Después volví a hacer el camino en sentido contrario, tomando como verdaderas mis suposiciones del principio. Pero quizá Albertina quiso decirme aquello para dárselas de más experimentada de lo que era y para deslumbrarme en París con el prestigio de su perversidad, como la primera vez en Balbec con el de su virtud; y, simplemente, cuando le hablé de las mujeres aficionadas a las mujeres, porque no pareciera que no sabía de qué se trataba, como quien en una conversación adopta un gesto como de estar en el secreto cuando se habla de Fourier o de Tobolsk, aunque no sepa de qué se habla. Quizá viviera cerca de la amiga de mademoiselle Vinteuil y de Andrea, pero separada de ellas, que creían que «no era del gremio», por un mamparo estanco, y después se informara -como procura cultivarse una mujer que se casa con un hombre de letras- sólo por complacerme capacitándose para contestar a mis preguntas, hasta que comprendió que estaban inspiradas por los celos y dio marcha atrás. A no ser que fuera Gilberta quien me mintiera. Hasta se me ocurrió la idea de que Roberto se casó con ella por haberse enterado, en el transcurso de un galanteo conducido por él en el sentido que le interesaba, de que no les hacía ascos alas mujeres, esperando encontrar así ciertos placeres que no había debido de gozar en casa, puesto que los buscaba fuera. Ninguna de estas hipótesis era absurda, pues en mujeres como la hija de Odette o las muchachas de la pandilla hay tal diversidad, tal cúmulo de gustos alternados, si no son incluso simultáneos, que esas mujeres pasan fácilmente de unas relaciones con una mujer a un gran amor por un hombre, hasta el punto de que resulta difícil definir la inclinación real y predominante4.
4 Para decidirme a casarme con ella (y ella misma renunció por mi carácter indeciso y quisquilloso): en esta forma demasiado simple juzgaba yo mi aventura con Albertina, ahora que esta aventura la veía ya sólo desde fuera. [En la edición de La Pléiade se sitúa a pie de página este pasaje, que en el manuscrito figura en un papel marginal y que no encaja en el lugar señalado. (N. de la T)]
No quise pedirle a Gilberta su Fille aux yeux d'or porque la estaba leyendo. Pero aquella última noche que pasé en su casa me prestó para leer antes de dormirme un libro que me produjo una impresión bastante viva y compleja, impresión que, por lo demás, no iba a durar mucho. Era un volumen del diario inédito de los Goncourt.
Y cuando, antes de apagar la vela, leí el pasaje que transcribo a continuación, mi falta de disposición para las letras, presentida en otro tiempo en el camino de Guermantes, confirmada durante la estancia que terminaba esta noche -esa noche de las vísperas de partida en las que, al cesar el entumecimiento de los hábitos, intentamos juzgarnos-, me pareció cosa menos lamentable, como si la literatura no revelara una verdad profunda; y al mismo tiempo me daba pena que la literatura no fuera lo que yo había creído. Por otra parte, el estado enfermizo que iba a confinarme en un sanatorio me parecía menos lamentable si las bellas cosas de que hablan los libros no fueran más bellas de lo que yo había visto. Pero, por una extraña contradicción, ahora que este libro hablaba de ellas, tenía ganas de verlas. He aquí las páginas que leí hasta que el cansancio me cerró los ojos:
«Antes de ayer cayó por aquí, para llevarme a comer a su casa, Verdurin, el antiguo crítico de La Revue, autor de ese libro sobre Whistler en el que verdaderamente la factura, la iluminación artista del original americano, lo da a menudo con gran delicadeza ese enamorado de todos los refinamientos, de todas las bonituras de la cosa pintada que es Verdurin. Y mientras me visto para acompañarle, me brinda todo un relato que a veces parece el deletreo contrito de una confesión sobre el renunciamiento a escribir inmediatamente después de su himeneo con la “Magdalena” de Fromentin, renunciamiento que parece debido al hábito