¿Dónde y cuándo? No lo sé.
No hay inquietud alguna en mi corazón: todo lo que tenía lo dejé tras mis pasos.
Corro a través de colinas y valles, me aventuro por tierras desconocidas, en busca del ciervo dorado.
70
Recuerdo que un día, cuando era niño, eché un pequeño barco de papel al arroyo. Era un caluroso día de julio, y yo estaba solo y encantado con mi juguete.
Eché un pequeño barco de papel al arroyo.
De pronto, aparecieron unas enormes nubes tormentosas, el viento acudió en torbellino y empezó a llover torrencialmente.
Las olas de agua fangosa cubrieron el arroyo y arrastraron mi pequeño barco.
Pensé amargamente que la tormenta no tenía otro propósito que destruir mi dicha.
Hoy, nublado día de julio que se hace largo, recuerdo esos juegos de la vida en los que siempre perdí.
Iba a recriminar a mi destino por tantos fracasos, cuando, de pronto, he recordado el pequeño barco de papel que naufragó en el arroyo.
71
Aún es de día, y no ha terminado la feria junto al río.
Temía haber malgastado mi tiempo y perdido mi última moneda.
Pero no, hermano, algo me queda todavía. El malicioso destino no me lo ha robado todo.
La compraventa ha terminado. Examinadas las cuentas, es hora de que vuelva a casa.
Guardabarrera, ¿reclamas el peaje?
No te preocupes, algo me queda todavía. El malicioso destino no me lo ha robado todo.
Los vientos encalmados presagian la tempestad, y las bajas nubes de poniente son de mal agüero.
Las aguas, silenciosas, esperan el viento.
Me apresuro a cruzar el río antes de que me sorprenda la noche.
Barquero, ¿me reclamas el pasaje?
Sí, hermano, algo me queda todavía.
El malicioso destino no me lo ha robado todo.
Al borde del camino, el mendigo está sentado bajo un árbol. Me mira con tímida esperanza.
Cree que me he enriquecido con el negocio del día.
Sí, hermano, algo me queda todavía.
El malicioso destino no me lo ha robado todo.
La noche es sombría y el camino está desierto. Las luciérnagas brillan entre las hojas.
¿Quién eres tú, que me vas siguiendo furtiva y silenciosamente?
Comprendo, quieres robarme mis ganancias. No quiero defraudarte.
Pues algo me queda todavía. El malicioso destino no me lo ha robado todo.
Llego a mi casa a medianoche, con las manos vacías.
Tú me esperas a la puerta, desvelada y en silencio, con los ojos anhelantes.
Como un tímido pájaro, te posas amorosamente en mi corazón.
¡Sí, sí, Dios mío! ¡Cuánto me queda todavía!
72
Después de muchos días de duro trabajo edifiqué un templo. No tenía puertas ni ventanas; sus muros eran gruesos y estaban formados por piedras macizas.
Olvidé lo demás, me aparté del mundo, y me dediqué a contemplar la imagen que había colocado en el altar.
La constante nube de incienso envolvía mi corazón en sus pesados jirones.
Entretuve mis vigilias grabando en las paredes un laberinto de formas fantásticas: caballos alados, flores de rostro humano, mujeres con cuerpo de serpiente.
No dejé abertura alguna por la que pudiera entrar el canto de los pájaros, el susurro de las hojas o el rumor del pueblo atareado.
Sólo mis invocaciones resonaban en la sombría bóveda.
Mi espíritu se convirtió en la acerada y silenciosa punta de una llama, y mis sentidos cayeron en éxtasis.
No me di cuenta del paso del tiempo hasta que el rayo, precipitándose sobre el templo, despertó el dolor de mi corazón.
A la luz del día la lámpara palideció, avergonzada; las figuras de los muros, sueños sin sentido, parecían evitar mis miradas.
Contemplé la imagen del altar, y vi que sonreía y se animaba, en vivificante contacto con Dios.
La noche que yo había apresado desplegó sus alas y huyó.
73
Oh Tierra, paciente madre oscura, tu riqueza no es infinita.
Te esfuerzas en alimentar a tus hijos, pero el alimento es escaso.
Las alegrías que nos ofreces nunca son perfectas.
Los juguetes que construyes para tus hijos son frágiles.
No puedes satisfacer nuestra insaciable esperanza. Pero no por ello te repudiaré.
Tu sonrisa sombreada por el dolor es dulce a mis ojos.
Tu amor, que nunca se realiza, es caro a mi corazón.
De tu pecho hemos recibido la vida, no la inmortalidad, y por ello velas por nosotros.
Hace siglos que compones colores y canciones, pero tu paraíso es sólo todavía un mero proyecto.
Tus más hermosas creaciones están veladas por la neblina de las lágrimas.
Verteré mis canciones en tu corazón callado y mi amor en tu amor.
Te adoraré por tu esfuerzo.
