El indio se acercó al militar y le susurró algo al oído. El oficial se dirigió de inmediato al cantor y le dijo:

—Aunque no corremos peligro, me preocupa la seguridad de todos, de modo que es mejor que recorramos estas soledades en silencio.

El mayor Heyward no se equivocaba, ya que en aquel momento creyó avistar a un indio en medio de la espesura; pero se tranquilizó al ver que el guía no se detuvo. Pasados los viajeros, surgió entre el boscaje un hombre de aspecto salvaje: sus ojos brillaron al observar las huellas de sus futuras víctimas, que seguían confiadamente su camino.

Dos mohicanos y un cazador

A orillas de un pequeño río de rápida corriente, a una hora de distancia del campamento de Webb, se encontraban dos hombres. La selva se extendía hasta la misma orilla. En aquel sitio reinaba el más profundo silencio. Uno de los dos hombres tenía la piel roja y el atavío de los salvajes de la región; el otro, aunque vestía como indio, parecía ser de origen europeo, a pesar de su piel curtida por el sol.

El indio estaba sentado sobre un tronco caído y cubierto de musgo, su cuerpo casi desnudo lucía un aterrador emblema de la muerte, pintado en negro y blanco.

Su cabeza rapada sólo conservaba un mechón de pelo en la parte superior, sin otro adorno que una pluma de águila que caía sobre el hombro izquierdo. De su cinturón pendían un tomahawk y un puñal. Sobre sus rodillas desnudas apoyaba un corto rifle militar.

El cuerpo del otro era el de un hombre que había soportado el trabajo duro. Era delgado pero musculoso, vestía una chaqueta de cazador, de color verde oscuro con flecos amarillos, gorro de piel y llevaba un cuchillo en su cinturón. Sus mocasines tenían los vistosos adornos que son comunes entre los indios.

Complementaban su vestimenta la bolsa y un cuerno. A su lado, apoyado contra un árbol, tenía su largo rifle. A pesar de todo esto, su mirada era franca y tenía una expresión de ruda honradez.

—Tus padres —dijo el blanco— llegaron del sol poniente, cruzaron el río, combatieron con la gente del país y se apoderaron de la tierra; y los míos vinieron del cielo rojizo de la mañana, cruzando el lago salado e hicieron casi lo mismo que habían hecho tus padres. Que Dios nos juzgue y que los amigos se ahorren sus palabras de ofensa.

—¡Mis padres combatieron con los indios rojos desnudos! —replicó el indio altivamente—. ¿No existe diferencia, Ojo de Halcón, entre la flecha con punta de piedra y la bala de plomo con que ustedes matan?

—Es verdad que los de mi color tienen algunas costumbres que molestan a una conciencia honesta —respondió el cazador—. Pero toda historia tiene sus dos lados. Cuéntame, Chingachgook, lo que sucedió cuando nuestros padres se encontraron.

—Escúchame, Ojo de Halcón —dijo el indio, después de unos momentos de silencio—. Te repetiré lo que mis padres dijeron y lo que hicieron los mohicanos…

Llegaron desde el sitio donde el sol se esconde durante la noche; atravesaron las grandes llanuras donde viven los búfalos, hasta que llegaron al gran río.

Allí combatieron con los Alligewi hasta enrojecer la tierra con su sangre. Desde las orillas del río hasta las costas del lago salado no encontramos a nadie, aunque éramos seguidos por los maguas de lejos. Conservamos como hombres la tierra que habíamos conquistado como guerreros. En aquel tiempo creció un pino donde está ahora este castaño. Los primeros caras pálidas que vinieron no hablaban inglés. Llegaron en una gran canoa cuando sus padres habían enterrado el tomahawk con los pieles rojas que los rodeaban. En ese tiempo, Ojo de Halcón, nosotros formábamos un solo pueblo y éramos felices.

La voz del indio traicionó su emoción y su idioma gutural se tornó melodioso y expresivo.

—El lago salado nos daba peces; el bosque, gamos, y el aire, aves. Teníamos esposas que eran madres de nuestros hijos; adorábamos al Gran Espíritu y manteníamos a los maguas tan lejos que no podían oír nuestros cantos de triunfo.

Pero llegaron los holandeses. Desembarcaron y ofrecieron a mi pueblo el agua de fuego, ésa que llaman aguardiente. La bebieron y creyeron tontamente que habían encontrado el Gran Espíritu. Después cedieron sus tierras, pedazo a pedazo, y luego fueron arrojados de las costas, hasta el punto que yo, que soy su jefe, nunca he visto brillar el sol sino a través de los árboles, y jamás he visitado las tumbas de mis padres. Todos los de mi familia han partido para la tierra de los espíritus. Yo estoy en la cumbre y tengo que bajar al valle; cuando Uncás siga mis huellas, ya no quedará quien lleve nuestra sangre, porque mi hijo será el último de los mohicanos.

—¡Aquí está Uncás! —dijo una voz suave a espaldas del indio—. ¿Quién habla de Uncás?

El hombre blanco movió su puñal en la vaina de cuero e hizo un involuntario ademán hacia el rifle.