de la morfina y que, a creer a Verdurin, produjo el efecto de que la mayor parte de los asiduos del salón de su mujer no sabían siquiera que el marido hubiera escrito nunca nada, y le hablaban de Charles Blanc, de Saint-Victor, de Sainte-Beuve, de Burty, como de unos individuos a los que le creen muy inferior. “Vamos, Goncourt, usted sabe muy bien, y Gautier también lo sabía, que mis Salones eran algo más que esos lamentables Maîtres d'autrefois que en la familia de mi mujer creen una obra maestra”. Después, en un crepúsculo que, cerca de las torres del Trocadero, emite como el último rayo de un resplandor que las convierte en las torres untadas de jalea de grosella de los antiguos pasteleros, la charla continúa en el coche que nos lleva al Quai Conti donde está su hotel, que su posesor pretende ser el antiguo hotel de los embajadores de
Venecia y donde parece ser que hay un fumadero del que Verdurin me habla como de una sala trasladada tal como estaba, a la manera de Las mil y una noches, de un célebre palazzo cuyo nombre no recuerdo, un palazzo con un pozo cuyo brocal representa una coronación de la Virgen que, al decir de Verdurin, es sin duda alguna del más bello Sansovino y que serviría para que sus invitados echaran la ceniza de los cigarros. Y la verdad es que, cuando llegamos, a la luz glauca y difusa de un claro de luna verdaderamente parejo a los que alumbran Venecia en la pintura clásica, y en el que la cúpula siluetada del Instituto hace pensar en la Salute en los cuadros de Guardi, tengo un poco la ilusión de estar a orillas del Gran Canal. Y la ilusión se mantenía por la construcción del hotel en el que, desde el primer piso, no se ve el muelle y por el decir evocador del dueño de la casa afirmando que el nombre de la Rue du Bac -nunca se me había ocurrido pensar tal cosa- venía de la barca en que las monjas de otro tiempo, las Miramiones, iban a los oficios de Notre-Dame. Todo un barrio por el que deambuló mi infancia cuando vivía en él mi tía De Courmont, y que ahora me pongo a reamar al encontrar, casi contigua al hotel de los Verdurin, la enseña del “Petit Dunkerque”, una de las raras tiendas supervivientes fuera de los viñetados en los dibujos de Gabriel de Saint-Aubin, allí donde el siglo XVIII curioso venía a sentar sus momentos de ocio para el regateo de las francesas y extranjeras y “todo lo más nuevo que produce en las artes”, como dice una factura de ese Petit Dunkerque, factura de la que, según creo, sólo Verdurin y yo poseemos una prueba y que es sin duda una de las volantes obras maestras de papel ornamentado en el que el reinado de Luis XV hacía sus cuentas, con su membrete representando un mar tempestuoso, lleno de barcos, un mar con unas olas como de una ilustración de la edición de los Recaudadores de Impuestos de L'huî tre et les plaideurs. La dueña de la casa, que me va a sentar a su lado, me dice amablemente que ha adornado la mesa sólo con crisantemos japoneses, pero unos crisantemos colocados en jarrones que serían obras de arte rarísimas, uno de ellos de bronce sobre el que unos pétalos de cobre rojizo parecían las auténticas hojas desprendidas de la flor. Están los Cottard -el doctor y su mujer-, el escultor polaco Viradobetski, el coleccionista Swann, una gran dama rusa, una princesa con un nombre terminado en of que no recuerdo, y Cottard me dice al oído que es ella la que disparó a quemarropa contra el archiduque Rodolfo y según la cual parece ser que tengo yo en Galitzia y en todo el norte de Polonia una fama absolutamente excepcional, tanto que una muchacha no concederá jamás su mano sin saber si el pretendiente es un admirador de La Faustin. “Ustedes los occidentales -concluye la princesa, que por cierto me parece una inteligencia muy superior- no pueden comprender esa penetración de un escritor en la intimidad de una mujer.” Un hombre sin barba ni bigote, con patillas de mayordomo de hotel, va soltando en un tono de condescendencia