El joven Baskerville miraba con gran interés por la ventanilla y lanzó exclamaciones de alegría al reconocer los rasgos familiares del paisaje de Devon.
-He visitado buena parte del mundo desde que salí de Inglaterra, doctor Watson -dijo-, pero nunca he encontrado lugar alguno que se pueda comparar con estas tierras.
-No conozco ningún natural de Devonshire que reniegue de su condado -hice notar.
-Depende de la raza tanto como del condado -intervino el doctor Mortimer-. Una simple mirada a nuestro amigo permite apreciar de inmediato la cabeza redonda de los celtas, que se traduce en el entusiasmo céltico y en la capacidad de afecto. La cabeza del pobre Sir Charles pertenecía a un tipo muy raro, mitad gaélica, mitad irlandesa en sus características. Pero usted era muy joven cuando vio por última vez la mansión de los Baskerville, ¿no es eso?
-No era más que un adolescente cuando murió mi padre y no vi nunca la mansión, porque vivíamos en un pequeño chalet de la costa sur. De allí fui directamente a vivir con un amigo norteamericano. Le aseguro que todo esto es tan nuevo para mí como para el doctor Watson y ardo en deseos de ver el páramo.
-¿Es eso cierto? Pues ya tiene usted su meta al alcance de la mano, porque se divisa desde aquí -dijo el doctor Mortimer, señalando hacia el paisaje.
Por encima de los verdes cuadrados de los campos y de la curva de un bosque, se alzaba a lo lejos una colina gris y melancólica, con una extraña cumbre dentada, borrosa y vaga en la distancia, semejante al paisaje fantástico de un sueño. Baskerville permaneció inmóvil mucho tiempo, con los ojos fijos en ella, y supe por la expresión de su rostro lo mucho que significaba para él ver por primera vez aquel extraño lugar que los hombres de su sangre habían dominado durante tanto tiempo y en el que habían dejado una huella tan honda. A pesar de su traje de tweed, de su acento americano y de viajar en un prosaico vagón de ferrocarril, sentí más que nunca, al contemplar su rostro, moreno y expresivo, que era un auténtico descendiente de aquella larga sucesión de hombres de sangre ardiente, tan fogosos como autoritarios. Las cejas espesas, las delicadas ventanas de la nariz y los grandes ojos de color avellana daban fe de su orgullo, de su valor y de su fortaleza. Si en aquel páramo inhóspito nos esperaba una empresa difícil y peligrosa, contaba al menos con un compañero por quien se podía aceptar un riesgo con la seguridad de que lo compartiría con valor.
El tren se detuvo en una pequeña estación junto a la carretera y allí descendimos. Fuera, más allá de una cerca blanca de poca altura, esperaba una tartana tirada por dos jacos. Nuestra llegada suponía sin duda todo un acontecimiento, porque el jefe de estación y los mozos de cuerda se arracimaron a nuestro alrededor para llevarnos el equipaje. Era un lugar sencillo y agradable, pero me sorprendió observar la presencia junto al portillo de dos hombres de aspecto marcial con uniforme oscuro que se apoyaban en sus rifles y que nos miraron con mucho interés cuando pasamos. El cochero, un hombrecillo de facciones duras y manos nudosas, saludó a Sir Henry y pocos minutos después volábamos ya por la amplia carretera blanca. Ondulantes tierras de pastos ascendían a ambos lados y viejas casas con gabletes asomaban entre la densa vegetación, pero detrás del campo tranquilo e iluminado por el sol se elevaba siempre, oscura contra el cielo del atardecer, la larga y melancólica curva del páramo, interrumpida por colinas dentadas y siniestras. La tartana se desvió por una carretera lateral y empezamos a ascender por caminos muy hundidos, desgastados por siglos de ruedas, con taludes muy altos a los lados, cubiertos de musgo húmedo y carnosas lenguas de ciervo. Helechos bronceados y zarzas resplandecían bajo la luz del sol poniente. Sin dejar de subir, pasamos sobre un estrecho puente de granito y bordeamos un ruidoso y veloz torrente, que espumeaba y rugía entre grandes rocas. Camino y curso de agua discurrían después por un valle donde abundaban los robles achaparrados y los abetos.
A cada vuelta del camino Baskerville lanzaba una nueva exclamación de placer y miraba con gran interés a su alrededor haciendo innumerables preguntas. A él todo le parecía hermoso, pero para mí había un velo de melancolía sobre el paisaje, en el que se marcaba con toda claridad la proximidad del invierno. Los caminos estaban alfombrados de hojas amarillas que también caían sobre nosotros. El traqueteo de las ruedas enmudecía cuando atravesábamos montones de vegetación podrida: tristes regalos, en mi opinión, para que la naturaleza los lanzara ante el coche del heredero de los Baskerville que regresaba a su casa solariega.
-¡Caramba! -exclamó el doctor Mortimer-, ¿qué es esto?
Teníamos delante una pronunciada pendiente cubierta de brezos, una avanzadilla del páramo. En lo más alto, tan destacado y tan preciso como una estatua ecuestre sobre su pedestal, vimos a un soldado a caballo, sombrío y austero, el rifle preparado sobre el antebrazo. Estaba vigilando la carretera por la que circulábamos.
-¿Qué es lo que sucede, Perkins? -preguntó el doctor Mortimer.
El cochero se volvió a medias en su asiento.
-Se ha escapado un preso de Princetown, señor. Ya lleva tres días en libertad y los guardianes vigilan todas las carreteras y las estaciones, pero hasta ahora no han dado con él. A los agricultores de la zona no les gusta nada lo que pasa, se lo aseguro.
-Bueno, según tengo entendido, se les recompensará con cinco libras si proporcionan alguna información. Es cierto, señor, pero la posibilidad de ganar cinco libras es muy poca cosa comparada con el temor a que te corten el cuello. Porque no se trata de un preso corriente. Es un individuo que no se detendría ante nada.
-¿De quién se trata?
-Selden, señor: el asesino de Notting Hill.
Yo recordaba bien el caso, que había despertado el interés de Holmes por la peculiar ferocidad del crimen y la absurda brutalidad que había acompañado todos los actos del asesino. Se le había conmutado la pena capital en razón de algunas dudas sobre el estado de sus facultades mentales, precisamente por lo atroz de su conducta. Nuestra tartana había coronado una cuesta y entonces apareció ante nosotros la enorme extensión del páramo, salpicado de montones de piedras y de peñascos de formas extrañas.
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