.
Y lo son. Aunque los hombres carecemos de misión trascendental sobre la tierra, en cuya superficie vivimos tan naturalmente como la rosa y el gusano, nuestra vida no es digna de ser vivida sino cuando la en noblece algún ideal: los más altos placeres son inherentes a proponerse una perfección y perseguirla. Las existencias vegetativas no tienen biografía: en la historia de su sociedad sólo vive el que deja rastros en las cosas o en los espíritus. La vida vale por el uso que de ella hacemos, por las obras que realizamos. No ha vivido más el que cuenta más años, sino el que ha sentido mejor un ideal; las canas denuncian la vejez, pero no dicen cuánta juventud la precedió.
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