Desde el momento en que le pedía mis avíos sentía alzarse un viento contrario en los rasgos contraídos y cansados de su rostro. Ni siquiera intentaba ganar su confianza, dándome clara cuenta de que no lo conseguiría. Tenía Francisca, para saber inmediatamente cuanto de desagradable podía ocurrimos a mis padres y a mí, un poder cuya naturaleza ha permanecido siempre para mí oscura. Quizá no fuese sobrenatural y hubiera podido explicarse por medios de información que eran privativos de ella; así se enteran algunos pueblos salvajes de ciertas noticias muchos días antes de que el correo las haya llevado a la colonia europea, y que les han sido transmitidas no por telepatía, sino de colina en colina, con ayuda de hogueras. Así, en el caso particular de mis paseos, es posible que la servidumbre de la señora de Guermantes hubiese oído a la señora expresar su fastidio al encontrarme inevitablemente en su camino y habrían repetido estas frases a Francisca. La verdad es que, aunque mis padres hubieran podido poner a mi servicio otra persona en lugar de Francisca, yo no hubiera ganado nada con ello. Francisca, en cierto sentido, era menos sirvienta que las demás. Por su manera de sentir, de ser buena y compasiva, de ser dura y orgullosa, de ser aguda y limitada, de tener la piel blanca y las manos coloradas, era la señorita de pueblo cuyos padres «estaban bien por su casa», pero que, al arruinarse, se habían visto obligados a hacerla cambiar de condición. Su presencia en nuestra casa equivalía al aire del campo y a la vida social en una granja de hace cincuenta años, transportados a nuestro ambiente merced a un a modo de viaje inverso en que es el veraneo lo que va hacia el viajero. Como la vitrina de un museo regional, con esas curiosas obras que los campesinos ejecutan aún y guarnecen de pasamanería en ciertas provincias, nuestro piso parisiense estaba decorado por las palabras de Francisca, inspiradas por un sentimiento tradicional y local y obedientes a reglas antiquísimas. Y sabía trazar de nuevo en ellas, como con hilos de color, los cerezos y los pájaros de su infancia, la cama en que había muerto su madre y que ella veía aún. Mas a pesar de esto, desde el punto en que había entrado en París a nuestro servicio, había compartido —y con más razón lo hubiera hecho cualquier otra en su lugar— las ideas, las jurisprudencias de interpretación de los criados de los demás pisos, recobrándose del respeto que estaba obligada a testimoniarnos, repitiéndonos las groserías que la cocinera del piso cuarto decía a su señora, con tal satisfacción de criada, que, por primera vez en nuestra vida, sintiendo una especie de solidaridad con la detestable inquilina del piso cuarto, nos decíamos que acaso, en efecto, fuésemos amos. Esta alteración del carácter de Francisca era quizá inevitable. Ciertas existencias son tan anormales que fatalmente tienen que engendrar determinados defectos: tal la que llevaba el rey en Versalles entre sus cortesanos, tan extraña como la de un faraón o la de un dogo y, todavía más que la del rey, la vida de los mismos cortesanos. La de los criados es, sin duda, más extrañamente monstruosa aún, monstruosidad que solamente la fuerza de la costumbre nos cela. Pero hasta en detalles más particulares todavía, me hubiera visto condenado, aun cuando hubiese despedido a Francisca, a conservar la misma criada. Porque otros varios pudieron entrar más tarde a mi servicio; provistos ya de los defectos generales de los sirvientes, no por eso dejaban de sufrir a mi lado una rápida transformación. Como las leyes del ataque rigen las de la parada, todos, para no ser heridos por las asperezas de mi carácter, practicaban en el suyo un entrante idéntico y en el mismo lugar, y, en desquite, se aprovechaban de mis lagunas para instalar en ellas sus avanzadas. Yo no conocía esas lagunas, como tampoco los salientes a que su hueco daba lugar, precisamente porque eran tales lagunas. Pero mis criados, al echarse a perder poco a poco, me las revelaron. Por sus defectos, invariablemente adquiridos, conocí mis defectos naturales y adquiridos; su carácter me presentó a modo de una prueba negativa el mío. Mi madre y yo nos habíamos burlado mucho, en otro tiempo, de la señora Sazerat, que decía, al hablar de sus criados: «Esa casta, esa especie». Pero debo decir que la razón por que no había tenido yo lugar de desear la sustitución de Francisca por otra criada era que esa otra hubiera pertenecido tanto como ella, e inevitablemente, a la casta general de los criados y a la especie particular de los míos.

Volviendo a Francisca, en mi vida he sentido una humillación sin haber encontrado previamente a punto en el rostro de Francisca muestras de conmiseración; y si cuando, en mi cólera de ser compadecido por ella, trataba de pretender que, por el contrario, había alcanzado un triunfo, mis mentiras iban inútilmente a estrellarse contra su incredulidad respetuosa pero visible, y contra la conciencia que de su infalibilidad poseía. Porque Francisca sabía la verdad; se la callaba y hacía solamente una ligera mueca con los labios como si todavía tuviese la boca llena y diese fin de un buen bocado. Se la callaba; por lo menos eso he creído durante mucho tiempo, porque en aquella época me figuraba aún que era por medio de palabras como se enseña a los demás la verdad. Hasta las palabras que me decían depositaban tan bien su significación inalterable en mi sensible espíritu, que ya no creía posible que una persona que me hubiese dicho que me quería no me quisiese, ni más ni menos que la propia Francisca no hubiera podido dudar, después de haberlo leído en un periódico, de que un sacerdote o un señor cualquiera fuese capaz de enviarnos gratuitamente, en respuesta a una petición dirigida por correo, un remedio infalible contra todas las enfermedades o un medio de centuplicar nuestras rentas. (En cambio, si nuestro médico le daba la más sencilla pomada contra el catarro de cabeza, ella, tan dura para los sufrimientos más fuertes, gemía por lo que había tenido que sorber, asegurando que aquello le «pelaba las narices» y que ya no sabía una dónde vivir). Pero Francisca fue la primera que me dio el ejemplo (que no había de comprender yo hasta más tarde, cuando hubo vuelto a dármelo de nuevo y más dolorosamente, como se verá en los últimos volúmenes de esta obra, una persona que me era más querida) de que la verdad no necesita ser dicha para que se manifieste, y que acaso sea posible recogerla con más seguridad, sin esperar las palabras y aun sin hacer el menor caso de ellas, en mil signos exteriores, incluso en ciertos fenómenos invisibles, análogos en el mundo de los caracteres a lo que son, en la naturaleza física, los cambios atmosféricos. Acaso hubiera podido sospecharlo, ya que a mí mismo me ocurría entonces con frecuencia decir cosas en que no había ni asomos de verdad, en tanto que la manifestaba en tantas involuntarias confidencias de mi cuerpo y de mis actos (confidencias que eran perfectamente interpretadas por Francisca); hubiera podido sospecharlo acaso, mas para ello habría sido preciso que hubiese sabido que a veces era mentiroso y trapacero. Ahora bien; la mentira y la trapacería eran, en mí como en todo el mundo, impuestas de una manera tan inmediata y contingente, y para su defensiva, por un interés particular, que mi espíritu, fijo en un hermoso ideal, dejaba que mi carácter llevase a cabo en la sombra esas necesidades urgentes y mezquinas, y no se desviaba para percibirlas.