He visto la dulzura de tu rostro y amo tu triste polvo, madre Tierra.
74
En el palacio del mundo, una humilde brizna de hierba convive en la verde alfombra con los rayos del sol y las estrellas de medianoche.
Así, en el corazón del Universo, mis canciones ocupan el mismo lugar que la música de las nubes y los bosques.
Pero tu tesoro, hombre enriquecido, no participa de la plácida majestad del alegre y dorado sol ni de la suavidad de los rayos de la soñadora luna.
La bendición del cielo alcanza a todas las cosas, pero no desciende sobre ti.
Y cuando llegue la muerte, tu tesoro se marchitará y se convertirá en polvo.
75
Un hombre quería hacerse asceta.
Era una hermosa noche y dijo:
‘Ha llegado el momento de que abandone mi casa y busque a Dios. ¿Quién me retuvo tanto tiempo con estas engañosas ilusiones?’
Dios murmuró: ‘Yo’. Pero el hombre no comprendió.
Dijo: ‘¿Dónde estás, Tú que tanto tiempo te escondiste de mí?’
A su lado, su mujer dormía dulcemente, con un niño entre los brazos.
La voz contestó: ‘Dios está aquí’.
Pero el hombre no comprendió.
El niño lloró en sueños y se estrechó contra su madre.
Dios ordenó: ‘Detente, insensato, no abandones tu casa’. Pero él no comprendió tampoco.
Dios suspiró y murmuró tristemente: ’¿Por qué mi siervo creerá que me busca cuando se aleja de mí?’
76
Se celebraba la feria ante el templo. Había llovido desde el amanecer y el día tocaba a su fin.
Más radiante que la alegría de la muchedumbre era la sonrisa de una niña que había comprado, con su pequeña moneda, un silbato de palmera.
El gozoso sonido del silbato dominaba todas las risas y los ruidos.
Una nube de compradores se empujaba ante los puestos de venta. El camino estaba encenagado, el río se desbordaba y la lluvia incesante inundaba los prados.
Más viva que cualquier contrariedad de la muchedumbre era la tristeza de un chiquillo, a quien le faltaba una moneda para comprar un bastón pintado.
Su mirada, ardientemente fija en el mostrador, despertaba la compasión de la gente.
El artesano y su mujer, llegados del oeste, cavan la tierra para preparar ladrillos y construir el horno.
Su hijita se acerca al río, donde no acaba nunca de lavar los jarros y las cazuelas.
El hermanito, moreno, desnudo y cubierto de barro, sigue a la niña y se sienta en la orilla, esperando pacientemente que ella le llame.
La niña vuelve a la casa, con la cántara llena de agua en la cabeza, una jarra de cobre reluciente en la mano izquierda y conduciendo con la otra a su hermano. Dócil sirviente de su madre, las preocupaciones domésticas han dado a su rostro un peso de seriedad.
77
Un día vi al chiquillo desnudo, tendido en la hierba. Su hermana estaba sentada junto al agua, frotando un jarrón con un puñado de arena, dándole vueltas sin cesar.
Muy cerca, un cordero de suave lana pacía siguiendo el río.
Se aproximó al niño y, de pronto, baló fuertemente.
El niño se estremeció y empezó a gritar.
La hermana abandonó su tarea y corrió hacia él.
Rodeó a su hermanito con un brazo, y al cordero con el otro, y dividiendo sus caricias unió, en un mismo lazo de ternura, al hijo del hombre y al hijo de la bestia.
78
Era el mes de mayo. El sofocante calor del mediodía parecía interminable. La tierra seca se abría de sed.
Oí una voz que gritaba desde la otra orilla del río: ‘Ven, amor mío’.
Cerré mi libro y abrí la ventana.
Vi un gran búfalo, con los flancos manchados de barro, que me contemplaba desde la orilla con sus ojos plácidos y pacientes. Un chiquillo, con el agua a las rodillas, le llamaba para el baño.
Sonreí, divertido, y el corazón se me llenó de dulzura.
Me pregunto a menudo hasta qué punto pueden reconocerse el hombre y la bestia que no habla.
79
A través de qué paraíso primitivo, en el amanecer de la lejana creación, corría el sendero donde sus corazones se encontraron.
Aunque su parentesco haya sido olvidado tanto tiempo, no se han borrado las huellas de su constante unión.
Y de pronto, en una armonía sin palabras, se despierta un confuso recuerdo y la bestia contempla el rostro del hombre con confiada ternura, y el hombre inclina sus ojos hacia la bestia con tierna indulgencia.
Se diría que los dos amigos enmascarados se reconocen vagamente bajo el disfraz.
80
Con una mirada de tus ojos, hermosa mujer, podrías apoderarte de todos los cantos del arpa de los poetas.
Pero no tienes oídos para sus alabanzas; por ello vengo a alabarte.
Podrías ver humilladas a tus pies las frentes más orgullosas del mundo.
