Estoy seguro de ello. Dorian me lo confirmó después. También él sintió que estábamos destinados a conocernos.
—Y, ¿cómo describió lady Brandon a ese joven maravilloso? —preguntó su amigo—. Sé que le gusta dar un rápido resumen de todos sus invitados. Recuerdo que me llevó a conocer a un anciano caballero de rostro colorado, cubierto con todas las condecoraciones imaginables, y me confió al oído, en un trágico susurro que debieron oír perfectamente todos los presentes, los detalles más asombrosos. Sencillamente huí. Prefiero desenmascarar a las personas yo mismo. Pero lady Brandon trata a sus invitados exactamente como un subastador trata a sus mercancías. O los explica completamente del revés, o cuenta todo excepto lo que uno quiere saber.
—¡Pobre lady Brandon! ¡Eres muy duro con ella, Harry! —dijo Hallward lánguidamente.
—Mi querido amigo, esa buena señora trataba de fundar un salón, pero sólo ha conseguido abrir un restaurante. ¿Cómo quieres que la admire? Pero, dime, ¿qué te contó del señor Dorian Gray?
—Algo así como «muchacho encantador, su pobre madre y yo absolutamente inseparables. He olvidado por completo a qué se dedica, me temo que…, no hace nada… Sí, sí, toca el piano, ¿o es el violín, mi querido señor Gray?» Ninguno de los dos pudimos evitar la risa, y nos hicimos amigos al instante.
—La risa no es un mal principio para una amistad y, desde luego, es la mejor manera de terminarla —dijo el joven lord, arrancando otra margarita.
Hallward negó con la cabeza.
—No entiendes lo que es la amistad, Harry —murmuró—; ni tampoco la enemistad, si vamos a eso. Te gusta todo el mundo; es decir, todo el mundo te deja indiferente.
—¡Qué horriblemente injusto eres conmigo! —exclamó lord Henry, echándose el sombrero hacia atrás para mirar a las nubecillas que, como madejas enmarañadas de brillante seda blanca, vagaban por la oquedad turquesa del cielo veraniego—. Sí; horriblemente injusto. Ya lo creo que distingo entre la gente. Elijo a mis amigos por su apostura, a mis conocidos por su buena reputación y a mis enemigos por su inteligencia. No es posible excederse en el cuidado al elegir a los enemigos. No tengo ni uno solo que sea estúpido. Todos son personas de cierta talla intelectual y, en consecuencia, me aprecian. ¿Te parece demasiada vanidad por mi parte? Creo que lo es.
—Coincido en eso contigo. Pero según tus categorías yo no debo de ser más que un conocido.
—Mi querido Basil: eres mucho más que un conocido. —Y mucho menos que un amigo. Algo así como un hermano, ¿no es cierto?
—¡Ah, los hermanos! No me gustan los hermanos. Mi hermano mayor no se muere, y los menores nunca hacen otra cosa.
—¡Harry! —exclamó Hallward, frunciendo el ceño.
—No hablo del todo en serio. Pero me es imposible no detestar a mi familia. Imagino que se debe a que nadie soporta a las personas que tienen sus mismos defectos. Entiendo perfectamente la indignación de la democracia inglesa ante lo que llama los vicios de las clases altas. Las masas consideran que embriaguez, estupidez e inmoralidad deben ser exclusivo patrimonio suyo, y cuando alguno de nosotros se pone en ridículo nos ven como cazadores furtivos en sus tierras. Cuando el pobre Southwark tuvo que presentarse en el Tribunal de Divorcios, la indignación de las masas fue realmente magnífica. Y, sin embargo, no creo que el diez por ciento del proletariado viva correctamente.
—No estoy de acuerdo con una sola palabra de lo que has dicho y, lo que es más, estoy seguro de que a ti te sucede lo mismo.
Lord Henry se acarició la afilada barba castaña y se golpeó la punta de una bota de charol con el bastón de caoba.
—¡Qué inglés eres, Basil! Es la segunda vez que haces hoy esa observación. Si se presenta una idea a un inglés auténtico (lo que siempre es una imprudencia), nunca se le ocurre ni por lo más remoto pararse a pensar si la idea es verdadera o falsa.
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