unas bromas de profesor de segunda que fraterniza con los primeros de su clase por Saint-Charlemagne; es Brichot, el universitario. Verdurin pronuncia mi nombre y Brichot no tiene una palabra indicando que conoce nuestros libros, y se despierta en mí un desaliento irritado por esa conspiración que organiza contra nosotros la Sorbona, trayendo hasta el amable hogar donde se me festeja la oposición, la hostilidad, de un silencio deliberado. Pasamos a la mesa y es entonces un extraordinario desfile de platos que son sencillamente obras maestras del arte de la porcelana, y durante una comida delicada, la atención incitada de un aficionado escucha con la mayor complacencia aquel charloteo artista -desde los platos de los Yung-Ching hasta el color capuchina de sus bordes, el azulado, a los pétalos túrgidos de sus lirios acuáticos, a la travesía, verdaderamente decorativa, por la alborada de un vuelo de martines pescadores y de grullas, alborada que tiene todos los tonos matutinales que cotidianamente entremira, bulevar Montmorency, mi despertar-; platos de Sajonia más empalagosos en la gracia de su factura, en el adormilamiento, en la anemia de sus rosas, tirando a violeta, en la desmembración vinosa de un tulipán, en el rococó de un clavel o de un miosotis, platos de Sèvres enrejados con el fino grabado de sus blancas estrías, verticiladas de oro o anudadas, sobre el plano cremoso de la pasta, por el galante relieve de una cinta de oro, en fin, toda una argéntea vajilla por la que corren esos mirtos de Luciennes que la Dubarry reconocería. Y algo quizá no menos raro: la calidad notabilísima de las cosas que en tales recipientes son servidas, un manjar delicadamente, morosamente cocinado, todo un guisar como los parisienses, hay que decirlo muy alto, jamás encontrarán en los más cimeros ágapes y que me recuerda ciertos cordons bleus de Jean d'Heurs. Ni siquiera el foie gras tiene el menor parentesco con la insulsa espuma que habitualmente sirven con ese nombre; y no conozco muchos lugares donde la simple ensalada de patatas esté hecha con unas patatas que tienen consistencia de botones de marfil japoneses, la pátina de esas cucharitas de marfil con que las chinas echan agua sobre los peces que acaban de pescar. El cristal de Venecia que tengo ante mí lo enjoya suntuosamente de rojos, un extraordinario Léoville comprado en la subasta de monsieur Montalivet, y se recrea la imaginación de la vista y también, no temo decirlo, la imaginación de lo que antaño se llamaba el gaznate, al ver llegar a la mesa una barbuda que no tiene nada que ver con esas barbudas no muy frescas que se sirven en las mesas más lujosas y a las que, en el lapso prolongado del viaje, se les han marcado las espinas en el lomo; una barbuda que nos sirven, no con ese engrudo a los que tantos primeros cocineros de casa grande llaman salsa blanca, sino con verdadera salsa blanca, hecha con mantequilla de cinco francos la libra; al ver llegar esa barbuda en una maravillosa fuente Ching-Hon surcada por las purpúreas rayas de una puesta de sol sobre un mar por el que pasa la navegación jocunda de una banda de langostas, de un punteado grumoso tan extraordinariamente conseguido que parecen moldeadas en caparazones vivos, una fuente con un filete hecho de pececillos pescados con caña por un chinito y que tienen el indecible encanto del nacáreo color en la azulada plata de su vientre. Como yo le dijera a Verdurin el delicado goce que para él ha de ser ese refinado yantar en colección tal que ningún príncipe posee hoy tras sus vitrinas: “Ya se ve que usted no le conoce” me dispara melancoliosamente la anfitriona. Y me habla de su marido como de un original maniático, indiferente a todas esas bonituras, “un maniático, sí -repite-, exactamente un maniático que prefiriría trasegar una botella de sidra en el fresco un poco encanallado de una casa de labranza normanda”.
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