Hubiera podido dibujar el cuadrilátero de luz que el sol trazaba bajo los majuelos, la laya que la muchachita llevaba en la mano, la larga mirada que posó en mí. Sólo que yo creí, por el gesto grosero que la acompañó, que era una mirada de desprecio, porque lo que yo deseaba me parecía una cosa que las muchachitas no conocían y no hacían más que en mi imaginación, durante mis horas de deseo solitario. Menos aún habría creído que, tan fácilmente, tan rápidamente, casi ante los ojos de mi abuelo, una de ellas tuviera la audacia de hacer aquel gesto.
No le pregunté con quién iba de paseo por la avenida de los Champs-Elysées el día en que vendí los jarrones chinos. Lo que hubiera de real bajo la apariencia de entonces había llegado a serme por completo indiferente. Y, sin embargo, ¡cuántos días y cuántas noches sufrí preguntándome quién sería, cuántas veces tuve que reprimir el palpitar del corazón quizá más aún que cuando no volví a dar las buenas noches a mamá en aquel mismo Combray! Dicen, y esto explica la progresiva atenuación de ciertas afecciones nerviosas, que nuestro sistema nervioso envejece. Esto no es sólo cierto en cuanto a nuestro yo permanente, que se prolonga tanto como dura nuestra vida, sino en cuanto a todos nuestros yos sucesivos, que, en suma, le componen en parte.
Por eso, a tantos años de distancia, tuve que retocar una imagen que recordaba tan bien, operación que me hizo bastante feliz demostrándome que el infranqueable abismo que entonces creía existir entre mí y cierta clase de muchachitas de dorada cabellera era tan imaginario como el abismo de Paspal, y que me pareció poético por los muchos años en el fondo de los cuales había que realizarlo. Tuve un sobresalto de deseo y de añoranza pensando en los subterráneos de Roussainville. Pero me alegraba pensar que aquella felicidad hacia la que tendían entonces todas mis fuerzas, y que ya nada podía devolverme, hubiera existido fuera de mi pensamiento, en realidad tan cerca de mí, en aquel Roussainville del que yo hablaba tan a menudo, que veía desde el gabinete que olía a lirios. ¡Y yo no sabía nada! En suma, resumía todo lo que deseé en mis paseos hasta no poder decidirme a volver a casa, pareciéndome ver que los árboles se entreabrían, se animaban. Lo que entonces deseaba tan febrilmente, ella estuvo a punto de hacérmelo gustar en mi adolescencia, a poco que yo hubiera sabido comprenderlo y conquistarlo. En aquel tiempo Gilberta estaba verdaderamente de la parte de Méséglise más aún de lo que yo creyera.
E incluso aquel día en que la encontré bajo una puerta, aunque no fuera mademoiselle de l'Orgeville, la que Roberto había conocido en las casas de citas (¡y qué casualidad que fuese precisamente su futuro marido a quien yo le pidiera que me lo explicara!), no me había equivocado por completo sobre el significado de su mirada, ni sobre la clase de mujer que era y que ahora me confesaba haber sido. «Todo eso queda muy lejos -me dijo; desde que me prometí con Roberto, ya no he pensado nunca en nadie más que en él. Y le diré que ni siquiera son esos caprichos de niña lo que más me reprocho.»
En aquella morada un poco demasiado campestre, que parecía sólo un lugar de siesta entre dos paseos o un refugio contra un chaparrón, una de esas moradas en las que cada salón parece un gabinete de verdor y donde en el empapelado de las habitaciones, las rosas del jardín en una, los pájaros de los árboles en otra, nos han seguido y nos acompañan, aislados del mundo -pues eran viejos papeles en los; que cada rosa estaba lo bastante separada como para cogerla, si estuviera viva, cada pájaro para enjaularlo y domesticarlo, sin nada de esas grandes decoraciones de las estancias de hoy donde todos los manzanos de Normandía se perfilan, sobre un fondo de plata, en estilo japonés para alucinar las horas que pasamos en la cama-, yo pasaba todo el día en mi cuarto, que daba a los bellos follajes del parque y a las lilas de la entrada, a las hojas verdes de los grandes árboles a la orilla del agua, resplandecientes de sol, y al bosque de Méséglise. En realidad, si yo miraba todo aquello con deleite, era porque me decía: «Es bonito tener tanto verde en la ventana de mi cuarto», hasta el momento en que, en el gran cuadro verdeante, reconocí el campanario de la iglesia de Combray, pintado éste de azul oscuro, simplemente porque estaba más lejos. No una figuración de este campanario, del campanario mismo, que, poniendo así ante mis ojos la distancia de las leguas y de los años, había venido, en medio del luminoso verdor y de un tono muy diferente, tan oscuro que parecía solamente dibujado, a inscribirse en el cristal de mi ventana. Y si salía un momento de mi cuarto, al final del pasillo veía, porque estaba orientado de otro modo, como una banda de escarlata, la tapicería de un pequeño salón que era una simple muselina, pero roja, y dispuesta a incendiarse si le daba un rayo de sol.
