Los escuchaba, se reía con ellos y los olvidaba. No influían sobre él. Luego se había presentado lord Henry Wotton con su extraño panegírico sobre la juventud, su terrible advertencia sobre su brevedad. Aquello le había conmovido y, ahora, mientras miraba fijamente la imagen de su belleza, con una claridad fulgurante captó toda la verdad. Sí, en un día no muy lejano su rostro se arrugaría y marchitaría, sus ojos perderían color y brillo, la armonía de su figura se quebraría. Desaparecería el rojo escarlata de sus labios y el oro de sus cabellos. La vida que había de formarle al alma le deformaría el cuerpo. Se convertiría en un ser horrible, odioso, grotesco. Al pensar en ello, un dolor muy agudo lo atravesó como un cuchillo, e hizo que se estremecieran todas las fibras de su ser. El azul de sus ojos se oscureció con un velo de lágrimas. Sintió que una mano de hielo se le había posado sobre el corazón.
—¿No te gusta? —exclamó finalmente Hallward, un tanto dolido por el silencio del muchacho, sin entender su significado.
—Claro que le gusta —dijo lord Henry—. ¿A quién podría no gustarle? Es una de las grandes obras del arte moderno. Te daré por él lo que quieras pedirme. Debe ser mío.
—No soy yo su dueño, Harry.
—¿Quién es el propietario?
—Dorian, por supuesto —respondió el pintor.
—Es muy afortunado.
—¡Qué triste resulta! —murmuró Dorian Gray, los ojos todavía fijos en el retrato—. Me haré viejo, horrible, espantoso. Pero este cuadro siempre será joven. Nunca dejará atrás este día de junio… ¡Si fuese al revés! ¡Si yo me conservase siempre joven y el retrato envejeciera! Daría…, ¡daría cualquier cosa por eso! ¡Daría el alma!
—No creo que te gustara mucho esa solución, Basil —exclamó lord Henry, riendo—. Sería bastante inclemente con tu obra.
—Me opondría con la mayor energía posible, Harry —dijo Hallward.
Dorian Gray se volvió para mirarlo.
—Estoy seguro de que lo harías. Tu arte te importa más que los amigos. Para ti no soy más que una figurilla de bronce. Ni siquiera eso, me atrevería a decir.
El pintor se lo quedó mirando, asombrado. Dorian no hablaba nunca así. ¿Qué había sucedido? Parecía muy enfadado. Tenía el rostro encendido y le ardían las mejillas.
—Sí —continuó el joven—: para ti soy menos que tu Hermes de marfil o tu fauno de plata. Ésos te gustarán siempre. ¿Hasta cuándo te gustaré yo? Hasta que me salga la primera arruga. Ahora ya sé que cuando se pierde la belleza, mucha o poca, se pierde todo. Tu cuadro me lo ha enseñado. Lord Henry Wotton tiene razón. La juventud es lo único que merece la pena.
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