Pero, entre todos tus adoradores, los preferidos son los ignorados por la gloria; por ello te adoro.
Con la perfección de tus brazos aumentarías el esplendor del rey.
Pero los empleas para tener ordenada y limpia tu humilde casa, y por ello te tengo tan profundo respeto.
81
Muerte, Muerte mía, ¿por qué me hablas tan bajo al oído?
Cuando al atardecer las flores se mustian y el ganado vuelve al establo te acercas astutamente a mí y me susurras palabras que no comprendo.
¿Confías de este modo cortejarme y conquistarme, adormecerme con el opio de tus fríos besos, Muerte, Muerte mía?
¿No será nuestra boda una suntuosa ceremonia? ¿No adornarás con una guirnalda de flores tus rojos rizos?
¿No hay nadie que te preceda enarbolando tu estandarte y tus rojas antorchas no inflamarán la noche, Muerte, Muerte mía?
Acércate tocando tus crótalos, en una noche sin sueño.
Revísteme con tu mano escarlata, estrecha mi mano y llévame contigo.
Que tu carroza está dispuesta ante mi puerta y que tus caballos relinchen de impaciencia.
Levanta el velo y, orgullosamente, mírame cara a cara, Muerte, Muerte mía.
82
Esta noche mi joven esposa y yo vamos a jugar al juego de la muerte.
La noche es oscura, el cielo está lleno de nubes fantásticas y deliran las olas del mar.
Hemos abandonado nuestro refugio de ensueños, y abriendo la gran puerta hemos salido, mi joven esposa y yo.
Nos hemos sentado en el columpio, y el viento tempestuoso nos ha empujado con violencia por la espalda.
Mi joven esposa se levanta bruscamente, aterrorizada y hechizada a la vez, y se aprieta temblando contra mi pecho.
Durante mucho tiempo le hice tiernamente la corte.
Le preparé un lecho de flores y cerré las puertas para que la luz demasiado viva no hiriera sus ojos.
La besaba dulcemente en los labios y le susurraba dulces palabras; ella desfallecía, lánguidamente.
Se hallaba perdida en la neblina de una inmensa y vaga dulzura.
No respondía a la presión de mis manos, y mis canciones no podían despertarla.
Esta noche hemos oído la llamada de la tempestad, la llamada de los elementos salvajes.
Mi joven esposa se ha estremecido y, levantándose, me ha cogido de la mano.
Su cabellera flota al viento, su velo ondea y su guirnalda tiembla sobre su pecho.
El empujón de la muerte la ha devuelto a la vida.
Y estamos cara a cara y corazón a corazón, mi esposa y yo.
83
Ella vivía en la ladera de la colina, junto a un maizal, cerca de la fuente que desciende en rientes arroyos a la sombra solemne de los viejos árboles. Las mujeres iban allí a llenar sus cántaros, y los caminantes elegían el lugar para sentarse y charlar. Allí, ella trabajaba y soñaba cada día, acompañada por el borboteo de la corriente.
Una noche, de una cumbre perdida entre las nubes, descendió un forastero; sus cabellos enmarañados parecían un haz de serpientes. Asombrados, le preguntamos: ‘¿Quién eres?’ Sin responder, se sentó junto al manantial y se puso a contemplar la cabaña donde ella vivía. Tuvimos miedo y volvimos a casa a través de la noche.
A la mañana siguiente, cuando las mujeres acudieron a buscar agua, encontraron abierta la puerta de la cabaña, pero la voz de ella no se oía… ¿y dónde se había escondido su rostro sonriente?… El cántaro vacío estaba en el suelo y la lámpara se había apagado en un rincón. Nadie supo decir a dónde había huido antes de que amaneciera. También el forastero había desaparecido.
En mayo el sol se hizo ardiente y la nieve se fundió; nos sentamos junto a la fuente, llorosos, preguntándonos: ’En la tierra donde ahora está, ¿hay una fuente que le ofrezca su agua en los días cálidos?’ Y pensábamos con temor: ‘¿Habrá siquiera otro país más allá de estas colinas en las que vivimos?’
Llegó una noche de verano. Soplaba la brisa del sur y yo estaba sentado en su estancia abandonada, donde aún había la lámpara apagada, cuando de pronto las colinas se abrieron ante mis ojos como cortinas: ‘Ah, ella vuelve. ¿Cómo estás, niña? ¿Eres feliz? Pero dime, ¿dónde puedes refugiarte bajo este cielo infinito? Allí no tendrás nuestra fuente para calmar tu sed’.
‘Es el mismo cielo, dijo ella, aunque sin la barrera de las colinas, el mismo arroyo, crecido en río, la misma tierra, ensanchada en una llanura’.
‘Todo esto hay, suspiré, sólo nosotros no estamos’. Sonrió tristemente y dijo: ‘Estáis en mi corazón’.
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