En aquellos paseos, Gilberta me hablaba de Roberto como apartándose de ella, mas para irse con otras mujeres. Y es verdad que había muchas en su vida, y, como ciertas camaraderías masculinas en los hombres mujeriegos, con ese carácter de defensa inútil y de lugar vanamente usurpado que tienen en la mayor parte de las casas los objetos que no pueden servir para nada.
Roberto fue varias veces a Tansonville mientras yo estaba allí. Era muy diferente de como yo le había conocido. Su vida no le había engordado, no le había hecho lento como a monsieur de Charlus, al contrario: operando en él un cambio inverso, le dio el aspecto desenvuelto de un oficial de caballería -aunque presentó la dimisión cuando se casó-hasta un punto que nunca había tenido. A medida que monsieur de Charlus fue engordando, Roberto (claro que era mucho más joven, pero se notaba que, con la edad, se iría acercando más a este ideal), como ciertas mujeres que sacrifican resueltamente su cara a su tipo y, a partir de cierto momento, no salen de Marienbad (pensando que, ya que no pueden conservar a la vez varias juventudes, es la del tipo la que podrá representar mejor a las otras), se había vuelto más esbelto, más rápido, efecto contrario de un mismo vicio. Por otra parte, esta velocidad tenía diversas razones psicológicas: el temor de que le vieran, el deseo de que no se le notara este temor, la febrilidad que produce el descontento de sí mismo y el aburrimiento. Tenía la costumbre de ir a ciertos lugares de mala nota donde, como quería que no le vieran entrar ni salir, se colaba para ofrecer a las miradas malintencionadas de los transeúntes hipotéticos la menor superficie posible, como quien se lanza al asalto. Y le había quedado este movimiento de vendaval. Quizá también esquematizaba así la intrepidez aparente de quien quiere demostrar que no tiene miedo y no quiere tomarse tiempo para pensar. Para ser completo, habría que tener en cuenta el deseo, cuanto más envejecía, de parecer joven, y hasta la impaciencia de esos hombres siempre aburridos, siempre hastiados, que son las personas demasiado inteligentes para la vida relativamente ociosa que llevan y en la que no se realizan sus facultades. Desde luego, la ociosidad misma de estos hombres se puede traducir en indolencia. Pero, sobre todo, desde el favor de que gozan los ejercicios físicos, la ociosidad ha tomado una forma deportiva, aun fuera de las horas de deporte, y que se traduce ya no en indolencia, sino en una vivacidad febril que cree no dar tiempo ni lugar al aburrimiento para desarrollarse2.
2 Mi memoria, la memoria involuntaria misma, había perdido el amor de Albertina, mas parece ser que hay una memoria involuntaria de los miembros, pálida y estéril imitación de la otra, que vive más tiempo, como ciertos animales o vegetales ininteligentes viven más tiempo que el hombre. Las piernas, los brazos están llenos de recuerdos entumecidos.
Una vez que dejé a Gilberta bastante temprano, me desperté a media noche en el cuarto de Tansonville, y todavía medio dormido llamé: «Albertina». No es que estuviera pensando en ella, ni soñando con ella, ni que la confundiese con Gilberta: es que una reminiscencia enclavada en mi brazo me hizo buscar detrás de mí la campanilla, como en mi cuarto de París. Y, al no encontrarla, llamé: «Albertina», creyendo que mi amiga difunta estaba acostada al lado mío, como solía ocurrir por la noche, y que dormíamos juntos, calculando, al despertar, el tiempo que tardaría Francisca en llegar, para que Albertina pudiera, sin imprudencia, tirar de la campanilla que yo no encontraba.
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