Llevo siete años conduciendo el cabriolé y no he tenido nunca la menor queja. Vengo directamente del depósito para preguntarle cara a cara qué es lo que tiene contra mí.
-No tengo nada contra usted, buen hombre -dijo mi amigo-. Estoy dispuesto, por el contrario, a darle medio soberano si contesta con claridad a mis preguntas.
-Bueno, la verdad es que hoy he tenido un buen día, ¡ya lo creo que sí! -dijo el cochero con una sonrisa-. ¿Qué quiere usted preguntarme, caballero?
-Antes de nada su nombre y dirección, por si volviera a necesitarle.
-John Clayton, del número 3 de Turpey Street, en el Borough. Encierro el cabriolé en el depósito Shipley, cerca de la estación de Waterloo.
Sherlock Holmes tomó nota.
-Vamos a ver, Clayton, cuénteme todo lo que sepa acerca del cliente que estuvo vigilando esta casa a las diez de la mañana y siguió después a dos caballeros por Regent Street.
El cochero pareció sorprendido y un tanto avergonzado.
-Vaya, no voy a poder decirle gran cosa, porque al parecer ya sabe usted tanto como yo -respondió-. La verdad es que aquel señor me dijo que era detective y que no dijera nada a nadie acerca de él.
-Se trata de un asunto muy grave, buen hombre, y quizá se encontraría usted en una situación muy difícil si tratase de ocultarme algo. ¿El cliente le dijo que era detective?
-Sí, señor, eso fue lo que dijo.
-¿Cuándo se lo dijo?
-Al marcharse.
-¿Dijo algo más?
-Me dijo cómo se llamaba.
Holmes me lanzó una rápida mirada de triunfo.
-¿De manera que le dijo cómo se llamaba? Eso fue una imprudencia. Y, ¿cuál era su nombre?
-Dijo llamarse Sherlock Holmes.
Nunca he visto a mi amigo tan sorprendido como ante la respuesta del cochero. Por un instante el asombro le dejó sin palabras. Luego lanzó una carcajada:
-¡Tocado, Watson! ¡Tocado, sin duda! -dijo-. Advierto la presencia de un florete tan rápido y flexible como el mío. En esta ocasión ha conseguido un blanco excelente. De manera que se llamaba Sherlock Holmes, ¿no es eso?
-Sí, señor, eso me dijo.
-¡Magnífico! Cuénteme dónde lo recogió y todo lo que pasó.
-Me paró a las nueve y media en Trafalgar Square. Dijo que era detective y me ofreció dos guineas si seguía exactamente sus instrucciones durante todo el día y no hacía preguntas. Acepté con mucho gusto. Primero nos dirigimos al hotel Northumberland y esperamos allí hasta que salieron dos caballeros y alquilaron un coche de la fila que esperaba delante de la puerta. Lo seguimos hasta que se paró en un sitio cerca de aquí.
-Esta misma puerta -dijo Holmes.
-Bueno, eso no lo sé con certeza, pero aseguraría que mi cliente conocía muy bien el sitio. Nos detuvimos a cierta distancia y esperamos durante hora y media. Luego los dos caballeros pasaron a nuestro lado a pie y los fuimos siguiendo por Baker Street y a lo largo de...
-Eso ya lo sé -dijo Holmes.
-Hasta recorrer las tres cuartas partes de Regent Street. Entonces mi cliente levantó la trampilla y gritó que me dirigiera a la estación de Waterloo lo más deprisa que pudiera. Fustigué a,la yegua y llegamos en menos de diez minutos. Después me pagó las dos guineas, como había prometido, y entró en la estación. Pero en el momento de marcharse se dio la vuelta y dijo: «Quizá le interese saber que ha estado llevando al señor Sherlock Holmes». De esa manera supe cómo se llamaba.
-Entiendo. ¿Y ya no volvió a verlo?
-No, una vez que entró en la estación.
-Y, ¿cómo describiría usted al señor Sherlock Holmes?
El cochero se rascó la cabeza.
-Bueno, a decir verdad no era un caballero fácil de describir. Unos cuarenta años de edad y estatura media, cuatro o seis centímetros más bajo que usted. Iba vestido como un dandi, llevaba barba, muy negra, cortada en recto por abajo, y tenía la tez pálida. Me parece que eso es todo lo que recuerdo.
-¿Color de los ojos?
-No; eso no lo sé.
-¿No recuerda usted nada más?
-No, señor; nada más.
-Bien; en ese caso aquí tiene su medio soberano. Hay otro esperándole si me trae alguna información más.
¡Buenas noches!
-Buenas noches, señor, y ¡muchas gracias!
John Clayton se marchó riendo entre dientes y Holmes se volvió hacia mí con un encogimiento de hombros y una sonrisa de tristeza.
-Se ha roto nuestro tercer cabo y hemos terminado donde empezamos -dijo-. Ese astuto granuja sabía el número de nuestra casa, sabía que Sir Henry Baskerville había venido a verme, me reconoció en Regent Street, supuso que me había fijado en el número del cabriolé y que acabaría por localizar al cochero, y decidió enviarme ese mensaje impertinente. Se lo aseguro, Watson, esta vez nos hemos tropezado con un adversario digno de nuestro acero.
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